Ahmed Al-labí, vendedor de higos y dátiles
remojados en azúcar, hizo fortuna desde joven. Tomó por esposa a
la hija de un Caid que le permitió extender su comercio hasta la orilla
del desierto por el sur y hasta dos mares por el este y el norte. Insatisfecho
con los alcances de su dinero equipó caravanas que de oasis en oasis
cruzaron varios desiertos, continuaban sobre barcas, y al regresar
traían de tierras inimaginables seda, pólvora, oro y esclavas de
ojos tristes como almendras delgadas.
Ahmed Al-labí despertó una mañana con una erección tan insistente que con las horas se hizo terriblemente dolorosa. Ni su esposa ni sus amantes habían presenciado esa terquedad y ese volumen, más asombroso en una carne que estaba ya en la edad del tibio descanso. Fue inútil todo intento por apaciguarlo. Las matronas más experimentadas sólo consiguieron aumentar su hinchazón. Las brujas lo irritaron con ungüentos de piel de iguana vieja. Y los médicos fueron expulsados a gritos cuando blandieron sus afiladas navajas.
Sesenta días le duró a Ahmed
Al-labí ese extraño sufrimiento que no amainaba un minuto y que,
en ocasiones, lo hacía dar gritos de júbilo y dolor al mismo
tiempo, justo antes de que su venosa torre expulsara el líquido blanco
que cada vez parecía disolverse en el aire, como si algo invisible e
insaciable lo devorara.
Cuando todo acabó, Ahmed pesaba veinte
kilos menos, dormía tres horas más todos los días, y entre
sueños conversaba dulcemente con alguien en una lengua incomprensible.
Cuando estaba despierto anhelaba dormir de nuevo, se hundía en una
tristeza cada vez más persistente. No vivió más de diez
meses. Aunque creyó que eran años.
Poco antes de morir, el viejo Ahmed
confesó a su nieto el sueño que tuvo la noche que comenzaron sus
pesares: una esclava de ojos rasgados apareció mientras dormía, y
eran tan lentos sus movimientos que él los siguió uno a uno con
la mirada, como dejándose convencer por argumentos incuestionables. Un
deseo profundo despertó en él dentro de su sueño. Pero la
esclava se alejaba hundiéndose en un líquido amarillo, en el que
Ahmed la seguía con los ojos cerrados. Al abrirlos para buscarla, el
líquido se hacía rojizo y luego cada vez más transparente,
hasta que tomaba de nuevo la consistencia del aire. Ella ya no se veía
por ninguna parte, como si se hubiera disuelto en todo lo que Ahmed entonces
respiraba. Despertó angustiado mientras su carne preguntaba por ella.
Estaba en todo y no estaba, su olor era el del aire, su fuerza el viento, su
humedad la del clima, su presencia ligera y en ocasiones opresiva; siempre a su
manera, exigente.
Después de contarle el sueño a su
nieto, Ahmed le mostró una mancha lisa y colorida, como un tatuaje, que
desde entonces había quedado como cicatriz en la parte más
alargada de su sexo. La mancha tenía la forma de una araña roja,
dorada y negra, que crecía con la erección sin
empequeñecer después, como si se alimentara de ella. Sus colores,
expuestos a los rayos del sol, daban la impresión de una flama. La
araña maduraba y se fortalecía al correr los meses, mientras que
el pene se arrugaba cada vez más, hasta hacerse diminuto.
Varias semanas después de aquel
sueño, los emisarios de Ahmed Al-labí regresaban de Oriente con
su cargamento acostumbrado. El viejo se precipitó para ver a las
esclavas buscando alguna que saciara su entusiasmo. Su sorpresa se hizo furia
cuando se dio cuenta de que, por primera vez, sus hombres no habían
llegado con una sola esclava. Su furia se hizo miedo cuando le dijeron
quién y cómo lo había impedido.
Llegando a un valle al que nunca habían
penetrado, buscaron, como era su costumbre, la protección del
Señor de esos lugares para llevar a cabo su comercio. Dominaba la
región una mujer de treinta años, propietaria de tierras y de
gente, que tenía una corte, un ejército y una biblioteca. Todo un
día interrogó a los hombres de la caravana sobre la vida de quien
los enviaba. se hizo describir durante horas hasta los últimos lunares
que Ahmed tenía en la cara, sus ambiciones, su manera de hacer las
cuentas, y muchos otros detalles. Entre ellos, sus ardores amorosos y su afán
de esclavas extranjeras.
Al llegar la noche terminó su
interrogatorio diciéndoles: “¿Sabe su poderoso señor
que puede morir de fragilidad por haber extendido tan lejos el abuso de sus
deseos?” No esperó respuesta, se retiró sin mirarlos.
Al día siguiente apareció frente
a ellos con una esclava muy hermosa, de ojos rasgados, digna de perturbar los
sueños del más poderoso o del más santo. Con ella salieron
sus tres hermanas, terriblemente parecidas a su belleza. Cada una llevaba el
nombre de uno de los cuatro vientos que recorrían aquella región.
Eran un regalo para Al-labí que sus enviados no podían rechazar a
pesar de presentir, como fuego, el peligro de llevarlas. Bastaba verlas para
darse cuenta de que estando entre ellas era irrefrenable el deseo de perderse
en el corazón de un torbellino. Antes de dejarlas partir, la
Señora ordenó que a cada una le tatuaran en el vientre la cuarta
parte de una araña roja, dorada y negra. Después las
entregó, como oficiante de un sacrificio.
En los siguientes sesenta días de viaje las cuatro esclavas
fueron muriendo extrañamente una por una, como si una fatiga milenaria
se apoderara de ellas. Cada una, en su última noche, había
pronunciado varias veces el nombre de Ahmed en sueños mientras su
tatuaje desaparecía. Al comprobar las fechas de aquellas fatigas todas
coincidían con las de Ahmed, y los tatuajes perdidos en ellos
habían tomado vida en él exactamente a la misma hora.
Después de que sus emisarios le contaron lo sucedido, Ahmed
Al-labí vivió poco. Inmovilizado por el miedo, silenciado por la
tristeza, ausente por la nostalgia de aquel sueño, asustado por la
mancha que en tardes de viento ya casi le caminaba sobre el vientre,
murió fijando la vista sobre una telaraña nueva en el techo.
Cuando el nieto, vendedor de almendras, terminó
de contar la historia de su abuelo pronunciando ritualmente: “Que
Alá haya perdonado”, las mujeres que lo escuchaban en el mercado
repitieron esa frase y, temiendo que esos males misteriosos se hicieran
presentes al nombrarlos, lanzaron al aire los entrecortados gritos guturales
que en Mogador dan la bienvenida al que llega, y ruegan benevolencia para quien
grita y los suyos. Entre esas mujeres se fue asentando la certeza de que el
cuerpo de Fatma alojaba extraños y peligrosos visitantes.
Desde que corrió en Mogador la
versión del vendedor de almendras sobre los males de Fatma, todos
observaban detenidamente sus mínimos gestos adivinando en ellos los
movimientos de otra vida. En la fuente que brota junto a la muralla
—donde se puede ver a las mujeres discutir con los baldes vacíos,
llenarlos sin mirar al agua y seguir hablando mientras se alejan con un
cántaro en el brazo—, una de ellas recordó excitada la
manera extraña en que los padres de Fatma habían desaparecido
cuando ella era muy pequeña. Las otras mujeres la interrumpieron
atemorizadas, antes de que pronunciara la historia que todas intuían, si
acaso antes no la habían oído.
Fue entonces cuando una de ellas se
decidió a desembrujarla sin consultar a nadie. Y en una de las horas en
que la noche ya no es reciente, cargada de yerbas y amuletos, verificando la
posición propicia de la luna, se escurrió en silencio hasta el
pie del muro donde estaba la ventana de Fatma.
Bajo un brazo traía dos alas de
halcón joven con las puntas de las plumas bañadas en sangre
menstrual de una virgen negra. Con ellas barrería meticulosamente el
aire por el que se desplazan los malignos. Colgando del cuello traía una
piedra plana de dos colores que representaban la silueta de una fortaleza. Eso
la protegería de cualquier enemigo. En una bolsa de cuero con
inscripciones sagradas guardaban una mezcla de tres yerbas fumigantes. Con
ellas levantaría una espesa cortina de humo alrededor de las palabras
rituales que éstas, una vez pronunciadas lentamente, no fueran robadas
por el aire, y para que mezcladas con el humo tomaran una consistencia
más visible.
Mientras hacía las primeras
conjuraciones, la brisa salada formó remolino en un ángulo de la
muralla, y recorrió un corto trecho con tal velocidad que, al pasar
junto a la mujer de los embrujos, le humedeció las yerbas y le
arrebató una de las alas. Tuvo miedo y apretó en la mano su
piedra fortaleza. Desilusionada confirmó al día siguiente que su
intento había sido inútil y, según ella, eso delataba
aún más la presencia grande, poderosa y oscura que habitaba a
Fatma.
*Fragmento de Los
nombres del aire.