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   MORIR CADA DÍA

(1 Corintios 15:31)

Al reflexionar cerca de la muerte, pienso que el problema de la existencia no es la muerte física, sino la muerte existencial en vida. Un sabio dijo: "No guardes rencores, guarda recuerdos. No llores recuerdos, recuerda alegrías. No vivas del pasado, aprovecha el presente. Prepara el mañana, tú puedes y debes. Escoge el rol de tu vida, olvida lo que ya pasó., que al final no retornará más. Haz la dieta de la alegría: Una sonrisa cada mañana, y un agradecimiento al final del día" Esta reflexión sirve para reflexionar sobre una enseñanza fundamental en nuestra fe: el llamado a morir cada día. Esta expresión, aunque puede sonar fuerte y hasta un poco inquietante, encierra una verdad profunda y transformadora sobre nuestra vida espiritual.

El apóstol Pablo, en su carta a los Corintios, nos dice: "Os aseguro, hermanos, por la gloria que de vosotros tengo en nuestro Señor Jesucristo, que cada día muero" (1 Corintios 15:31). Pablo no se refiere a una muerte física, sino a una muerte espiritual y simbólica. El significado de morir cada día, renunciar a nuestros deseos egoístas, a nuestras malas inclinaciones y pecados, y a todo aquello que nos aleja de Dios.

Jesús nos llama a tomar nuestra cruz cada día y seguirlo (Lucas 9:23). Esto implica una entrega total y diaria de nuestra voluntad a la de Dios. Renunciar al yo no es fácil, requiere disciplina, oración y una profunda confianza en que los caminos de Dios son mejores que los nuestros.

Cuando morimos a nosotros mismos, algo hermoso sucede: damos espacio para que Cristo viva en nosotros. Pablo también dijo: "He sido crucificado con Cristo; y ya no soy yo quien vive, sino que Cristo vive en mí" (Gálatas 2:20). Al morir cada día, experimentamos una transformación interior, una renovación constante que nos hace más semejantes a Cristo. Ese es el fruto de morir cada día.

Morir cada día también significa vivir una vida de amor y servicio. Es morir para amar. Jesús nos enseñó que el mayor mandamiento es amar a Dios y amar al prójimo (Mateo 22:37-39). Cuando morimos a nuestro egoísmo, somos capaces de amar más plenamente, de servir con un corazón sincero y de poner las necesidades de los demás por encima de las nuestras.

Finalmente, morir cada día nos recuerda que, así como Cristo resucitó de entre los muertos, nosotros también tenemos la esperanza de una vida nueva y eterna con Él. Nuestra muerte diaria al pecado y al egoísmo es un preludio de la resurrección gloriosa que experimentaremos en el Reino de Dios.

De ahí que, el llamado a morir cada día no es un llamado a la tristeza o a la pérdida, sino a una vida más plena y rica en la presencia de Dios. Al entregar nuestras vidas a Él cada día, descubrimos la verdadera libertad, el verdadero amor y la verdadera alegría.

Que el Señor nos dé la fuerza y la gracia para morir a nosotros mismos cada día y vivir para Su gloria. Amén.

Rev. Lic. Jorge Bravo C.

 

                                 


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