Alberto Ruy Sánchez

ESCRIBIR

EN LAS FRONTERAS

DEL CUERPO

Por un orientalismo horizontal

Primera parte

 

El pasado cultural que une a México con Marruecos, al ser ambos países nietos de la cultura arábigo andaluza, nos permite hablar de una frontera cultural que vale la pena explorar para romperla o disolverla. Los azares de la vida me pusieron en un lugar donde pude ver y tocar esa frontera Por ese azar he podido describirla y aventurarme en ella, algo que no se había hecho en la literatura mexicana. En esa fontera yo veo un puente cultural más amplio todos los que nos comunican con la cultura protestante anglosajona de los Estados Unidos. Llevo varios años explorando ese puente cultural arábigoandaluz. No hay exotismo en mi búsqueda; a menos que se considere exótico la búsqueda de algo inesperado que todos llevamos dentro. ¿No es vocación de la literatura explorar el territorio de lo indescriptible de otra manera? ¿No es la literatura por naturaleza exploradora de las fronteras, de los límites, de las posibilidades de la vida?

Me resulta completamente ajena y hasta ofensiva la idea de una literatura determinada absolutamente por un territorio geográfico o, peor aún, geopolítico. ¿Tiene fronteras la literatura? ¿No es parte de su naturaleza romper las fronteras de lo conocido para mostrarnos dimensiones de la vida que otros géneros no alcanzan a iluminar? ¿Cómo se forma la identidad de una literatura? ¿Es el pasado lo que cuenta o el presente? El pasado marca al presente pero a la vez es reinventado por el presente. Somos hijos de multiples pasados tanto como lo somos de nuestro propio tiempo. Y la literatura explora esta dinámica, no es pasiva receptora de aquello que la precede, es mirada aguda que se mueve en 180 grados.

¿La literatura mexicana está hecha sólo por los que tengan pasaporte mexicano o por los que vivan aquí? ¿Por qué no se considera literatura mexicana la de Alvaro Mutis o la de Augusto Monterroso que llevan viviendo en México más años que yo? ¿No merecerían ser a la vez literatura mexicana y colombiana en el caso de Mutis o mexicana y guatamalteca en el de Monterroso? ¿Por qué obligarlos a renunciar a una de sus identidades? Ambos han roto sus fronteras personales y ninguna sociedad tiene derecho a reclamarle a nadie que renuncie a las identidades que adquiere en la vida.

Algunos escritores defienden que es la lengua el verdadero territorio del escritor.Como si las lenguas no se pudieran multiplicar en una persona. ¿Por qué renunciar a vivir varias lenguas? La literatura, el arte, los hacen artistas individuales con historias peculiares. Individuos que luego podemos agrupar en generalizaciones, pero no es la generalización la que define esencialmente su creatividad, su diferencia. La lengua o la sociedad no son las que escriben la obra. El artista verdaderamente creativo produce una excepción, y el territorio, la identidad social, e incluso la lengua o la patria cultural de un artista no puede ser la determinante fundamental de su trabajo. La vida de cada escritor es un recorrido por fronteras que reconoce o desconoce. Muchas veces involuntariamente. Eso me lleva obligatoriamente a preguntarme sobre mis fronteras y sobre las fronteras en las que crece mi obra. Es la historia de cada escritor la que define con precisión sus territorios más allá del pasaporte o los pasaportes que tenga.

Soy un escritor mexicano nacido a mediados del siglo veinte en una ciudad que todavía aceptaba ser llamada "la región más transparente del aire". Casi 48 años después, el aire se hizo turbio porque la ciudad se convirtió en siete u ocho ciudades obsesionadas en vivir como si fueran una sola ciudad. Tenemos los problemas de ocho ciudades bajo una sola cuenta de problemas. En el valle de México y sus alrededores vivimos tantos habitantes como todos los que hay en el país entero de Marruecos o en todo Canadá. ¿Dónde comienza y dónde termina esta ciudad? Sus fronteras se han vuelto algo borroso, un letrero arbitrario en la carretera o en una vía rápida completamente inútil.

Además, aquí todos somos también un poco de otra parte. Más allá del territorio mismo de esta ciudad de ciudades hay una pertenencia al lugar de donde uno vino o de donde vinieron los familiares. Mi familia viene de Sonora por lado de padre y de madre. Durante siete generaciones los Ruy-Sánchez, originarios de España, nacieron y vivieron en Alamos, una bellísima ciudad minera en zona semidesértica convertida en pueblo fantasma. Mi bisabuelo emigró a Navojoa con sus hijos, donde nació mi padre. Mi madre nació en Cajeme, hoy Ciudad Obregón. A dos horas de distancia de Alamos. Su bisabuelo era alemán de origen irlandes: O'Lacy convertido en Lacy, que llegó a México, se casó y desapareció dejando huérfano a su único hijo de diez años, el abuelo de mi madre. Así que soy sonorense de varios orígenes y defeño por nacimiento. La primera década de mi vida la pasé alternando periodos en la ciudad de México, en la Colonia Roma, con periodos en Sonora o en Baja California. Regresaba con acento sonorense ganándome el apelativo de " el norteño" y llegaba allá con acento de Cantinflas mereciendo que me llamaran "el chilango". Siendo siempre de otra parte a los ojos de los demás, en vez de sentir que yo no era de ninguna parte comencé a sentirme de ambos lugares. ¿Por qué tendría que renunciar a alguna de esas dos identidades que de cualquier manera me marcaron?

La segunda década de mi vida la pasé con mi familia en un suburbio de la ciudad de México. Tuve una vida casi de campo en las afueras del pueblo de Atizapán de Zaragoza, en el Estado de México, llendo a la escuela en la ciudad los últimos años. Así que a mi par de identidades añadí una de niño y adolescente de un pueblo transformado en suburbio. Una nueva relatividad que me daba para todo un punto de vista diferente a aquellos compañeros de escuela que sólo conocían su barrio y los lugares a donde los llevaban de vacaciones.

La tercera década de mi vida transcurrió en Francia. Me fui a París tras de una mujer, Margarita, que hoy es mi esposa, y juntos exploramos en París los laberintos fascinantes de la francofonía. La ciudad se convirtió en nuestro territorio primordial, nuestra ciudad de adopción y poco a poco sus calles fueron la línea pautada de nuestras vidas. Aprendimos a descifrar los códigos evidentes y los códigos secretos de una cultura que no era nuestra pero que adoptamos con intensa pasión crítica. Lo vivimos como un aprendizaje gozozo; austero en comodidades materiales pero exhuberante y prolífico en abundancia cultural. Fue una decisión de la que nunca nos hemos arrepentido. Hicimos nuestros doctorados, que fueron para cada uno de nosostros una introducción al rigor del pensamiento, a la disciplina del trabajo intelectual, pero también a la pasión por la sensualidad y la inteligencia de las formas del arte. Además del doctorado seguimos los cursos y conferencias de profesores que considerábamos geniales, muchos de ellos no tan conocidos como otros, algunos ya muertos ahora. Años de formación y deformación que sin duda nos ayudaron a ver a la cultura mexicana como la vemos ahora y como la estudiamos y difundimos desde hace una década en nuestra revista Artes de México. Así que a mis determinaciones territoriales anteriores añadí la de afrancesado que alguna vez ha llegado a reprocharme en público algún periodista nacionalista.

Para colmo, a través de Francia vinieron otros territorios espirituales. PorqueMargarita y yo vivimos la Francia de la calle y la Francia de los libros y en ambas encontramos como en ninguna parte un mirador al mundo. Vivimos el verdadero sentido de la palabra cosmopolita teniendo amigos de Francia y de Sri Lanka, de Argentina, de Inglaterra y de Polonia; viendo con naturalidad cine de Japón, de Rusia, de la India, de Alemania, de China o de Checoslovaquía cada día; leyendo poesía portuguesa, turca o Italiana, novelas alemanas, israelitas, angoleñas, irlandesas o italianas; comiendo en casa lo mismo borjol afghano que cous-cous maghrebino, polenta toscana o coq au vin; familiarizándonos con el arte de los aborígenes australianos, con el constructivismo soviético, con el expresionismo abstracto norteamericano, con el arte conceptual alemán, etc. Porque la cultura francesa es voraz asimilación de grandes y pequeñas diferencias que enriquecen la vida cotidiana.

Y me hice escritor en esa década de cruce de caminos, de incesantes fronteras múltiples, de lenguas multiplicadas. En esa década, entre otras cosas, me preocupé por encontrar mi propia voz narrativa. Explorar, es decir tratar de comprender y narrar la dimensión del deseo en la vida cotidiana fue una aventura vital que se fue convirtiendo en obra. Así construí una nueva determinación de mi territirio de escritor, al preocuparme obstinadamente en comprender en la medida de lo posible, en descifrar con mis limitaciones genéricas, el universo del deseo femenino frente al universo del deseo masculino: el territorio móvil y accidentado de los cuerpos y su imaginación. Toda una nueva cultura de adopción: territorio central de mi literatura.

A través de mi esposa me viene también otra determinación cultural por su doble origen cubano. Por más de veinte años la literatura y la música de Cuba han ocupado una buena parte de nuestra dedicación. Soy casi cubano por contagio, por cultura venerea lo llevo en la sangre y por el ritmo pegajoso de esa misma sangre lo llevo en la imaginación.

Por periodos muy breves en Italia y en Marruecos. Paralelamente a París, nuestras ciudades de elección fueron Siena, en Italia y Essaouira en Marruecos. Con ellas tuvimos contactos vitales menos prolongados pero no menos intensos. En esta última está inspirada la ciudad imaginaria, la ciudad del deseo, Mogador, donde transcurren mis novelas. En Marruecos encontré un territorio cultural límítrofe con México: otro México separado por varios mares. Pero en suma dos culturas descendientes de ocho siglos de cultura arábigo andaluza en España.

Esa frontera cultural además lleva en sí misma para mí un salvoconducto hacia el territorio del deseo. Así lo han visto algunos pintores: "Trato de pintar ese poema admirable que es el cuerpo humano", escribe Eugene Delacroix durante su viaje a Marruecos de diciembre 1831 a julio de 1832. Y es cierto que en sus cuadros orientalistas hay un fundamento de intensidad corporal que rige las composiciones. Luego afirma que toda la indumentaria árabe está más cerca del cuerpo y de la naturaleza. Y así la pinta. La exhuberancia orientalista del vestido femenino no es entonces algo superfluo, es parte del cuerpo. Anota que muchas veces, "aunque el atuendo sea el mismo, la manera de portarlo es tan diversa en cada persona que toma un desconcertante carácter de belleza y de nobleza." Delacroix pinta la belleza solar de las mujeres árabes en la sombra de sus apartamentos. Contrasta esa paz con el arrojo veloz de los jinetes que le permiten hacer una estampida del color. Fija en un cuadro, como testigo impasible, el noble orgullo del sultán derrotado y de su corte. Finalmente lo conmueve radicalmente el espectáculo de los danzantes rituales Sufi que entran en éxtasis en las calles de Tanger.

Según Alexandre Dumas, Delacroix encuentra en Marruecos y Argelia el lenguaje de su "rebelión pictórica del color en contra de la perfección del dibujo, de la carne en contra del mármol, y de la libertad de movimiento en contra de la mesura tradicionalista." En la obra de Delacroix está la sintésis de lo que significó el arte orientalista del siglo pasado como estética sensual del deseo, como descubrimiento asombrado de otras culturas y como afirmación liberal. Tres grandes impulsos que siguen estando vigentes porque siguen siendo necesarios. Pero que sólo podremos ver vivos de otra manera: con una estética contemporánea que tome en cuenta las rupturas, ya clásicas, de las vanguardias de este siglo. Una estética que, además, sea consciente de que se puede romper el eje histórico y cultural Norte-Sur que orientaba el desplazamiento de Delacroix y los otros orientalistas de su siglo. Hoy podemos movernos estéticamente hacia el Oriente islámico de sur a sur.

El gran especialista en estudios árabes,Jaques Berque, dice que el arabismo es una manera de ser, y es además un signo afectivo que se impone y rebasa la objetividad del geógrafo y del historiador. Ese orientalismo arábista es más grande que el territorio inmenso del Islám: va desde Andalucía hasta Indonesía pasando por las estepas africana y asiática, el Punjab, Bengala, etc. Podemos agregar que es además un signo afectivo que en nuestras conciencias sigue creciendo hasta llegar a nuestras costas: hasta las costas de nuestra piel.

Porque al terminar el siglo veinte México tiene una situación privilegiada con respecto a Oriente y muy especialmente con respecto al Maghreb, es decir, al Occidente de Oriente. Porque es justo ahora cuando comienza a emerger en ambos extremos del mundo la conciencia de que es posible una relación cultural estrecha que no necesariamente pase por Europa. Es decir que es posible una mirada de México hacia el Oriente árabe, y de ese Oriente hacia México, que no tenga como eje central la verticalidad de la visión europea, con las ventajas y desventajas de ese sesgo.

Es posible una visión mutua que, sin dejar de tomar en cuenta la historia que la forma, reconozca los muchísimos rasgos de una cultura compartida en el presente y que a partir de esos rasgos elabore puentes culturales más amplios para el futuro. Se trata entonces de construir un Orientalismo que además de ser ahora claramente horizontal sea de doble sentido. Porque en la nueva globalización del mundo, dando la vuelta al revés, México, con su diversidad cultural y creatividad artística, se va convirtiendo a su vez en una especie de atractivo Oriente del viejo Oriente.

Si la palabra misma Maghreb significa Occidente y Marruecos es así el extremo Occidente de Oriente, México es también el extremo Occidental de su propio continente, la última y más rica extravagancia cultural de América.

Un rico Orientalismo horizontal ha comenzado a crecer en los ojos de ciertos escritores marroquíes que han escrito sobre México y su cultura. Son especialmente notables, por ejemplo, las reflexiones de la escritora de Salé, Oumama Aouad sobre el horizonte poético compartido por esos dos nietos de Al Andalus que son los actuales México y Marruecos. Por otra parte, a todos los viajeros marroquíes les impresiona el parecido geográfico entre una parte mayoritaria de nuestro país y el suyo. Y a partir de esa geografía en común se vuelven más evidentes para ellos los fondos raciales, históricos y culturales que nos unen.

Situados en la misma altura del planeta, los dos países comparten algunos climas y semiarideces. Un viaje breve como el de Durango a Torreón, o el de Zacatecas a Aguascalientes ofrece un paisaje muy parecido a cualquiera en el norte y centro de Marruecos. Pero hasta por sus respectivos desiertos, el de Sonora y el del Sahara, un puente geográfico y cultural de arena puede ser imaginariamente construido.

El asombroso parecido genético de los mexicanos y los marroquíes nos hace evidente a quienes lo vivimos de primera mano que el mito del mexicano como el producto de un mestizaje entre indios y españoles es por lo menos incompleto. Y que a través del componente hispano nos llega la sangre arábigoandaluza en proporciones mucho más grandes que las supuestas hasta ahora. Es posible incluso que la idea mítica mexicana de que todo el que tenga piel obscura se lo deba completa y únicamemnte al componente indígena sea falsa y que una buena parte de la llamada "raza de bronce" deba la belleza de su bronceado a las primeras inmigraciones españolas a México, genéticamente originarias de los territorios que durante ocho siglos antes de la conquista de América fueron mayoritariamente árabes. (…)

 

Continúa en la SEGUNDA PARTE …>