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Sin embargo, el hecho es que no se trata sino de un destello de deleite, como él dice, un momento breve de sabiduría y paz extrema. No puede ser sostenido por largo tiempo. Se marchita. “De modo tal que vuelvo a mis viejos hábitos”, dice San Agustín, “llevando conmigo solamente un recuerdo de deleite y un deseo, como si por alguna cosa de la cual hubiera capturado la fragancia pero no hubiera tenido la fuerza de comerla”.

 

Aún después de haber tenido esta inefable experiencia, parece que años de arduo esfuerzo todavía se encuentran por delante antes de que se convierta en permanente el vislumbrar la divinidad. En las profundidades de la meditación puede experimentar la Oración de Quietud por unos breves instantes, por el espacio de un Ave María, como dice Santa Teresa. Pero el estadio al que uno debe apuntar, en el que el momento de felicidad continúa y continúa, es el de lograr esta quietud suprema en su corazón, con los ojos bien abiertos y sus sentidos alertas, en medio del alboroto de la existencia diaria.

 

El maestro Eckhart tiene una manera pintoresca, pero aún comprensible, de describir cómo el milagro de los milagros se operó en él: “Me hiciste todo de una pieza, mi muy querido Dios.  Dondequiera que corte a la persona consciente de Dios, dice, lo encontrará igual. Jugando o trabajando, con gente o solo, despierto o durmiendo, estará consciente de la unidad subyacente en la vida. Este es el verdadero significado de la elusiva frase “llevando a cabo la voluntad de Dios”. Significa, en efecto, que vive en la eterna felicidad.

 

La paz de la mente, en otras palabras, no es el fin en sí mismo. Es un medio, una fase en el crecimiento espiritual de uno, y hay mucho más por crecer. La Oración de Quietud es un gran puente que conduce de una vida incoordinada de actividad egoísta a una nueva vida unificada de acción desinteresada. Mediante este puente dejamos atrás nuestro viejo mundo, nuestros viejos hábitos de pensamiento, a fin de ir a mundos más grandes y amplios de trabajo amoroso. El secreto que se desprende de estos relatos es delineado por el propio San Agustín en una maravillosa y práctica plegaria:

 

Tu ordenabas fidelidad. Y cuando yo supe, como se dice, que nadie puede ser fiel amenos que Dios se lo haya otorgado, y aun eso era una cuestión de sabiduría: saber de quién era el don. Ya que por la fidelidad nos reunimos con nosotros mismos y nos enfrascamos en una unidad dentro de nosotros, considerando que hemos sido esparcidos en la multiplicidad. Demasiado poco te ama aquel que ama otra cosa conjuntamente Contigo: amándolo a causa de Ti. ¡Oh, Tu Amor, que está siempre ardiendo y nunca se extingue!. ¡Oh, caridad, mi Dios, Enciéndeme!. Tú ordenas fidelidad: otorgas lo que ordenas y luego ordenas lo que deseas.

 

Esta última frase es la famosa oración que espantó a los eclesiásticos de la época de San Agustín. Lo que está diciendo es revolucionario. Que la verdadera fidelidad a la voluntad de Dios solamente puede llegar proveniente de alguna experiencia personal – en la forma de un don – de su poder sin igual, que puede llegar solamente si hemos reducido nuestra propia voluntad casi a cero.

 

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