La última Cobardía por Jorge CarrascoDurante toda la noche Delfín Sotomayor se dejó arrastrar
por la desesperación. En los pocos momentos en que el sueño
le quitó la conciencia se vio atormentado por retazos de pesadillas.
Con dos enormes ojeras, el pelo desarreglado y las manos temblorosas,
se enfrentaba al nuevo día que nacía.
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Mabel Fenzel, su mujer, le sirvió el desayuno a disgusto, torciendo el rostro en un mohín de fastidio. El notó la violencia solapada de su mujer y sus nervios maltrechos, debilitados por la falta de sueño, predispuestos a los ataques exteriores, sacudieron su cuerpo como una ráfaga eléctrica. El café, humeante, dulce, le trajo al cuerpo un alivio momentáneo. Apenas se levantó de la cama, los objetos del mundo, insignificantes o evidentes, tomaron de pronto una relevancia inusitada. La suavidad de las sábanas de raso, las ondas de las cortinas de lienzo, la luz de un nuevo día, el paso solitario de una hormiga junto a sus zapatos, la forma del humo que subía del café, todo parecía vivo y reclamaba su enfermiza atención. Todo le traía a su espíritu una extraña inquietud. Se tomó todo el café, pero no comió nada. No tenía hambre. Tampoco tenía ganas de hablar. —Hace varios días que no hablas —dijo su mujer—. Desde que tu General perdió las elecciones. —Hablar no soluciona nada. Fue a la ventana del salón de recepciones y espió la calle y la plaza. Su mirada fue hacia donde se erguía el busto de Pedro de Valdivia para ver si su cuerpo yacía acribillado por las balas. Suspiró con alivio. Pero luego su mirada volvió a moverse. "Como siempre, ahí está", pensó mientras miraba el taxi destartalado, parado enfrente de la iglesia. Desvió otra vez los ojos hacia el busto de Pedro de Valdivia, detrás de dos hileras de tilos, y sintió que entre el y el conquistador había una afinidad de destinos, que ambos habían entregado sus vidas para civilizar a los salvajes. |