LA TRANSFIGURACIÓN DE JESÚS
(Lucas 9: 28-36)
Para poder entender el relato que nos describe el evangelista Lucas, es necesario comprender la palabra transfiguración. Ésta proviene del griego y significa cambio de forma o de figura. No es una metamorfosis al estilo pagano, es decir, un cambio sustancial de su esencia. En el caso de Jesús es un cambio de apariencia, de su figura, para mostrar Su gloria.
Este acontecimiento en el monte, sucede después de una semana en que Pedro había confesado que Jesús era el Cristo (Lc. 9:18-20) y del anuncio de su muerte (Lc. 9:21-27). Este hecho es la confirmación de la revelación de Jesús como el Cristo y el Hijo de Dios. Ésta es una experiencia similar a la de su bautismo (Lc. 3:21-22). Su gloria es revelada, no sólo por sus hechos, sino de un modo más personal y que significa su presencia real, porque el reino está en medio de su pueblo. De ahí que la transfiguración es un punto central de la revelación del reino de Dios, el cual está relacionado con el Antiguo Testamento y muestra la forma en que Cristo lo cumple, luego vuelve la mirada hacia los grandes acontecimientos de la cruz, la resurrección, la ascensión, y su segunda venida.
Lucas nos relata que Jesús llevó a tres de sus discípulos más íntimamente ligados a él -Pedro, Jacobo y Juan- a un monte (probablemente el Hermón, que alcanza una altura de 2.814 m sobre el nivel del mar). Allí se transfiguró y sus vestidos brillaron resplandecientemente. Luego aparecieron Moisés y Elías, quienes hablaron con Él, por lo que Pedro sugirió que se hiciesen tres tiendas para ellos. Se oyó luego una voz desde una nube que se refirió al carácter filial de Cristo y su autoridad, tras lo cual terminó la visión.
Hay muchos aspectos en el relato que se relacionan con el Antiguo Testamento. Moisés y Elías representan la Ley y los Profetas, en el acto de dar testimonio acerca del Mesías, de la Ley y los Profetas, que se cumplen y son remplazados por Él. Los dos habían tenido visiones de la gloria de Dios sobre un monte, Moisés en el Sinaí (Ex. 24:15), y Elías en Horeb (1 R. 19:8). Ninguno de los dos dejó una tumba conocida (Dt. 34:6; 2 R. 2:11). La ley de Moisés y la venida de Elías se mencionan juntas en los últimos vv. del Antiguo Testamento (Mal. 4:4–6). Los dos hombres ante la tumba vacía (Lc. 24:4; Jn. 20:12) y en el momento de la ascensión (Hch. 1:10), y los “dos testigos” (Ap. 11:3) se identifican a veces con Moisés y Elías. La voz celestial que dijo, “este es mi Hijo amado; a él oíd” (Mr. 9:7), individualiza a Jesús no sólo como el Mesías, sino también, como el Profeta de Dt. 18:15ss.
La nube simboliza la protección de la presencia divina (Ex. 24:15–18; Sal. 97:2). Hay una nube que recibe a Cristo y lo arrebata de la vista de sus discípulos en el momento de la ascensión (Hch. 1:9). El regreso de Cristo será con nubes (Ap. 1:7).
Es importante tener en cuenta esta experiencia de Jesús y ver de qué manera, hoy en día, la presencia de Cristo se manifiesta en medio de la Misión. Cómo reconocer Su presencia en medio de la tarea, en medio de los problemas, en las angustias, en las alegrías, etc. Él está en medio de nosotros todos los días, porque así lo ha prometido (Mt. 28:20b), su gloria resplandece en el quehacer cotidiano y se hace visible a través de la acción evangelizadora de cada uno de sus discípulos y discípulas. ¡Que en cada rostro podemos ver al Cristo resucitado! Amén.
Rev. Lic. Jorge Bravo C.
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