estaba al borde del caos.
Tribus completas de bárbaros se habían asentado dentro del Imperio; Agustín
sabía que era sólo cuestión de tiempo antes de que lo asolaran por completo. No
había tiempo para pequeñas rencillas si la Iglesia tenía que sobrevivir con su
centro espiritual intacto. Agustín se
atrevió a presagiar a los “seguidores de la perfección”, como luminosos hitos
en un mundo sobre el que avanzaban las tinieblas, y no quiso ver comprometida a
la única y particular calidad de la revelación cristiana. Se impuso a sí mismo
la titánica tarea de definir con la mayor precisión posible, la naturaleza de
esa revelación para las generaciones futuras.
El ejemplo de su grupo de monjes amigos en la catedral de Hipona, un
enclave espiritual en el centro mismo de la sociedad desde el cual pastores y
obispos salían para servir a la gente, resulta ser vital. Después de la caída de Roma, los monjes gradualmente
establecieron comunidades en los confines de la civilización. Ellos limpiaron y
sembraron los campos desolados, creando centros estables alrededor de los
cuales se reunieron los pobladores. Su influencia se propagó por toda Europa.
Cuando otras instituciones educativas desaparecieron, estos centros tuvieron un
papel crítico en mantener lo mejor de la tradición clásica con vida. En los
siguientes y tumultuosos seiscientos años, estas comunidades se convirtieron en
preciadas depositarias de la revelación cristiana. Los escritos de Agustín,
junto con el nuevo testamento, fueron sus fuentes principales.
Agustín fue muy lejos al definir lo que significa adherir a una vida
de fe apasionada al mismo tiempo que actuar en este mundo con consumado
equilibrio, formado de sensibilidad y compasión. Así como sus palabras fueron como una balsa para la gente a
través de la Edad Media, cuando culturas enteras sucumbían a las oleadas de los
cambios, también pueden ser un salvavidas para personas como nosotros, que
viven cerca de la culminación de una larga Edad de la Razón – y todavía siguen
buscando ese gozo perdurable -. Aquí, en este hermoso pasaje de las Confesiones
(Tomo IX Capítulo 10) Agustín nos ha entregado una hoja de ruta para llegar a
la tierra prometida. Sin embargo,
indefectiblemente, depende de nosotros recorrer el trayecto: “Déjenlos caminar,
déjenlos caminar, para que las tinieblas no los alcancen”.
Imagina si toda la agitación del cuerpo se aquietara, junto a todos
nuestros inquietos pensamientos sobre la tierra, el mar y el aire;
si el mundo mismo se detuviera, y la mente dejara de pensar en sí
misma, fuera más allá de sí misma, se aquietara aún más;
si todas las fantasías que aparecen en los sueños y en la imaginación
cesaran, y no hubiera lenguas ni signos;
Imagina si todas las cosas perecederas se quedaran quietas – porque si
escuchamos están diciendo: no nos hicimos a nosotras mismas; nos hizo Aquel que
permanece para siempre -. Imagina entonces que éstas dijeran eso y callaran,
escuchando la voz de Aquel que las hizo y no la de su creación;
De modo que no oiríamos su palabra a través de las lenguas de los
hombres, ni de los ángeles, ni el trueno de las nubes, ni ningún otro símbolo,
sino el espíritu mismo que en estas cosas amamos, y saliéramos de nosotros
mismo para alcanzar un destello de la sabiduría eterna que permanece por sobre
todas las cosas:
E Imagina si ese momento durara para siempre, dejando atrás todas las
otras visiones y sonidos menos esta visión que nos fascina y absorbe y mantiene
en el gozo a quien la posee: de manera que el resto de la vida eterna, fuera
como ese momento de iluminación que nos deja sin aliento:
¿No sería esto lo que ordena la escritura: Entra en gozo de tu señor?
Agustín, Confesiones IX, 10