Fray Betto
Las autopistas secan los ríos, los túneles tapan los lagos, los viaductos matan las playas. Los monumentos se convierten en insignificantes sanitarios para las palomas, invisibles en la polución visual de la publicidad omnipresente. La ciudad se colorea no con el verde de sus árboles o con la policromía de sus flores, sino por los tonos chillones de los outdoors.
Ejemplo tipico de esto es esa cordillera de las finanzas, la avenida Paulista. De allí siempre se desciende. Quien la recorre longitudinalmente resulta bombardeado por los ourdoors, las fachadas comerciales y, ahora, los video-clips proyectados sobre pantallas gigantes, lo que distrae la atención de los conductores de los vehículos y hace peligroso el tránsito. No hay horizontes, excepto la muralla de inmensos predios "high-tech", sin ventanas aparentes, tan ciegos como las pirámides del desierto. Sus fachadas llenas de espejos crean, en relación a los transeúntes, una sensación de distanciamiento arrogante. En el centro, una estrecha calzada de cimiento y piedra, sin ninguna planta. En las esquinas, monolitos negros indican la próxima calle.
Los peatones son los que tienen menos espacio. Caminan apretados, exprimidos por los kioskos de las revistas y puestos ambulantes que se toman la mitad de la calzada. Allí nadie se puede detener para encontrarse con un amigo, y no hay bancos ni jardines. La única área verde, el parque Trianon, está cercada por gradas que dificultan el acceso a su interior.
No hay un café donde sentarse, leer el periódico o conversar, como en las grandes avenidas de Buenos Aires o de París. Sólo "fast-food", comida rápida, donde se come los mismos bocadillos de gusto insoportable y se bebe hielo triturado con sabor de jugo de naranja o refresco. Las servilletas son un pedazo de papel. Se paga antes ("tome su ficha en la caja"), para que el placer de quien vende se anticipe al del que consume. Hay lugares en los que se come de pie, de cara a la pared, como animales vueltos sobre el pesebre...
El espacio urbano deja de ser algo al servicio de la persona. En él nos sentimos confinados, deseamos abandonarlo, salir afuera los fines de semana, al territorio menos opresivo de la playa, donde el campo visual y psíquico se amplía.
¿Por qué los arquitectos de la metrópoli construyen algo que nos sofoca? Porque razonan según la lógica de la estética pragmática, cartesiana, que no incluye la humanización de la ciudad, la integración de sus habitantes, la preservación del medio ambiente y la dimensión holística de la ética.
Los centros de compras son otro ejemplo de esa ética "high-tech". Catedrales estilizadas someten a sus frecuentadores a cansados maratones. En sus largos corredores raramente hay bancos para sentarse; no hay fuentes públicas para calmar la sed; y no siempre son encontrables -o confiables- espacios para los juegos de los niños mientras los adultos hacen sus compras.
La ciudad teme a la ciudad. Sus construcciones son cada vez menos abiertas y más cerradas. Son simulacros de campos de concentración. En vez de plazas y parques, edificios que por fuera esconden la sofisticación de su interior, reductos privilegiados que excluyen el rostro real del espacio urbano, pues allí no hay mendigos o niños de la calle. En esos predios inteligentes no hay ventanas con plantas, y la circulación interna, controlada por tarjetas magnéticas y sistemas electrónicos, se asemeja a la de las cárceles.
Y hay quien considera eso "modernidad" o "progreso". Es una ironía que los nuevos cementerios sean espacios amplios, parques verdes, sin túmulos ni esculturas... ¿Será necesario morirse para poder respirar?