Site hosted by Angelfire.com: Build your free website today!

nuestros pensamientos activos...” Cualquier impulso propio que podamos tener puede ser expresado en términos de sonido. Un anhelo de papas fritas nos cuchuichea urgentemente, digamos, cinco decibeles; un deseo de un cóctel, diez decibeles. Voces irritadas de resentimientos alcanzan cincuenta decibeles y las exigencias del mismo ego ahogan todos los demás sonidos.  Tenemos innumerables compulsiones similares a ésta hablándonos continuamente y, cuanto más las atendamos, más fuerte gritarán. Llega a sumarse un barullo tremendo.

 

De hecho, pienso que la mente debe ser más ruidosa que la pista de un aeropuerto internacional.  Impulsos molestos están aterrizando en nuestros caminos sensoriales a toda hora, chillando por una claudicación de nuestras compuertas mentales. Los deseos están continuamente remontando vuelo con la esperanza de verse satisfechos. Colosales deseos en Concorde levantan vuelo rápidamente, rompiendo la barrera del sonido. Recuerdo una propaganda británica para el Concorde que volaba desde Nueva York a Londres. Decía: “Usted llegará a destino antes de despegar”. Esta clase de promesa debe haber sido escrita por el ego. Al hablarnos sobre la quietud de la mente, San Agustín está tratando de dejarnos entrar en uno de los secretos más cuidadosamente guardados de la existencia humana: si todos estos pensamientos que como aviones aterrizan y despegan constantemente pudieran tocar tierra por unos breves momentos, podríamos escuchar la música maravillosa que siempre está dentro de nosotros.

 

Un verano, hace ya varios años, un amigo me llevó en una excursión al Parque Nacional de Yosemite, que debe ser uno de los más espectaculares de este país. Al atardecer habían tantas radios prendidas, en campamentos y fogatas, que yo me preguntaba a mí mismo: ”¿Por qué tenemos que venir tan lejos para escuchar el mismo ruido conocido?”. Solamente cuando los radioescuchas se durmieron y se silenciaron las radios, pude escuchar la música de un minúsculo arroyo que corría a pocos metros de nuestro campamento. Había estado corriendo todo el tiempo, pero en medio del alboroto ni siquiera me había percatado de su existencia. Su sonido era tan glorioso en ese momento que hasta me parecía casi el arroyo cantaba: “Puedo ir o venir, pero el Señor por siempre continuará”.

 

En la medida de mi propia experiencia en meditación puedo asegurarle que el arroyo divino de la sabiduría está fluyendo en su corazón continuamente. Cuando su mente se aquieta, puede escuchar como corre alegremente a través de las profundidades de su conciencia. Si escucha este sonido con atención, concentrándose completamente, de algún lado viene un susurro suave de certeza infinita: “No eres una criatura finita, un fragmento separado que algún día desaparecerá. Eres infinita y completa, y nunca morirás”. No creo que haya seguridad mayor para un ser humano.

 

San Agustín describe en forma maravillosa su propio descenso, paso por paso, al fondo de la conciencia:

 

Así pasé por etapas desde cuerpos al alma que usa al cuerpo para sus percepciones, y desde allí al poder interior del alma, a quien los sentidos corporales presentan cosas externas; y de allí pasé al poder de la razón, a lo que referimos para ser juzgado lo que reciben los sentidos corporales. Comprendí asimismo que esto era mutable en mí y me elevé al propio entendimiento. Esto hizo que mis pensamientos se retiraran de su camino habitual, abstrayendo de la confusa multitud de fantasmas que pudiera encontrar qué luz lo cubría, cuando con absoluta certeza gritó fuerte que lo inmutable debía preferirse a lo mutable, y cómo había llegado al conocimiento de la misma mutabilidad.  Así mi mente llegó en un tembloroso vistazo a Aquello Que Es. Entonces vi claramente por cierto tus “cosas invisibles que son comprendidas por las cosas creadas”.


CONTINUA