Imagina, dice San Agustín, “si toda la agitación del cuerpo se
aquietara, junto a nuestros agitados pensamientos sobre la tierra, el mar y el
aire”. Esta es una vivida descripción de la densidad del tránsito en nuestra
mente y cuerpo, entre los cuales existe una íntima y vital conexión.
Con sus intrincadas redes de transporte y comunicación, podemos
comparar al cuerpo con un estado. Tiene sus arterias más importantes o
autopistas, sus vasos sanguíneos que semejan rutas interprovinciales y sus
capilares que son los caminos rurales. En su conjunto, cada ser humano posee
ocho mil kilómetros de rutas en sus sistema cardiovascular que son
permanentemente transitadas. Las mercaderías son transportadas a las
comunidades de tejidos locales en un flujo incesante, mientras que los desperdicios
son llevados de vuelta en los camiones vacíos.
Nuestro sistema nervioso, nuestra red de comunicación, es todavía más
elaborada. Debo aclarar que cuando menciono al sistema nerviosos, me refiero a
algo más que los tejidos enumerados en la Anatomía de Gray. El sistema nervioso
es esencialmente un proceso. El cerebro y el resto del sistema nervioso
anatómico son los componentes que permiten que este proceso funcione en el
organismo – en idioma de computación, el hardware -. Pero el software, los procesos
que determinan de qué manera se utiliza el hardware es la mente. Estos no son
dos sistemas separados, sino dos aspectos de uno mismo; la manera en que el
sistema nervioso reacciona ante el mundo refleja los procesos de nuestra mente.
En este sentido podemos considerar al sistema nervioso como una gran
autopista del tipo de la U.S. 101, que recorre toda la costa Oeste de los
Estados Unidos. La autopista 101 es una arteria muy transitada; en algunos
tramos tiene varios carriles en ambas direcciones, divididos por una isla con
elaborados canteros. En lugar de rápidos automóviles, sin embargo, imaginemos
destellantes pensamientos e impulsos emocionales. De hecho, nuestra autopista
interior es mucho más transitada que la 101. En el sistema nervioso siempre son
las 5 de la tarde de un viernes; cada instante es la hora pico.
Cada vez que me desplazo por la 101 y diviso las exclusivas mansiones
en las colinas sobre este vórtice de aceleración y estrépito, me pregunto:
“¿Quién querría vivir allí?”. ¿Quién desearía estar en la cama a medianoche
escuchando el rugido de los camiones, el barullo de los automóviles? Sin embargo, apenas notamos cuando la mente
se encuentra en este estado, a pesar de que el resultado es estrés durante el
día y, con frecuencia, también en la noche.
Cuando manejamos a altas velocidades, se supone que debemos conservar
una distancia respetable entre nuestro vehículo y el paragolpes del de
adelante. En el sistema nervioso no se respeta mucho ese tipo de reglas. El
tránsito del pensamiento es frenético, casi por definición. Sin embargo, si
cada pensamiento pudiera mantener una cierta distancia del siguiente, nuestro
tránsito mental sería mucho más fácil de controlar. Eso es lo que significa
apaciguar la mente. Cuando uno mira de
arriba, desde su mansión en la colina sobre la autopista de la mente, el
tránsito parece una línea continua y borrosa. Un arranque de ira, por ejemplo,
parece un suave y racional fluir del pensamiento. Este es el efecto que la
velocidad del pensamiento tiene sobre nuestra percepción de la mente. Si
logramos que el tránsito disminuya la velocidad, podremos analizar cada
pensamiento individualmente e incluso distinguiremos los adhesivos en las
lunetas traseras: “Si buscas diversión,
sígueme” o “Yo defiendo mi derecho a perder el control”. Observo adhesivos como
estos en los autos; los de los pensamientos no son más racionales.
A diferencia de las autopistas,
sin embargo, el tránsito del sistema nervioso, por lo general, se mueve en una
sola dirección. Hacia lo que nos gusta, alejándonos de lo que nos
disgusta. Durante millones de años el
sistema nervioso ha sido condicionado para sentirse atraído por lo que es bello
y rechazar lo que es desagradable. En este punto, la mente humana hace una