El hombre o
mujer iluminado ve la divinidad en cada uno: el Señor mismo se disfraza de
cuatro mil millones de seres humanos. Si me preguntan ¡¿Cuánta gente hay en
este país?, mi respuesta sincera sería “Una”. En la puerta de la aduana del
Aeropuerto de San Francisco, yo pondría una leyenda: ESTADOS UNIDOS DE AMERICA.
POBLACION: UNO. Hay doscientos millones de cuerpos en este país doscientos
millones de trajes, si a usted le parece, doscientos millones de vehículos. Sin
embargo, hay un solo conductor, uno solo que lo lleva, uno Mismo.
Esta visión
universal de San Agustín la describe poéticamente como la más elevada de las
armonías:
Dios es el inalterable
conductor así como el inalterable Creador de todas las cosas que cambian.
Cuando suma, suprime, reduce, incrementa o disminuye los ritos de una época,
está ordenando todos los acontecimientos de acuerdo con Su Providencia, hasta que la belleza del curso del tiempo
completo, cuyas partes son las adecuadas dispensas para cada período difieren,
hayan sido ejecutadas como la gran melodía de algún inefable compositor.
Esta visión está dentro del alcance de cada ser humano. Vivir en alegría
permanente y en el amor inagotable, servir a cada uno con lo mejor de nuestras
posibilidades, llamar al mundo entero nuestra familia: éste es el destino
magnífico para el cual el ser humano ha sido creado. Cuando a los místicos se
les pregunta, así como yo he sido consultado tantas veces: “¿Cuál es el camino
por el cual podemos alcanzar este destino, solicitar esta herencia, crecer para
tener nuestra cabeza coronada con las estrellas?”. La respuesta es simple:
“Unifique sus deseos”.
El premio, se
lo puedo asegurar, vale por todo lo que podamos dar, cada sacrificio que
podamos hacer. Alcanzar a entrever esta gloria hará que cada dificultad parezca
pequeña por comparación. Debemos esforzarnos en unificar todas nuestras
pequeñas corrientes personales de deseo que nos motivan hasta que el deseo
perdurable del amor surja dentro nuestro como un río poderoso, cuya única
salida, su única saciedad sea el mar de amor que llamamos el Señor.
En la Imitación de Cristo, Tomás de Kempis expresa este anhelo en una oración
apasionada:
Si tú me agrandas en el
amor, de forma tal que con la parte interior del paladar de mi corazón pueda
probar cuán dulce es amar, y ser disuelto, y como si me pudiera bañar en tu
amor. Déjame ser poseído por el amor, montado arriba de mí mismo a través de
excesivo fervor y admiración. Déjame
cantar la canción del amor, déjame seguirte, mi Amado, a las alturas; deja a mi
alma gastarse en la alabanza, regocijándose a través del amor. Deja amarte más
que a mí mismo, no amarme sino por ti: y en ti todo este amor verdadero, como
lo manda la ley del amor, brillando desde ti mismo.
Hay una forma
pintoresca de retratar este extraño predicamento en el cual nos encontramos los
humanos. Imagínense por un momento al Señor parado en la profunda bóveda de
nuestro corazón, esperándonos, con toda la alegría, toda la plenitud que
podamos jamás desear, llamándonos una y otra vez: “¡Ven y tómalo todo!”. En nuestra sordera congénita, pensamos que
el llamado debe venir de afuera. Escuchamos ecos resonando por todos lados. Al
buscarlos uno por uno, estamos cada vez más confundidos al no encontrar de
dónde surge la voz. Quedamente nos llama – en la forma de anhelos incumplidos.
En la forma
más práctica, el hecho de que el Señor sea verdaderamente nuestro más profundo,
nuestro íntimo Yo, significa que no debemos nunca abandonarnos, nunca abandonar
a alguien sobre la tierra. Nadie está perdido. El Señor no nos va a dejar
verdaderamente, sin Él no hay vida.
Aunque debamos ser arrastrados a casa, cada llamado del alma va a ser
unificado con Él algún día. Este final: regreso al hogar lleno de alegría, esta
reunión, la tenemos más cerca cada día que nos esforzamos en hacer de nuestra
vida la clase de don que es valioso para Él, a quien le pertenece el don de
nuestra vida.