Eduardo Álvarez

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Un agujero en la calle

 

Eduardo Álvarez

Have you seen the Moon in between days?

        —¡Ya te tengo! —exclamó jubiloso Carlos mirando la última pieza que conservaba. La apretó con emoción.

        Esteban, confiando aún en ganar la partida, contaba en silencio las piezas que tendidas sobre la mesa, esperaban tranquilamente el resultado, despreocupadas.

        La amplia sala de control de la central de energía eléctrica estaba perfectamente iluminada. Sus paredes tapizadas de luces e instrumentos palpitaban con un ritmo frenético que contrastaba con las caras serias de los dos hombres sentados en el centro de la habitación. Uno frente al otro, permanecían concentrados. El ingeniero Esteban, de rostro apacible, y su ayudante Carlos, no encontrando una mejor manera de pasar las aburridas horas de guardia de los domingos, jugaban una buena partida de dominó. Carlos, el más joven, seguro ya de ganar, intimidaba a su jefe cuando sonó el teléfono.

        —¿Bueno? —Carlos contrajo su rostro en un gesto de mal humor. Estaba a punto de ganar la partida.

        Una voz chillante de mujer se percibió al otro lado de la línea y alcanzó a Esteban, que escuchaba con atención.

        En sus muchos años de experiencia había observado que era muy raro escuchar mensajes los domingos por la noche, por lo que dejó las piezas sobre la mesa y se acercó interesado para escuchar mejor.

        —...sí, ya hablé con el encargado del sistema de agua y me dijo que no pueden hacer nada en domingo. Pero señor, este hoyo es muy grande y tal vez alguien pueda caer en él.

        —Mire, señora. Los hoyos que hay en la calle no son asunto de nosotros, le repito. Hable mañana otra vez al sistema de agua y explíqueles a ellos el problema, ellos tienen que ir a ver.

        —Es un hoyo rarísimo, señor. Tiene las paredes negras, como quemadas, y no se le ve fondo...

        Esteban se decidió a tomar el teléfono mientras dedicaba una mirada dura a su compañero. Habló con cortesía.

        —¿Qué dirección es?... Sí... Bueno, ya vamos para allá... sí de nada.

        Colgó y con rapidez garabateó la dirección en su cuaderno.

        Carlos guardaba lentamente las piezas del dominó.

        —Sabías que eso no nos corresponde, dijo muy serio.

        —Por si estuviera frente a tu casa sí que irías. ¿Verdad? Además, no nos cuesta nada.

        Se volvió y silbando comenzó a preparar su equipo. Carlos, contrariado, no tuvo más que tomar las llaves y dirigirse a la camioneta, encogiendo los hombros.

        Las linternas en sus cascos iluminaron las extrañas y oscuras paredes del hoyo. Como había dicho la mujer, parecían haber sido quemadas por algo. Carlos se asomó y lanzó un silbido de asombro.

        —Estos cuates del sistema de agua ya ni la friegan. Seguro que aquí cayó un rayo de la tormenta de anoche y no vinieron a revisar.

        Esteban contemplaba en silencio la negrura de la entrada, casi sin escucharlo. Se inclinó con cuidado a tocar el borde y lo encontró muy áspero al tacto, demasiado áspero tal vez. Entonces comenzó a sospechar que no era la obra de un rayo. Había visto lugares tocados por rayos y los recordaba con un aspecto muy diferente a éste; sin embargo, decidió no alarmar a Carlos y continuó en silencio.

        —Voy por la escalera.

        Carlos se perdió de vista tras el vehículo. Esteban, intranquilo analizó la situación ante aquel hoyo en la calle, en plena noche, estimó su diámetro en un metro y medio, y además con una redondez cercana a la perfección. ¿Había sido excavado por hombres? A su alrededor no había rastros de tierra removida que lo indicaran. Carlos regresó brincando, casi se podría decir que estaba contento. Había olvidado que hacía unos minutos no quería salir.

        —Ten el radio. Yo bajaré primero y te diré lo que vaya viendo.

        El elegante coche de caballos pasó grácilmente ante los ojos de Carlos, mientras al fondo se deslizaba un hermoso río. Una señora con un larguísimo vestido antiguo esperaba impaciente poder cruzar la calle, siguiendo al coche con la mirada hasta que creyéndose segura, caminó directamente hacia Carlos. La vio pasar, a su lado; ella no pareció notar su presencia y siguió altiva, caminando. Quiso tocarla y su mano chocó contra la fría pared del hoyo, arrancando algunas piedrecillas.

        Su alegría se disipó en un segundo y temblando, tomó con rapidez el radio y llamó a Esteban.

        La enorme nave se sumergió lentamente en el océano. Era inmensa y negra, muy negra. La contempló hasta verla desaparecer por completo bajo el agua. Dos segundos después Esteban contempló una multitud de pequeñas naves que casi ocultaban la luz del sol, un sol enorme y completamente rojo. Estas pequeñas naves, al igual que la primera, se hundieron una a una en el agua. Una sola nave abandonó la formación y cruzó el cielo en dirección a él; el instinto le hizo cubrirse la cabeza con los brazos.

        El retumbar de su propio casco lo sacó de la ilusión y lo encontró sudando.

        —¡Una visión del futuro! ¡No puede ser más que del futuro! El sol rojo, las naves...

        Cuando comenzó a ver cómo su cuerpo se estiraba lentamente, lo entendió todo. El agujero negro se lo estaba tragando.

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Nació en Nuevo Laredo Tamaulipas. Estudió Sistemas Computacionales en el Instituto Tecnológico de Nuevo León, Generación 2001.Formó parte del taller Terra Ignota. Fue antologado en 8 lecturas para el baño; 9.9.99 y Bacanal Mutante antologías que recopilaron cuentos producidos por integrantes del taller literario Terra Ignota en coedición con diversas instituciones culturales.

Es autor de la novela Río de redes, publicada por Editorial Yoremito, el Centro Cultural Tijuana y el CONACULTA.