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persona, lo que consume su vitalidad y en ocasiones incluso socava la voluntad de sobrevivir, no es el hecho de estar desempleado, sino la mente que se ve arrastrada hacia la depresión.

 

Esta distinción es sutil aunque muy importante. En la medida de lo posible, es bueno evitar las fuentes externas de estrés como el aire contaminado por la polución, la proximidad de un agitado aeropuerto o vivir en el paso de una ruta aérea. Debemos darnos cuenta de que muchas otras cosas en nuestra vida que consideramos estresantes – como nuestro trabajo, donde los desafíos y los cambios nos enfrentan cada día  - tal vez no sean realmente estresantes en sí mismos. Con frecuencia el estrés proviene de nuestra reacción. Es, por lo tanto, un gran error, pensar en “manejar” el estrés cambiando de trabajo o evitando cualquiera de los desafíos legítimos de la vida. De hecho, El Dr. Seyle enfatiza que vivimos en un mundo lleno de situaciones estresantes, y escapar del estrés es huir de la vida. Si cambiamos nuestra respuesta mental, podemos aprender a manejar el estrés; no meramente a sobrevivir, sino a florecer con él.

 

Mahatma Ghandi es un ejemplo perfecto. Cuando fui a verlo por primera vez, en su centro de meditación y oración en la región central de la India, yo tenía veinte años y acababa de terminar la universidad. Llegaba gente de todas partes del mundo a ver a Ghandi por entonces, porque el movimiento de la independencia de la India estaba en boga y era la noticia internacional del momento. La mayoría de ellos habían llegado a ver a Ghandi como figura política, al hombre que estaba liberando a una nación sin disparar un solo tiro. Yo quería ver a Ghandi, el hombre.

 

Cuando llegué al lugar, me dijeron que Ghandi había estado en negociaciones de alto nivel todo el día con líderes políticos indios y británicos. Las tensiones eran muy fuertes en ambas partes en esos años. Gran Bretaña, en el umbral de la Gran Depresión, estaba perdiendo el control de la India, la joya de su imperio y su mayor fuente de ingresos; del lado indio los líderes tironeaban en distintas direcciones en temas fundamentales, cada uno tratando de arrastrar a Ghandi hacia su lado. Ghandi tenía por entonces sesenta y tantos; en los últimos dos o tres años, la prisión y un terrible “Ayuno hasta la muerte” habían infligido serias consecuencias en su salud. Yo sabía que su agenda diaria le exigía despertarse antes del amanecer, mantenerse ocupado todo el día y, con frecuencia, no llegar a la cama hasta la medianoche o más tarde aún. Teniendo todo esto presente frente a la puerta de su cabaña, esperé verlo salir agotado, con las preocupaciones de una nación empañando su mirada y sus hombros vencidos por el agobio.

 

En lugar de eso, la puerta se abrió de repente y emergió Ghandi con su famosa sonrisa desdentada, sus ojos brillantes y llenos de amor, tan relajado como si no hubiera estado haciendo nada más comprometido que jugar al bingo. Seguramente acababa de decir una broma, porque los hombres y mujeres que salían con él, esos austeros políticos y estadistas, reían como niños; de algún modo también se había aligerado su carga. El estrés de ese día no lo había tocado en absoluto. Se alejó para su caminata vespertina con el paso ligero y ágil de un adolescente, haciéndonos señas a los visitantes para que nos uniéramos. Recuerdo que casi tuve que correr para poder seguirle el paso. Muchos años más tarde, unos amigos que trabajaron cerca de Ghandi me contaron que a los sesenta él tenía más energía que la mayoría de nosotros en nuestra plenitud. Lograba trabajar sin tensión, aún en medio de las pruebas y las preocupaciones.

 

Hoy, la gente observa el ejemplo de Ghandi y se maravilla: “¡Qué hombre extraordinario!”. El propio Ghandi diría exactamente lo contrario: “¡Oh, no. Un hombre muy común!”. Para mí esa es su grandeza, su verdadera estatura. Si él hubiera sido un prodigio espiritual desde su nacimiento, capaz de manejar el estrés sin ningún esfuerzo como esos niños que se presentaban en la televisión que podían calcular complicadas raíces cuadradas mentalmente, ¿qué esperanza podría él  ofrecer a personas insignificantes como nosotros?. Es precisamente porque él comenzó su vida como una figura común que su ejemplo constituye una promesa ilimitada. “No tengo la más mínima duda”, asegura él, “de que todo hombre o mujer puede lograr lo mismo que yo si hace el mismo esfuerzo y cultiva la misma esperanza y la misma fe”.

 

 


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