cuando los placeres del momento ofrezcan una alternativa más
atractiva. Cuando tenemos ambas capacidades, podemos disfrutar todos los inocentes
placeres de la vida. En otras palabras, esto no es ni libertinaje ni un alegato
en favor del ascetismo; es un alegato a favor del fortalecimientos de nuestra
voluntad.
Fortalecer la voluntad desafiando a los poderosos deseos egoístas
implica una larga y agotadora lucha. No obstante, para aquellos que se atrevan,
llega un punto crucial: descubren que desafiar a un deseo da más satisfacción
que ceder ante él. Después de haber saboreado la intensa satisfacción del
autocontrol, mi perspectiva de la vida cambió drásticamente. A partir de
entonces comprendí que fortalecer la voluntad puede hacer milagros; y comencé a
desafiar deseos alegremente.
La psicología de este mecanismo es fascinante. Estamos arrebatando el
gozo de las mismas manos del deseo y lo esgrimimos como un botín: “¡Ahora tengo
el gozo sin necesidad de ti!”. El deseo es como un matón que nos apunta con su
pistola y nos exige que le entreguemos nuestros ahorros de toda una vida, y
nosotros al estilo de Humprey Bogart, con total sangre fría, le quitamos el
arma de las manos. Cuando un logra hacer esto, todo su marco de referencia
cambia por completo. La mayoría de los placeres mundanos se vuelven
insignificantes. No es que hayan dejado
de ser agradables, es que nuestra capacidad de gozo ya no se limita a unas
pocas monedas de placer sensorial: es inmenso, más de lo imaginable, más allá
de cualquier límite. Toda nuestra
capacidad de rebelión puede colaborar con este tipo de heroísmo, desafiando a
nuestra condicionada dependencia de los triviales gustos y rechazos. Al
hacerlo, escapamos de un mundo estrecho a un nuevo reino de libertad.
La repetición del Santo nombre, una práctica muy común entre los
aspirantes espirituales de la época de Agustín, puede ser de gran ayuda en
esto. La simple repetición de Jesús,
Jesús, ha sido utilizada por innumerables viajeros en esta ruta durante
siglos. Del mismo modo que Ave María, llena eres de gracia y la Oración de
Jesús han sido utilizadas desde la época de los Padres del Desierto (y del
propio Agustín) tres siglos después de Cristo: Señor Jesucristo, Hijo de Dios,
ten piedad de nosotros. Cualquiera de las fórmulas del Santo Nombre que
utilicen, al ser repetida es como un taladro, penetrando en la pared de roca
sólida del convencimiento. La cantidad de roca que consigan eliminar por hora
no es de fundamental importancia: lo que sí resulta importante es la cantidad
de veces que recuerden utilizar el Santo Nombre y el entusiasmo con que lo
repitan. Pongan en él todo el
entusiasmo que puedan reunir. Cuando logren evocar el Santo Nombre en momentos
de estrés, habrán hecho más progresos de los que suponen.
Junto
con el Santo nombre, por supuesto, va la meditación. La meditación diaria nos
permite taladrar muy profundamente en la roca de un gusto o rechazo compulsivo
y colocar cargas de dinamita en puntos estratégicos. Una vez que la meditación
alcanza cierta profundidad, las palabras de un pasaje tan inspirador como la
Oración de San Francisco – “Donde haya odio, ponga yo amor” – pueden ser
verdaderamente explosivas. Gradualmente aparecen profundas grietas en la
estructura de la obstinación. El nombre del Señor puede servir de retiro de
escombros, como vi el otro día cuando reparaban un camino en el campo: llega y
se lleva los escombros que produjeron las cargas explosivas, para que puedan
proceder con los trabajos para colocar los nuevos cimientos del camino.
“Imagina”, continúa Agustín, “si el mundo se detuviera, y la mente
dejara de pensar en sí misma, fuera más allá de sí misma, y se aquietara aún
más: si todas las fantasías que aparecen en los sueños y en la imaginación
cesaran y no hubieran lenguas ni signos...”
Esta idea de una mente apaciguada
no es familiar para la mayoría de nosotros, incluso suena amenazante. Hemos
condicionado nuestra mente para que suba y baje: cuando se sale con la suya, la
mente se excita; cuando no obtiene lo que desea, se hunde en la depresión.
Nadie desea la depresión, pero la excitación es otra cuestión; sin ella, nos
parece que no vale la pena vivir. Por lo tanto perseguimos la excitación, y
después de cada ola de estímulos sigue el bajón de la