El micro de las siete y media que provenía de Puerto Errázuriz pasó frente a sus ojos con destino a Villa Bulnes. El chofer, un hombre de bigotes, no le alzó el brazo en señal de saludo. La enemistad áspera de su mujer y la indiferencia del chofer confirmaron sus presentimientos. "Se empieza a avinagrar todo", pensó, suspirando con desaliento. De su boca, semicubierta por una bufanda, subía un vapor tenue. Los pájaros, bulliciosos, se agitaban felices, y él se sentía ajeno a esa alegría, a ese movimiento. Sus pasos eran lentos como el andar de las carretas de bueyes que venía de los campos, cargadas de leña o carbón. Avanzaba con desconfianza, temeroso de percibir la reacción del entorno. Ahora comprendía. Diecisiete años de impunidad lo habían vestido con un ropaje ilusorio. Ahora se sentía desnudo. "Desconfíen de los privilegios terrenales porque en la comarca de los iguales la ira puede no ser un mal atributo", dijo el padre Severino de Andrade, con su verborragia oscura, en su último sermón del domingo, y él, el alcalde de la dictadura durante más de tres lustros, sabía que esas palabras atacaban su investidura y cargaban una amenaza. El peligro se ramificaba. Ya no había lugar para estar seguro. Cruzó a la plaza. A poco andar, frente a la iglesia, estuvo cerca del taxi de Eladio Zamora, el marxista andrajoso. Pasó sin mirarlo, sintiendo la presencia pringosa llena de burla y consuelo en su espalda. De adentro del taxi se escapó el ruido apagado de una carcajada, al menos así le pareció. Un escalofrío le recorrió la espalda como agua hirviente. Luego, tieso, inmovilizado, desvió la mirada hacia el taxi. Sentado tras el volante Eladio Zamora sonreía. El alcalde escudriñó de reojo el parabrisas. En un papel pegado con cinta adhesiva leyó Que llueva sobre lo informe, que ensucien los uniformes festejados. Castigo venga conforme con la ley del inconforme sublevado. Estremecido, el alcalde vio el perfil sonriente de Eladio Zamora. Cerró
los ojos un instante y apretó las manos para reprimir el temblor.
Contra esa insolencia no podía luchar. Comprobó, con horror,
que en su último día de mandato ya no tenía poder,
ya no amedrentaba a nadie. Cualquiera pisoteaba su orgullo, se cagaba
en su dignidad de enemigo en retirada.
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Ahora se daba cuenta de algunas cosas. Ahí estaba Eladio Zamora, altivo sobre su enclenque resistencia. Ante sus ojos impotentes esa valentía cobraba una dimensión descomunal. El tiempo había pasado muy rápido. Diecisiete años. El, en cambio, sabía que sólo era capaz de una resistencia organizada, junto a individuos que defendieran sus mismo intereses, en la perspectiva segura de un triunfo. Despreciaba la voluntad romántica y la lucha indefinida; de ese profundo desprecio emanaba toda su cobardía. No por nada era parte de un poder nacional, un poder que él creía invencible y que podía ser defendido con todas las armas de la nación. No menos dolido que enfurecido pensaba que el General claudicaba de una manera indigna, acosado por los marxistas, él, que con sólo alzar la mano podía sacar los militares de los cuarteles. El único que podía dejarlo otra vez al frente de la municipalidad, para castigar a los subversivos andrajosos, como el abúlico taxista. Siguió caminando. El miedo le revolvía los intestinos, le helaba la sangre. Le hacía imaginar que los comunistas lo tenían vigilado y esperaban el momento oportuno para matarlo. Anoche soñó que Eladio Zamora, junto a un grupo de indios revoltosos, lo llevaba bajo el busto de Pedro de Valdivia y lo fusilaba sin contemplación. |