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Aún la gente común como usted o como yo se puede dedicar al más elevado de los esfuerzos; y cuando así lo hacemos honestamente, nuestro cuerpo comienza a arder de salud, nuestra mente se vuelve cada vez más segura, nuestro intelecto está más lúcido, nuestra voluntad inquebrantable, y nuestra vida se convierte en un don para todos los que la miren con un corazón abierto. Estos son los beneficios de tomarse la búsqueda espiritual en serio: uno, dos, tres, cuatro y cinco.


 

 

... dejando atrás todas las otras visiones y sonidos menos esta visión que nos fascina y absorbe y mantiene en el gozo a quien la posee...

 

Voy ahora a tratar el más valioso – y probablemente el más incomprendido – de los tesoros que tenemos: el deseo. El deseo es la nafta que se nos ha concedido para este viaje largo, arduo en las profundidades de la conciencia. Lo que hace más larga o ardua esta travesía, frecuentemente, es nuestra tendencia a malgastar el deseo, en una interminable ronda de persecuciones que no nos conduce a ninguna parte.

 

Spinoza precisaba sucintamente que los deseos no son decisiones. Tenemos muy poca elección en ellos. Sin embargo, el deseo es un poder en bruto, de una magnitud por lo menos similar a la de la energía nuclear. Es de nuestra absoluta incumbencia el trabajar para ordenar este poder dentro de nosotros, de tal modo de decidir lo que hacemos en libertad.

 

Una vez que vemos el deseo tal cual es, suficientemente interesados, el hacer algo solamente por un motivo personal no será más de nuestro agrado. Hacer cosas con el deseo de ayudar a otros, por otra parte, nos proporcionará un placer enorme. Al entender esto, la alineación toda de nuestros deseos se transforma.

 

¿Recuerda a San Agustín que dice: “por la fe nos reunimos con nosotros mismos y nos enfrascamos en una unidad dentro nuestro, considerando que hemos sido esparcidos en la multiplicidad?”. Es este cambio básico en al actitud con respeto al deseo, más que ninguna otra cosa, lo que abre el vasto tesoro interior. Por un proceso natural, nuestra capacidad de deseo crece realmente con nuestra capacidad de hacer que nuestras acciones constituyan un presente para los demás. Los deseos sensoriales son, por ejemplo, nada más que satisfacciones minúsculas. Solamente cuando no tenemos otro marco de referencia que nosotros mismos es que creemos que nos traen la promesa de un gran placer. Cuando ampliamos nuestro horizonte para encerrar una gran amplitud de vida, podemos evaluar estos placeres más astutamente. Algunos de los grandes místicos experimentaron con sus sentidos, al comienzo, en forma más bien espontánea. Cuando llegaron a un estado de ilimitada compasión y preocupación por los demás, admitieron: “Esos eran solamente centavitos, ¡Ahora estoy en posesión de una riqueza más allá de mis sueños más delirantes!”

 

La gente, naturalmente quiere saber “¿Qué pasa con los placeres de los sentidos, entonces?” “¿Debemos tratar de convertirnos en ascetas?” “¿Por qué no lo veo más jugando en el arenero?” pregunto a guisa de respuesta.

 

“¿El arenero?” se preguntan asombrados. “El arenero es para los niños”. ¡Figúrese a hombres y mujeres ya crecidos entrando en un arenero y jugando alegremente juntos, por horas, con palitas de juguete y baldecitos!. Esto debe ser semejante al cuadro que estos místicos deben tener al vernos tirar nuestra energía en persecuciones tan limitadas como los placeres sensoriales, que se escapan de nuestros dedos como arena. Con su perspectiva más amplia, pueden ver lejos, al final del camino y ver que el único posible resultado de esta clase de juego es una frustración creciente.

 

Cada ser humano tiene una gran reserva de deseo; todos la tenemos en abundancia.  Comparados con esta reserva infinita, los sentidos tienen una capacidad ridículamente limitada de satisfacer nuestro enorme apetito de conocimiento y amor. Usted recuerda la pregunta de San Agustín: “¿Por qué los hombres no son felices?. Porque están preocupados mucho más por cosas que tienen más poder de hacerlos infelices que por la verdad, que sí puede hacerlos felices, dado que ellos la recuerdan en forma tan leve”. Es la existencia de esta verdad lo que necesitamos recordar tan a menudo como sea posible. Cuando escucho que los adultos, que deberían saber un poco más, se quejan: “Quiero todos los placeres de los sentidos con los que me sentí feliz cuando era adolescente”, me gustaría enfrentarlos con el ejemplo de una joven amiga, Jessica.  No hacía mucho que la había visto jugando con muñecas. Tengo entendido que, en la actualidad, hay muñecas, que si se les aprieta un botón, realmente tienen fiebre. ¡Perfectas para jugar al doctor!. Pero Jess pasó de las muñecas a las personas. Trabajó mucho para convertirse en una enfermera capacitada, y ahora está ayudando y confortando a pacientes reales. De la misma manera, ahora que hemos crecido, nuestra felicidad debería consistir en ayudar a otros. Una vez que le tomamos el gusto a esta alegría, no sentimos más la necesidad de jugar a ser chicos nuevamente.

 

 

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