Teresa era osada. Allí, donde todo el mundo se escapaba, ella comenzó a
salirse de su camino para toparse deliberadamente con la persona que le ponía
los pelos de punta. Le hablaba con amabilidad, a veces le llevaba flores, le
regalaba su mejor sonrisa y en general “hacía por ella todo lo que normalmente
hubiera hecho por alguien a quién amara muchísimo”. A causa de tales
demostraciones de amor que recibía, la mujer comenzó a sentirse segura y a
responder. Un día en una de las escenas más memorables de la autobiografía de
Teresa, la monja en cuestión se le presenta y le pregunta: Dígame, hermana,
¿qué es lo que le resulta tan atrayente de mi persona?. Tiene usted tanto amor
en su sonrisa cuando me ve, y sus ojos brillan de felicidad”. La imagen que
esta infortunada tenía de sí misma había cambiado; por primera vez en su vida,
tal vez, había empezado a pensar “¡Debo ser una mujer adorable!”.
Ese es el poder curativo de la amabilidad, que no deberíamos olvidar
nunca, a pesar de que muy pocas veces tenemos oportunidad de observarlo.
“Oh!”, escribe Teresa, “¿Cómo podía yo decirle que era a Jesús quien yo
amaba en ella – Jesús que endulza hasta lo más amargo”.
En todo desacuerdo, diría - no sólo en el hogar sino incluso a nivel
internacional -, no son realmente diferencias ideológicas las que dividen a las
personas. Es falta de respeto, que yo llamaría falta de amor. La mayor parte de
los desacuerdos ni siquiera requieren un diálogo; basta con un equipo de
pancartas. Si Romeo quiere demostrarle algo a Julieta, puede tener elaborados
argumentos intelectuales para sustentar su caso, pero mientras su boca esté
pronunciando las palabras, su mano está blandiendo un enorme cartel que le pone
a Julieta en su cara: “Yo tengo razón”. Entonces Julieta saca uno de los suyos:
“¡Estás equivocado!”. Se pueden usar los mismos carteles para toda ocasión,
porque de eso se trata en la mayoría de las discusiones.
Lo que enfurece a las personas en una disputa no son tanto los hechos o
las opiniones, sino la arrogancia de estas pancartas. La amabilidad en este
caso consiste en una generosa admisión, no sólo de palabra sino de corazón, de
que hay algo de cierto en lo que el otro dice, así como hay algo de cierto en
lo que yo digo.
Si puedo escuchar al otro con respeto, es muy poco el tiempo que falta
para que el otro me escuche con respeto a mi. Una vez que esta actitud queda
establecida, la mayoría de las diferencias puede ser salvada. Quizá requiera
mucho trabajo, y arduo, pero el problema ya no es insoluble.
Cuando dos personas discuten, dan por sentado que son adversarios. Esa actitud es el verdadero problema entre ellos, no la diferencia de opinión. Creemos que en una disputa tiene que haber un lado legítimo y un lado equivocado, un vencedor y un vencido. Con esta actitud ambas partes pierden. El problema no queda solucionado, en el mejor de los casos simplemente se suspende. La dificultad se centra en el modo en que se marcan las divisiones: “Eres tú en contra de mí”. La cosa no es así; somos tú y yo contra el problema. Para resolver nuestras diferencias, tengo que empujar el problema hacia el otro lado y traerte a ti hacia mi lado, entonces podremos planear juntos cómo solucionar dicho problema. Después de todo, tenemos un objetivo en común: cómo resolver el problema a satisfacción de ambas partes.
“El amor no es celoso ni arrogante”. Existe un elemento común a estas
dos características. Nuestra idea usual es que, cuando el amor es intenso, los
celos tiene que infiltrarse. San Pablo nos está recordando que cuando el amor
está presente, los celos no pueden infiltrarse. De la misma manera, cuando los
celos están presentes, no hay lugar para el amor, estamos pensando en nosotros
mismos y todo se distorsiona. Vemos algún pequeño detalle – un comentario, una
mirada, un pañuelo en poder de otra persona – y comenzamos a cavilar,
inventamos toda clase de explicaciones fantasiosas, sumamos dos más dos y nos
da veintidós. Las personas celosas no ven lo que está allí; ven lo que los
celos ponen en ese lugar. Y entonces, trágicamente, comienzan a pensar y actuar
como si todo eso fuera verdad.