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Aprender a amar de esta forma es la más difícil, la más exigente y la más maravillosa de las disciplinas, y también el reto más grande. No significa amar solamente a dos o tres miembros de su familia, eso puede llegar a ser una especia de anexo del ego.

 

No significa amar solamente a aquellos que comparten sus puntos de vista, leen el mismo diario o practican los mismos deportes. 

 

Amar, como lo expresa Jesús, significa bendecir a los que nos maldicen, hacer el bien a los que nos odian; ésa es la verdadera medida del amor.

 

Por supuesto que tales palabras describen a los grandes amantes de Dios. Pero pequeñas personas como nosotros podemos aprender a amar de ese modo también. La primera condición es simple: debemos desear amar. El deseo es el fundamento de todo aprendizaje. Al estilo de su Maestro, Pablo está preguntando: ¿Deseas amar, no sólo a los que te agradan, sino hasta los que te desagradan, aquellos cuya sola visión te hace correr en dirección opuesta?”. A todos, creo, nos gustaría contestar afirmativamente. Todos nosotros realmente queremos amar. Nadie quiere ser hostil, iracundo o temerosos y todos estos estados se originan en una falta de amor. Sin embargo, no sabemos cómo amar; y tal vez ni siquiera sepamos que se puede aprender a amar.

 

Sobre este punto la Madre Teresa nos ha dado una clave práctica. El amor universal, señala ella, se aprende en el hogar. La familia es nuestra escuela primaria de amor, porque es dentro del círculo de la familia donde nos vemos con mayor facilidad como partes de un todo más grande.  Cuando los sociólogos dicen que los días de la familia están contados, es como decir que los días de nuestro amor están contados. Amar es vivir, y no amar es no tener nada por qué vivir.

 

Una vez que deseamos esto intensamente, comenzamos a aprende el amor. La mayoría de nosotros no empieza bendiciendo a los que nos maldicen. Eso llega cuando nos graduamos.  Comenzamos en primer grado siendo agradables con las personas de la familia cuando se ofenden. Eventualmente llega la secundaria, cuando aprendemos a acercarnos a aquellos que están tratando de alejarse de nosotros. La universidad es cuando devolvemos bien por mal. Entonces ya no estamos manejando con destreza simplemente las palabras y la conducta, estamos, en realidad, transformando nuestra forma de pensar. Y finalmente nos graduamos: “Devuelve amor a cambio de odio”. Allí es cuando aprendemos a dar nuestro amor a todo el mundo, a personas de diferentes razas, diferentes nacionalidades, diferentes religiones, diferentes opiniones, diferente extracción social, sin ningún tipo de distinción o diferencia.

 

Debo decir que Pablo realmente da justo en el calvo. Sus palabras son asombrosamente contemporáneas. “Puedo tener toda la sabiduría del mundo”, dice, “puedo hablar catorce idiomas, incluyendo uno o dos que son hablados sólo por los ángeles. Puedo haber cruzado el Atlántico en una canoa con un gato por única compañía. ¿Qué importancia tiene? Si no he aprendido a  amar, no soy nada”.

 

Aquí tenemos una auténtica escala para medir el valor de nuestras vidas, los valores de nuestro tiempo. Pablo nos está preguntando “¿Cuánto vales?” Si le respondemos altaneros: “Oh, cerca de quinientos mil dólares”, no se le moverá una pestaña. “No te estoy preguntando por tu cuenta bancaria”, dirá, “te estoy preguntando por lo que tú vales”.

 

“Bueno”, nos decimos a nosotros mismos, “después de todo este Pablo viene de Asia Menor.  Probablemente no entiende nuestros giros idiomáticos, o tal vez se trate de algún juego de palabras en griego”. Pero Pablo está siendo literal. Estamos condicionados a considerar al valor en términos de dinero; rara vez se nos ocurre que “¿Cuánto vales?” no tiene nada que ver con el dinero.

 

 

 

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