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Hace unos años, al leer a Santa Teresa de Avila, me enamoré tanto de ella que pedí en la biblioteca un casette de un curso de español y traté de aprender unas pocas palabras, mayormente para descubrir cómo deberían haber sonado los pequeños poemas de Teresa. Desafortunadamente, los que produjeron el curso no habían tenido el mismo objetivo en mente, ya que el diálogo decía: ¿Serías tan amable de presentarme a tu prima? Y “No tengo ni cigarros ni cigarrillos”.  (Tuve ganas de decir: ¡Basta!”)  Pero mi amor por Santa Teresa era tan grande que, a pesar de las dificultades, me las arreglé para aprender lo suficiente como para seguirla cuando sale con uno de esos maravillosamente simples versos suyos. Hay una frase que siempre recuerdo:  “La paciencia todo lo alcanza”; la paciencia logra su objetivo.

 

Debo confesar que no tuve tiempo de conversar con el grabador sobre cigarrillos y cigarros, y devolví el casete a la biblioteca. Pero si hubiera  perseverado hasta el final de la lección 52, estoy seguro de que estaría leyendo el Castillo Interior en castellano y recitando versos de Juan de la Cruz con un buen acento castizo. Ese es el propósito de ese tipo de cursos: uno estudia la Lección 1, luego la 2 y cincuenta y dos  lecciones más tarde usted hablará castellano. Por supuesto estos métodos no son perfectos. Recuerdo un chiste que mostraba a una pareja en un restaurante europeo mirando azorados una gran bandeja sobre la mesa frente a ellos, en la que había una máquina de coser cubierta de tallarines. La mujer decía: “¡Te dije que no intentaras ordenar la comida en italiano!”. La auto ayuda tiene sus riesgos, pero si usted se aplica con diligencia a sus lecciones y continúa esforzándose, alcanzará su objetivo.

 

Lo mismo sucede con la paciencia. Si alguien le resulta irritante, no evite a esa persona: se estaría perdiendo una invalorable oportunidad educativa. Estar entre la gente es una parte esencial del curso. La mayoría de nosotros cuando ve que alguien exasperante se acerca a nuestra puerta, siente deseos de esconderse en un armario,  taparse con un abrigo y gritar: “No hay nadie en casa!”. Si realmente quieren aprender a ser pacientes, en cambio, dirán “¡Grandioso! Esta es la Lección 10 del curso.”. Y abrirán la puerta con una sonrisa.

 

En Blue Mountain mi esposa y yo teníamos una buena amiga que había llegado desde Inglaterra como misionera, y luego se había unido a Mahatma Ghandi. Una de las frecuentes visitas de esta señora era una conocida de tan mal carácter que su sola vista bastaba para elevar la presión de nuestra amiga. Un día me preguntó: “¿Qué puedo hacer? ¿Debo esconderme cuando la veo venir y no contestar cuando llame a la puerta?”.

 

“No, no,” le dije, “Simplemente repita el Santo Nombre – Jesús, Jesús, Jesús”.

 

Después de una semana volvió a buscarme. “No hay caso” me dijo. “En cuanto escucho su forma de tocar a la puerta, mi mente se agita antes de que pueda siquiera pensar en Jesús”.

 

Se me ocurrió una idea: “Imagina que es una carrera”, le sugerí. “En el momento en que la veas entrar por la verja, comienza a pronunciar el nombre de Jesús. Ve si puedes hacerlo penetrar en tu conciencia antes de que ella llegue a la puerta”.

 

Nuestra amiga se emperró en esa actitud con la británica tozudez de un bulldog. Nunca le pregunté qué tal le iba en su batalla, pero un día me sentí muy feliz de escuchar la noticia: “Ah, a propósito, ¿Te acuerdas de mi amiga, Fulana de tal? Ya no me siento tan agitada cuando está por allí. Cuando la veo aproximarse, el Santo Nombre pasa como un rayo por su lado y llega primero a la puerta”.

 

Esta es una de las formas más simples de aprender a ser paciente. Cuando la irritación exige y clama por una respuesta inmediata, el santo nombre le pone un freno, dándole a la mente unos pocos y preciosos minutos para prepararse, de manera que logre refrenar las palabras duras. En otros términos, el Santo Nombre nos da la oportunidad de reaccionar ante los hechos de la manera que nosotros mismos elegimos.

 

CONTINUA