Cuando uso la
palabra amor con relación a esto, lo hago a propósito; el sentido popular de
esta palabra tiende a ser superficial. La uso en el sentido espiritual más
profundo, donde amar es conocer, amar es actuar. Si ama realmente, desde las
profundidades de la conciencia, ese amor le dará una sabiduría natural. San
Agustín describe bellamente: “Cuando lo que se conoce, aunque sea pequeño, se
ama, esta verdadera capacidad de amor lo mejora y lo hace más plenamente
conocido”. Con esta capacidad se pueden percibir claramente e intuitivamente
las necesidades de los otros, con desprendimiento de cualquier deseo personal:
y saber cómo actuar creativamente para paliar esas necesidades, venciendo
diestramente cualquier obstáculo que se interponga en el camino. Ese es el
poder inmenso y conducente del amor.
Grandes
místicos como San Agustín y Santa Teresa se adentran por este camino inexorable
un paso más allá. Si realmente amas, ¿cómo puedes actuar egoístamente?. Se
preguntan. Les parece imposible malgastar un día, hasta una hora, que podría
ser usada en ayudar a otros. Para gigantes espirituales como ellos, en otras
palabras: Amar es actuar.
Los místicos
recurren al lenguaje del amor frecuentemente. Saben que el Señor es la
verdadera realización de nuestra más profunda necesidad de amar. Esta es una
certeza impresa con su experiencia personal, y a veces me conmueve que estén
tan ansiosos por compartir este secreto crucial con nosotros. San Agustín se
dirige al Señor con pasión directa en las Confesiones, llamándolo: “Dios de mi
corazón”, “Dios, mi dulzura” y “¡Oh, mi última alegría!. Dios se ha convertido
en el foco adonde él dirige su amor, magnificando su intensidad
inconmensurablemente. El nos cuenta “Esto es felicidad, estar lleno de gozo en
Ti y a causa Tuya: esto y no otra cosa”.
Luego da un
diagnóstico devastador de nuestra falencias en el amor:
... Sin embargo, la
razón sea, quizá, que lo que ellos no pueden hacer no desean hacerlo con la
intensidad suficiente como para permitirles ser capaces de hacerlo.
Cada uno de
nosotros desea la alegría permanente. Lo deseamos más que ninguna otra cosa. Sin embargo, sólo podemos encontrar la
alegría perdurable, según nos dice San Agustín, al amar con todo nuestra
voluntad. Todo nuestro tiempo y toda nuestra energía deben estar concentrados
en este esfuerzo de amar. Una persona como San Agustín, finalmente, se llena de
este deseo elevador hasta explotar, de modo tal de verse libre de la necesidad
de tratar constantemente de satisfacer cientos de deseos más pequeños. Cada
célula de su ser se llena con este amor “que transporta y sujeta al poseedor en
la alegría”.
“El amor desea
estar volando” exclama exuberante Tomás de Kempis en su Imitación de Cristo, “y
no se mantendrá atrás por cualquier cosa mezquina y baja... El que ama, vuela,
corre y se regocija, es libre, y no puede ser aprisionado”. San Agustín a su
vez, trata de acercarnos a esta gran alegría, aunque más no sea en forma vaga,
comparándola con placeres más egoístas:
¿Pero qué es lo que amo,
cuando te amo?. No la belleza corporal, no el ordenamiento de las estaciones,
no el brillo de la luz que regocija la vista, no las dulces melodías de todas
las canciones, no la dulce fragancia de las flores, ungüentos y especias, no el
maná ni la miel, ni los miembros que abraza el amor carnal. Ninguna de todas estas cosas amo al amar a
Dios.
Pero, en algún sentido,
sí que amo la luz, la melodía y la fragancia y la comida y el abrazo cuando amo
a Dios: la luz y la voz y la fragancia y la comida y el abrazo en el alma,
cuando esa luz ilumina mi alma, que ningún lugar puede contener, aquellos
sonidos de voces que el tiempo no puede alejar de mí, inspiro aquella fragancia
que ningún viento esparce, como la comida que no merma al comerse, y permanezco
en el abrazo que la saciedad nunca separa.
Esto es lo que amo cuando amo a mi Señor.
Es la
ejercitación lo que ayuda a hacer crecer este gran amor dentro de nosotros. Es
cediendo al enojo y celos y resentimientos que lo retienen, con su pesada carga
de tumultos y conflictos, y lo mantienen en el piso. La mayoría de los consejos
que nos dan los místicos tienden a promover una cosa: la ejercitación de
nuestro amor. Si no entendemos este propósito, su consejo nos puede sonar como
perogrulladas – o pero aún, casi demencial.
Si alguna vez
hubo un maniático espiritual, fue Jesucristo. “Bendice a quien te maldice. Haz el
bien a quienes te odian y maliciosamente te usan”. La gente debe hacer corrido
de vuelta a Jerusalén gritando: ”¡Hay un loco suelto en la cima de una montaña, que nos dice que amemos a
nuestros enemigos!”. Realmente la actitud que Jesús quiere que nosotros
practiquemos es la siguiente: “¡Señor, manténme flotando en el empírico amor
por Ti, de modo tal que ni pueda recordar mi afán de chocar contra otros con mi
propia voluntad. Cuando comience a sumergirme bajo mi propio peso, ten la
piedad de darme uno o dos enemigos con quienes practicar mi amor!”. Esta es la clase de emprendimiento en que
prospera el amor.