Chocó 7 días

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Añoranzas

Por Zenón Ferrer Meluk

Somos pocos los que permanecemos en esta Villa de Asís añorando las tardes en que nos escapábamos de las aulas escolares para disfrutar de un baño deportivo en las aguas tranquilas, cristalinas y frías de La Pila, La Consentida o La Aurora, convertidas hoy en pestilentes cloacas urbanas por humanos depredadores del ambiente.

Ni estamos todos los que sentimos en aquella época vibrar nuestros corazones con los estrepitosos rugidos del Goliat, ese gigantesco cañón colonial de hierro fundido emplazado en la "Colina de la Virgen" (barrio San Judas) cuyos fogonazos anunciaban el inicio de las fiestas de San Pacho, inundadas de chicha y de guarapo.

Somos también muy pocos los testigos vivientes de La Quema del Judío que cada domingo de resurrección, colgado de un centenario almendro, que le servía de cadalso, cholos semidesnudos con parumas y collares de vistosas chaquiras y tatuajes multicolores, ebrios de chicha, guarapo, chirrincho o biche, hacían el deleite de la multitud con el descuartizamiento frenético del muñeco-judío trepidante de pólvora para terminar, al final, con un zapato, una manga de pantalón o de camisa, un sombrero, una cachucha, un espejo, o una corbata. Trofeos que lucirían orgullosos ante una multitud de felices negros, mestizos y mulatos ante las miradas oblicuas y complacientes de "cholitas" con pezones duros como el fruto de aquel almendro centenario.

Pero murió Roberto Valencia. No volvieron los "cholos". Desapareció el "judío". El hacha implacable de la civilización derribó sin piedad el almendro centenario. Se fueron para siempre los músicos bohemios y noctámbulos. Y nos hundimos en el limbo amnésico de nuestra propia identidad chocoanista, alienados como estamos por los ritmos exóticos del rap y del rock. Se nos olvidó la historia regional.

Y aquí permanecemos, por puro milagro, los pocos testigos de aquella época para brindar este testimonio enamorado dirigido a los pandilleros, a los basuqueros, a los nuevos ricos del peculado, de la extorsión y del chantaje, de la usura y del narcotráfico. Que también dedicamos a la sana e ingenua juventud ansiosa y merecedora de un futuro más promisorio.

Pero, ¡qué pesar! Se fueron para siempre los abuelos. Y se fueron también los gringos de Andagoya con toneladas de oro y platino, dejándonos a cambio estériles playones de cascote, dragas obsoletas y fatigadas por el uso y un pasivo pensional trasladado sigilosamente al ISS merced a la "colombianización" de la Chocó Pacífico, execrable engendro de los antipatriotas de siempre.

Pero, carajo!... Ya vuelven los gringos para imponernos sus condiciones en el ALCA y TLC. Pobres los agricultores de arroz, banano y cacao, café, papas y flores. Cómo nos duele la suerte incierta de los pequeños empresarios, de los pescadores y mineros artesanales, a quienes les esperan días amargos por la ruinosa y desleal competencia impuesta por el Tío Sam, mediante el privilegio inalienable de los subsudios a su propia producción, prolongados a perpetuidad gracias al respaldo incondicional de un Nuevo Mesías y su séquito de agentes encubiertos del amo, señor y dueño absoluto del mundo. ¿Por qué tenían que morirse los abuelos?

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