Recuerdo una clásica ejemplificación de cómo funciona la mente al
respecto. Una mujer que pasaba el fin de semana en un famoso hotel de New York
estuvo en la noche desvelada por alguien que aporreaba el piano en la suite
contigua. A la mañana siguiente, cansada e irritada más allá de lo imaginable,
se precipitó a la gerencia y encaró al gerente: “¿Cómo puede permitir que
suceda semejante cosa? ¡Lo hago directo responsable!”.
“Pero señora”, le respondió el gerente con suavidad, “esa suite está
ocupada por el gran Paderewski. Debe haber estado practicando para su concierto
de mañana en el Carnegie Hall. La gente pagará una fortuna para escucharlo
tocar un par de horas y aquí usted ha podido escucharlo toda la noche”.
“Paderewski!.
En ese caso, por favor, déjeme conservar esa habitación después de todo”. Y la
misma mujer que había pasado la noche anterior inquieta y exasperada, dando
vueltas en la cama de frustración, se
sentó la noche siguiente con su oreja pegada a la pared, para escuchar con
devoción.
El mismo acontecimiento que desencadena ansiedad en una persona puede
ser desechado por una segunda, e incluso incentivar una profunda respuesta
plena de recursos en una tercera.
Nuevamente Ghandi puede servir de ejemplo. Cuando llegó a Sudáfrica, a
los veintitrés años, era un completo fracaso: de hecho su único motivo para
estar en Sudáfrica era que no había podido iniciarse en la India. Había
abandonado su hogar con el ánimo por el suelo. Y virtualmente, su primera
experiencia en Sudáfrica es ser echado de un tren por tratarse de una persona de
color y viajar en un vagón de primera clase. Miles de indios deben haber
sufrido este tipo de humillación. La
mayoría supongo, deben haber reaccionado con enojo, miedo, luego resignación,
para alejarse finalmente llevando una profunda herida en su autoestima. La
reacción de Ghandi lo internó dentro de las profundidades de su ser, donde tomó
una decisión que tardó décadas en dar fruto:
nunca someterse a la injusticia y nunca usar medios injustos para ganar
una causa. Podría haber sido una de las situaciones más estresantes de su vida.
En cambio, como más tarde le dijo al misionero americano Jhon Mott, fue la “más
creativa”.
Cuando nos sentimos amenazados por alguien, con frecuencia la causa de
nuestra ansiedad no es esa persona en absoluto; la causa es nuestra percepción
de ella. Nuestro rechazo nos provoca el estrés. Lentamente, somos capaces de
aprender a cambiar nuestra percepción de los demás, independientemente de la
forma en que actúen, y, por lo tanto, liberándonos de ese tipo de estrés. Esta es la batalla más larga y prolongada
que enfrentaremos en toda la vida. De hecho, a la larga, nadie puede escapar de
esta batalla. Cada uno de nosotros debe algún día pelearla en su interior,
contra su propio juicio egoísta y violento de los demás. La ansiedad no es más
que un sistema de alarma, nos advierte que algo destructivo está funcionando en
el interior y que nosotros mismos somos sus víctimas.
A través de la meditación y de la práctica entusiasta de disciplinas
afines, como desacelerar y mantener la mente en un único objetivo a lo largo
del día, podemos aprender a hacer algo que parece imposible: cuando los
pensamientos se agolpan, como los autos en la autopista, paragolpe con
paragolpe, podemos filtrarnos por entre el fluir del tránsito mental, separar
pensamientos que se han atascado entre sí y lentamente presionar hasta que
logremos introducirnos entre los dos.
Parece algo increíblemente temerario – el tipo de riesgo por el cual los
dobles ganan sumas de cuatro dígitos en el cine -. Sin embargo, la mayoría de
nosotros subestima su propia fuerza.
Somos capaces de aprender a pararnos frente a avasallantes impulsos
emocionales como la ira y, poco a poco, centímetro a centímetro, duramente
ganado, empezar a separarlos. Esto requiere mucho músculo sólido en la forma de
fuerza de voluntad; pero, al igual que los músculos, podemos desarrollar fuerza
de voluntad con la provechosa y pasada de moda ejercitación.
Mientras aprendemos a hacerlo,
encontraremos, con inmensa sorpresa, que no existe la más mínima conexión entre
la provocación de otra persona y la respuesta nuestra. Parecía existir una