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Un ateo puede discutir (o debatir) muchas cosas con un creyente
de cualquier religión. Discutir el tema de la existencia de Dios
puede llevarlo a interminables especulaciones filosóficas, o a constataciones
científicas con de alto nivel. Algunos prefieren atenerse a las pruebas
históricas (incluyendo la crítica académica de las escrituras
sagradas). Estos temas son extremadamente complejos y poco accesibles para el
hombre común sin una inmensa biblioteca. En cambio, evaluar el rol de
la religión y de la fe en la sociedad y en el mundo está al
alcance de todos.
Cualquiera sea la discusión, es imprescindible no caer en varias trampas comunes: salirse del tema, perder el objetivo de la argumentación, utilizar argumentos inválidos que pueden volverse en nuestra contra, y el más dañino para la causa, perder la objetividad y la paciencia ante un debatiente poco educado o intolerante. Desde luego, el oponente puede cometer cualquiera de estos errores, y de ser así, hay que estar preparado para aprovecharlos. El tema de fondo, la existencia de Dios, requiere primeramente de una definición de lo que se trata. Si bien para el creyente una definición puede ser una obviedad, resulta evidente, luego de un tiempo de observación, que el concepto de Dios es variable no sólo entre personas, sino en la mente de una misma persona. (Aquí el creyente puede querer intercalar una observación sobre la inconmensurabilidad de Dios y ofrecer la famosa analogía del elefante al que todos juzgan por la parte que de él pueden tocar, siendo que no logran abarcarlo completamente. Tal analogía y su trasfondo son irrelevantes. Primero hay que demostrar que alguna clase de Dios existe.) Si el oponente se niega a definir a Dios, eso puede significar: 1) que no sabe en qué cree, porque repite lo que otros le han dicho (indoctrinado); o bien (de forma no excluyente) 2) que no quiere comprometerse con una definición cuyo objeto puede ser demostrado irreal más tarde. Es bastante seguro asumir la postura número 1 para discutir, ya que se mantiene así la buena fe, y la abrumadora mayoría de los creyentes en realidad no son manipuladores de mentes sino repetidores de consignas en este respecto. Una vez lograda la definición, se pueden tomar cualquiera de los caminos conocidos (que no se tratarán aquí). Es importante recordarle siempre al oponente qué cosas dijo exactamente, y lograr que clarifique las cosas que pueden o no estar implícitas. Por ejemplo, si el creyente dice "creo en el Dios de la Biblia", habrá que averiguar si es el del Antiguo Testamento (el Dios tribal hebreo que comanda la destrucción y pillaje de naciones enteras, y que compite con otros dioses menores) o el del Nuevo Testamento (el Dios universal que es tres además de uno y que se humilla ante los hombres). Para evitar una espiral de discusiones tangenciales, se debe discutir cada cosa con sus propios argumentos. La existencia de Dios (como hipótesis) es completamente independiente de la existencia del hombre, de las religiones, de las escrituras sagradas, o de la bondad o maldad de cualquiera de ellas. Resulta, por ejemplo, ridículo decir "no creo en Dios porque la Iglesia quemó vivas a muchas personas" o "no creo en Dios porque los curas viven de la colecta y tienen mujeres a escondidas". Más allá de estas cosas (ciertas o no), esto refleja un estado de rechazo irracional de una idea por asociación, un rechazo que no es intelectualmente válido, y que transmite además una imagen distorsionada del ateo como persona resentida y odiosa. Si se quiere obviar el tema de la existencia de Dios, no obstante, hay una manera de ligarlo a lo anterior, por medio de la historia. Los ateos pensamos que los dioses actuales son proyecciones psicológicas que se vienen transmitiendo de padres a hijos (o de maestros a alumnos) desde hace generaciones. Una investigación de la religión (no sólo diacrónicamente, es decir, a lo largo del tiempo, sino también sincrónicamente, como fenómeno social de una época determinada) puede mostrarnos las maneras en que una idea esencialmente desconectada de la realidad, o con poco contenido real, puede prosperar en una civilización determinada. No basta para demostrar (nada basta), pero sí sugiere mecanismos alternativos: muestra que no es necesario que Dios exista para que casi todos crean en Dios. [REFERENCIAS: memética; argumentum ad numerum, argumentum ad baculum, argumentum ad antiquitatem] La historia, no obstante, es una ciencia (si bien con un alto contenido de subjetividad en la interpretación de sus hallazgos), y ya sabemos que la fe no respeta a la ciencia, sino que se coloca por encima de ella. Es muy difícil discutir sobre un tema de fe abstracto basándose en la historia, por lo cual las evidencias históricas deberían emplearse en demoler los conceptos tradicionales equivocados, como por ejemplo, ciertas profecías bíblicas supuestamente cumplidas. Somos testigos hoy, además, de una tendencia al reconstruccionismo por parte de sectores cristianos fundamentalistas, tanto los de línea dura que prosperan en Estados Unidos como entre los algunos católicos.[1] En este sentido es importante que el que debate tenga a mano fuentes históricas detalladas y confiables. Es prudente armarse con fuentes provenientes de historiadores religiosos para establecer una confianza (estoy pensando, por ejemplo, en "Historia del Cristianismo", de Paul Johnson, que es objetivamente demoledor a pesar de asomar un cierto nivel de apología aquí y allá). Si bien la palabra de un creyente es tan buena como la de un ateo, si ambos son buenos historiadores, el creyente puede sentirse más seguro de la verdad de lo que escucha si proviene de uno de su mismo rebaño. El tercer ámbito en el que puede desenvolverse una discusión sobre Dios y la religión es el del presente y el pasado que todavía no pertenece a las fases más oscuras de la historia, en referencia a la actuación concreta de la religión y la fe, como se acaba de mencionar. Aquí hay una multiplicidad de temas no relacionados directamente con la autenticidad de la religión sino más bien con sus resultados. Se debe tener cuidado de no confundir las consecuencias de una doctrina aplicada con su base teórica, ya que se puede caer en razonamientos inválidos (generalmente ad hominem, es decir, de descalificación por asociación). No obstante, es factible mostrar una relación (quien discuta con cristianos puede emplear la demoledora cita: "Por sus frutos los conocerán", que tiene las ventajas de la autoridad y de la sensatez). Todos estos temas presuponen un oyente interesado en escuchar y entender para responder, además de informado, con ideas claras y una cierta amplitud mental, si no para aceptar todas nuestras razones, sí para no cerrarse inmediatamente. Abundan los interlocutores que, sin ser fanáticos, se resignan a una fe oscurantista, pequeña y miserable, basada en la ignorancia de casi todo y un desinterés obstinado en los razonamientos de alto nivel. Abundan también los sinceramente creyentes que no tienen suficiente información y creen tenerla, típicamente en la forma de un par de páginas de texto con argumentos básicos y anécdotas coloridas, cuando no simples opúsculos de propaganda muy poco escrupulosos con la veracidad de sus datos. Frente a los cerrados poco se puede hacer, pero se debe cuidar de no darles más argumentos para descalificar nuestra postura. Tanto si tienen razón como si no, ellos se están perdiendo una oportunidad de plenitud. Frente a los ingenuos, en cambio, hay que poner una gran dosis de empeño, en mi opinión, en una "educación" que les enseñe a buscar y procesar información como corresponde. Siempre cabe la posibilidad del rechazo, incluso virulento. Nunca, jamás se debe levantar el guante en estas ocasiones, más que con una calma proverbial, que si no desarma al oponente, al menos logrará exasperarlo por su propia intolerancia. Es muy poco probable que el otro pueda responder con violencia real o con amenazas reales ante un desaire de esta clase, y no vale, en realidad, la pena molestarse. Espero que estos pobres consejos sirvan a los que, como yo, tienen interés en contestar convincentemente a los que creen en cosas que nos resultan absurdas, y en llevar la buena noticia de que la razón y el sentimiento humanos, sin divisiones arbitrarias ni dogma, son la verdadera base de una vida humana plena.
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