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SIN SANTIDAD DE VIDA NO HAY MISIÓN

 (Isaías 6:1-8; Hechos 9:1-22)

Estos dos pasajes bíblicos encierran una verdadera enseñanza con relación a nuestra vida espiritual y al discipulado. Son dos lugares distintos, dos tiempos distintos, dos personajes distintos y dos opciones distintas también. El templo de Jerusalén y el camino a Damasco. Tiempo de la monarquía y tiempo de persecución; un profeta llamado Isaías y un fariseo llamado Saulo; Isaías llegará a ser el gran profeta del Señor; Saulo será el gran predicador a los gentiles.

Este relato del capítulo seis de Isaías, ochocientos años antes del nacimiento de Jesús, nos da a conocer la experiencia de conversión del profeta Isaías ocurrida en el santo templo de Jerusalén y no solamente es el relato de su llamamiento. Su nombre significa: Yahveh es salvación, fue uno de los profetas de Israel del Siglo VIII a. C., que profetizó durante la crisis causada por la expansión del imperio Asirio. Nació probablemente en Jerusalén (770-760 a.C.) y estaba emparentado con la familia real (parece que fue Primo de Ozías según la tradición talmúdica). Por sus propias declaraciones se sabe que estuvo casado con una profetisa con quien tuvo dos hijos y fue hijo de Amoz, se le considera uno de los profetas mayores.

Con estas referencias, deducimos que Isaías era un varón creyente, que se sabía la Ley al pie de la letra, que practicaba el diezmo, la oración y otras obligaciones más. En realidad era un varón muy religioso. Un día, como cualquier otro, va al templo para orar como de costumbre. No sabe lo que Dios tiene preparado para él. De pronto tiene una visión, ve al Señor sentado sobre un trono alto y unos ángeles volando en el templo que daban voces diciendo que Dios es santo, santo, santo. Además, todo el templo se llenó de humo y las puertas del templo se estremecieron. ¿Qué es lo que estaba pasando? Isaías no sabía nada de lo que Dios le tenía preparado.

Ante esa visión, Isaías exclama: “¡Ay de mí! Que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos.” En esta declaración es bueno detenernos, para considerar que a pesar de su religiosidad, Isaías era un pecador. Confiesa que sus labios son inmundos, que no son nada santos. Tal vez habla mentiras, engaña, no es sincero, habla malas palabras, es chismoso, sus pensamientos no son nada santos. Es decir, vive en pecado aún. ¿De qué le valía ser un religioso? ¿De qué le valía orar todos los días, diezmar, saber toda la Escritura? La santidad no es un concepto sino un estado de vida permanente, de sanidad plena. ¡Esa es la diferencia! Ahora bien, Dios le ha hecho ver a Isaías que así no puede continuar, su vida y ministerio no darán frutos; si es un varón de Dios, debe vivir en plena santidad. De ahí que, la santidad no es una apariencia, es una realidad.

Ante esta situación, y con la confesión de Isaías, Dios tiene misericordia de él y lo purifica, lo perdona y lo santifica, para luego darle una misión: discipular a otros. Es decir, dar a conocer a todos que el Mesías ha de venir pronto. Es así como un ángel le pone un carbón encendido en sus labios inmundos y de inmediato éstos son purificados, la culpa ha sido quitada y limpio su pecado. ¡Santificación! Dios ha santificado a este varón religioso, que solía vivir su religiosidad de una manera equivocada, no de acuerdo a los propósitos de Dios. Su vida y ministerio no están dando frutos. A muchos de nosotros nos puede pasar lo mismo, somos muy religiosos, celosos cumplidores de la Escritura, practicantes de muchos ritos, no dejamos de dar el diezmo, usamos ropas largas para cubrir nuestra piel, nos uniformamos para ser únicos, oramos constantemente en el templo y en cualquier otro lugar. Pero, todo ello alejado de lo que verdaderamente Dios quiere de nuestra fe: santidad. La santidad es una condición para agradar a Dios. De ahí que sin santidad no hay bendición, no hay discipulado, no hay misión.

Isaías una vez santificado por la misericordia de Dios, ahora está en condiciones de asumir una labor. Es por eso que Dios le pregunta: “¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?”. En otras palabras, Dios está preguntando a Isaías: ¿Quién predicará las buenas nuevas a la gente? ¿A quién enviaré a discipular a los no creyentes? Isaías ha sido perdonado y santificado, está listo y siente que está preparado para cumplir la misión. Es entonces que responde: “Heme aquí, envíame a mí”. Es después de esta experiencia en el templo con Dios que Isaías se convierte en el gran profeta del Mesías. Ahora sus labios no expresan nada inmundo, ahora anuncian las buenas nuevas del Señor. Escribirá con mucha claridad todo lo referente al Mesías con muchos siglos de anticipación. Esos son los frutos, los resultados de una nueva vida. Muchos fueron alcanzados por sus palabras, sus profecías y fueron salvos. ¡Todos somos sus discípulos y discípulas del siglo XXI!

El otro relato tiene como personaje central a Saulo, luego Pablo. Nacido en Tarso, educado por Gamaliel. En él coincidieron tres elementos de la vida del mundo de esa época: la cultura griega, la ciudadanía romana y la religión hebrea. Pablo tenía el privilegio adicional de ser ciudadano romano por nacimiento.

Bien, este personaje, fariseo, religioso y celoso, inicia una persecución feroz contra los cristianos y cristianas. Pablo en el camino a Damasco, tiene una experiencia de conversión con el Señor Jesús. De pronto es derribado y oye la voz de Jesús que lo llama por su nombre y le reclama: “¿Por qué me persigues?” Pablo pregunta: ¿quién eres, Señor? La respuesta no se hizo esperar: “Yo soy Jesús, a quién tú persigues…” A partir de ese momento Pablo inicia su proceso de santificación y preparación para una nueva misión: ser instrumento del Señor para predicar a los gentiles, a reyes y a los hijos de Israel. Tres días dura este proceso, su ceguera será curada, recibirá el Espíritu Santo y será bautizado para ser un cristiano, a través de Ananías.

Desde ese momento, Pablo empieza su labor misionera, evangelística y discipuladora. Sin santidad, Pablo no podría haber hecho todo lo que hizo. Cambió su vida pecaminosa por una vida en santidad. Fue sanado en forma integral: mental, corporal y espiritual. Dios lo llamó desde su situación, perseguidor, para hacerlo su instrumento. Solo por la gracia y misericordia de nuestro Señor, Pablo llegó a ser el apóstol de los gentiles y con él la iglesia se extendió por el mundo. Miles de discípulos fueron alcanzados por su ministerio. ¿Cuán cerca o lejos estamos de esta tarea? ¿Cuántos son alcanzados por nuestro ministerio pastoral y diaconal? ¿Cuántos planes se han elaborado? ¿Cuántos recursos empleados? ¿Cuáles son nuestros frutos o resultados?

Finalmente, no debemos olvidar la experiencia de conversión de nuestro fundador John Wesley, ocurrida un 24 de mayo de 1738 en Aldersgate, Inglaterra. Revolucionó la espiritualidad y el quehacer de la Iglesia. Transformó vidas y cambió su país. ¿Y nosotros como Iglesia qué estamos haciendo?

La lección que obtenemos de estas experiencias es que Dios por su misericordia no mira nuestra vida pecaminosa si queremos ser salvos y que de nada vale ser un mero religioso para agradar a Dios, en todo esto es necesario tener el Espíritu Santo, vivir una vida en santidad y hacer su voluntad para obtener la recompensa. Sólo así podremos realizar la evangelización, el discipulado, la misión, con eficiencia para que otros conozcan al Señor para que sean salvos y sanos.

Al comenzar este nuevo año, quiera el Señor renovar y bendecir vuestras vidas, vuestras tareas, vuestros planes estratégicos, vuestros presupuestos, levantar vuestros edificios caídos, para permitir alcanzar a muchas personas que aún no conocen a Cristo y puedan ser instrumentos de su redención en este hermoso país llamado Chile. Amén.

(Sermón predicado en el Culto de Clausura de la IV Asamblea General de la Iglesia Metodista de Chile, El Vergel, Chile, Enero 2012).

Rev. Lic. Jorge Bravo C. 

       


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