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El coño, el diablo y el verdugo

Mención en Republica Dominicana en el Concurso Internacional de Cuento "Casa de Teatro"
2003 y se publicó en la antología editada en ese año.

 

José Luis Basulto

I

En sólo un movimiento temerario en reversa, Brandy estacionó en Villa Francisca su deslumbrante jeepeta del año, luego se dirigió hacia mí con esa autosuficiencia ramplona de quien te mira, pero no te ve, me dijo. —¿Y Jimmy? —Espérame, verdugo, —y ayudé al apenado conductor a recoger del suelo la puerta abollada del destartalado concho.

Brandy me tatuaba el brazo del alma con una segunda pregunta vergonzante.

—¿Cómo é que tú te atreve a viajar en eso, coño? —alivié el dolor de ese trazo pensando que efectivamente, Brandy, Jimmy y yo, desde niños éramos los coños más unidos del barrio, los diablos más temidos del baloncesto en toda la provincia y los verdugos bachateros de los bailes de San Cristóbal.

—No sé, verdugo, ayer supe que lo asaltaron en el paseo del Mirador Sur. Supongo que como se acaba de cambiar a una pensión aquí cerca en la Zona Colonial, no debe de tardar.

Y al meterme la mano en el bolsillo para pagar el pasaje al conchero, sentí que los cheles habían desertado quién sabe por dónde.

Por enésima vez en aquella mañana, tuve la sensación de verme abandonado a una de esas suertes que nunca se desayuna, que nunca nadie saluda por que está siempre llena de pulgas y sarna. En resumen, una suerte muy perra que a cada salida del sol en el vasto horizonte del mar Caribe, hace que me pregunte: ¿valdrá la pena levantarse?

Brandy, en menos de lo que se los cuento, sacó diez pesos de su bolsillo y pagó mi transporte sin esperar el cambio ni nada a cambio.

—¡Coño, pero é que aquí no se puede vivir, todo te roban!

Y entonces, apareció Jimmy, el Jimmy de semblante radiante, cadera ondulante y humor sidoso o sea, muy contagioso. Jimmy, al ver como metía incrédulo el dedo índice por el sospechoso orificio del bolsillo por donde supuestamente habían huido los cheles, se manifestó a diente sonriente.

—Pero ven acá, ¡diablo!, tú tá má arruinao que pordiosero mutilao de la Chulchil.

Y no pudiendo aguantar, hasta el conductor del inservible concho al ver mi miseria soez, también se rió.

Haciendo caso omiso de los olores pestilentes del Parque Enriquillo, los tres alegres campeones, nos acomodamos en los lujosos asientos de piel del amplísimo interior de la jeepeta. A recomendación insistente de un Jimmy que se masajeaba la barriga…

—¡Diablo, que hambre que tengo!

Nos encaminamos hacia el MacDonalds de la Máximo Gómez.

La confusa policía del Amet, los semáforos sin luz y los tapones interminables, dieron oportunidad a que ese Jimmy, alegre y bonachón, nos entretuviera contando al detalle cómo fue que un par de malvados morenos le habían despojado de su bicicleta en el paseo del Mirador Sur. —¡Diablo!, suerte que a uno de esos demonios le detuve con las dos manos tremendo machete con el que me quería asestar una tajada a la mitad del rostro, si no imaginen que me hubiera dejado la cara partida como culo, entonces no sólo estaría hablando mierda como siempre, sino que en cada exhalación estaría echando de… —y Jimmy nos bañó con un ¡prrr! Que le salió de esa boca carnosa.

Reí, no cabe duda que esos cachetes inflados y ojos saltones tenían ingenio y gracia, pero pensaba para mis adentros que en lo de Jimmy no había habido ninguna suerte, en el pueblo de San Cristóbal, él era el mejor atajador de canastas que jamás había visto en mi vida. Así que, a mi humilde parecer, lo que verdaderamente le había salvado la vida había sido esa agilidad deportiva que graciosamente desenvolvía su imponente estatura de más de seis y medio pies.

Lástima que una enfermedad, heredada posiblemente de alguno de sus estilizados ancestros que estúpidamente se dejaron capturar en alguna selva de Benin, fuñiera su carrera en el baloncesto nacional. Mientras hablábamos mierda y media de nuestra canina suerte, del básquet de la NBA y, sobretodo, de los haitianos, que según mi bisabuelo cimarrón, “echaron a perder este país”, oíamos y cantábamos al unísono la pegajosa parodia de un fragmento de la canción del boricua Rafael Hernández, “El Jibarito”, hecha merengue por el irreverente grupo “Mala Fe” que estaba de moda:


“...en mi viejo San Juan,

cuántos sueños forjé....

¡Me deportaron! ¡Me deportaron!”

Con todo lo que nos pasaba, Jimmy y yo (yo era el otro con ascendentes de supuestos príncipes somalíes que se dejaron ingenuamente esclavizar por algún traficante árabe abuelo de Saddam, venido a menos), francamente, ya no podíamos vivir más en esta parte del paraíso quisqueyano rebautizado sin los haitianos como República Dominicana. Ambos estábamos a punto de yola.

—¿Y los tiburones, verdugo? ¡Diablo! Primero te saborean a ti. –dijo Jimmy con sus verdes ojos fijos en mi rostro, exagerando su paladar para saborear su big mac con un exhibicionismo sensual inusual —Y luego me agarran a mí de postre, pues por mis venas corre sangre con un gustazo a biscochito de chocolate, ¡mmmhmm tan ricos que debemos saber los dos!.

De nuevo, aquí venía otro ataque de carcajadas que no se hizo esperar, pero mi semblante se volvió sombrío cuando rememoré súbitamente el asunto del azúcar en su sangre.

Fue aquel día en que fui testigo presencial de cómo en la final de baloncesto interprovincial entre nosotros, los Diablos Rojos de San Cristóbal y los adversarios, los Tigres Blancos de San Francisco de Macorís, Jimmy al no encestar un tiro de castigo en el último segundo, palmó en el acto, desmayándose sobre la duela del piso del gimnasio ante decenas de espectadores, “¡coma diabético!”, diagnosticaron los galenos que le asistieron de emergencia.

Desde entonces, Brandy, quien primero lo recogió del suelo, de ahí en adelante pasó por lástima o qué se yo, a cumplirle todos sus caprichos, inclusive aquellos que iban en contra de su propia salud, como era el vaso de coca cola “XL”, que el Jordan dominicano se bebía, mientras masacraba plácidamente a las hamburguesas rellenas de queso amarillo y bañadas en ketchup roja, naturalmente todo prohibidísimo por los endocrinólogos más respetados de la isla.

Lo que sí era muy cierto es que, no cabía duda, la simpatía innata de Jimmy, era el eslabón que mantenía juntos a este grupúsculo de locos de atar compuesto por tres alegres campeones.

Brandy, como queriendo adelantársenos (pobre iluso), pagó con entusiasmo la cuenta de los combos con la solidez de su aplastante tarjeta gris platinum plus. Luego, y antes de que algún loco fundamentalista atentara contra el fast food amerigringo, a propuesta de Jimmy, dizque para bajar la comida, nos encaminamos por los alrededores y, sin querer, nos detuvimos (más bien, me detuve) ante una larga cola de gente que abanicaba su impaciencia por conseguir el visado delante del consulado americano.

—Pero, no pongas esa cara, coño...— m pidió Brandy.

Y súbitamente quité mi cara de coño, pero no fue suficiente para continuar mi andar, pues se evidenció que Jimmy tampoco podía ni dar un paso, ni ocultar su cara de diablo empobrecido, ambas: mi cara de coño y la cara de diablo empobrecido estaban ahí, absortos delante del consulado gringo, como perros de carnicería lamiéndose los bigotes.

Era de suponerse que ninguno de los dos tenía siquiera con qué poder calificar de manera elemental para obtener una visa yanqui. Fue en ese momento, cuando Brandy, tan fácil como sacarse otros diez pesos del bolsillo, propuso que los tres nos fuéramos a Chicago, Jimmy lo festejó saltando como buloya ebrio de carnaval, yo permanecí en mutis por no entender un carajo de la vaina que Brandy a continuación nos explicaría.

Él tenía hechos algunos contactos con un cliente que frecuentaba a las mejores hembras bachateras de “El Kuliquitaka”, la discoteca de Brandy, el fulano, un tal Ortiz noséqué, resultó ser un mexicano patilludísimo dueño, a su vez, en Santo Domingo del restaurante “El Macuto Azteca”, que se dedicaba a eso, a macutear los documentos de todo tipo, para conseguir visados extranjeros.

Según Brandy, Ortiz noséqué contaba con excelentes contactos dentro de una embajada, además él sabía cómo conseguirnos las constancias de cuentas de banco firmadas por auténticos gerentes fantasmas y lo más importante, una carta con teléfono cien por ciento verificable, para participar en un inexistente curso de capacitación para arreglar satélites espaciales en un lugar de México llamado Aguascalientes que a Jimmy le cayó muy bien porque, según él, nunca le gustó bañarse con aguas frías.

—¡Coño, que esto es serio! –nos regaño Brandy.

Cuando paré de reír de ver lo enojado que se había puesto Brandy, mejor paré la oreja y luego, enterado de todo, no me resistí y exteriorice mi extrañeza.

—¿Irnos? Pero, verdugo, si tu no tienes necesidad. Tú tienes cuartos, discoteca, jeepeta, con los cheles que tu padre tiene calificas sin problema para cualquier visa, inclusive la yanqui.

— Nada, nada –me reconvino Brandy. El vendería su jeepeta y nos facilitaría a cada uno los cinco mil dólares que se necesitaban para dárselos al buscón tlalcazteca llamado Ortiz noséqué —¡me pagarán allá cuando comiencen a trabajar, coño!

Yo me quedé pensativo.

—Y, pa tragarse la mentira, verdugo, de que somos ingenieros de la NASA esa ¿cómo se reparten esa endiablada cantidad de dinero?”.

Si la pregunta la hubiera hecho yo, seguramente Brandy me hubiera mandado al diablo, pero como la hizo su gran amigo, Jimmy…, hasta le festejamos el ocurrente cuestionamiento.

—El patilludísimo se queda con cuatro mil que reparte aquí y allá, por supuesto que esto ya incluye los gastos de transporte Santo Domingo—Chicago, a su contacto en la embajada sé que le dan mil verdes para que nos limpie el camino de estorbos.

Brandy abrazó a Jimmy y bajándole la cachucha del deportivo Licey, le prometió llevarlo a ver un juego de la NBA.

—Te va gustar, coño.

Pensé que iban a darse un beso esos dos tígueres, pero en vez de eso, Jimmy, haciendo a un lado a Brandy, me dio un tope con su frente en la frente mía, clavándome una mirada de guerrero zulú tan entusiasmado con la idea que parecía que iba a cazar un león.

II

Aquel día que fuimos a la casona vieja e inservible que alberga la embajada mexicana, tuve un mal presagio. Noté que una de las mal encaradas empleadillas dominicanas que atendían al público, no se había tragado el cuento de que éramos ingenieros de la NASA esa, mismo que había tratado de defender un sudoroso Jimmy, ¡qué mierda iba a saber él de satélites espaciales! Entonces apareció una mexicana altota, jetona y flacucha a entrevistarlo, la funcionaria traía una mirada de:

“dime, mi frente, te vas a pasar del otro lado, ¿verdad?”.

A Jimmy comenzó a girarle un Sputnik alrededor de la cabeza.

—¡Coño, se te subió el azúcar, hermano! ¿Dónde está el baño?

 

Se abrió un gran hueco entre el público de la sala del consulado y minutos después, sentado sobre un inodoro Jimmy se inyectó a tiempo su insulina y el color de indio lindo le volvió a su rostro. Salimos de ese apestoso baño muy intranquilos y puteando mentalmente a todo el mundo, sobretodo al macutero azteca que supuestamente nos iba a limpiar de estorbos el camino.

Al otro día, Ortiz noséqué nos invitó a El Macuto Azteca a cenar unos tacos, mientras nos salía lumbre por la boca, veíamos como, bien borrachos, Ortiz y su paisano, un chaparro barrigoncísimo, se juraban amistad eterna.

—De que tus cuates se van… se van, carnal, yo pongo en cintura a las empleadillas pendejas esas de la ventanilla ¿pos qué se creen? Cuando yo quiera, mira: así las corro.

—¡Seguro, mi buen!

—¡Ah! Y con aquella pinche vieja jetona que la quiere hacer de tos, yo le arreglo su asuntito, para eso soy el mandamás de esa embajada y que tizne a su madre la embajadora que no entiende un carajo de estos negocitos tan productivos.

—¡Seguro, mi buen!

—Pero, mi buen amigo Ortiz, te vas a caer con otros mil panchólares.

Y guiñándole un ojo, el patilludísimo le indicó a Brandy que se encontraran en la cocina. Brandy ya iba preparado para eso, pero no por ello dejó de refunfuñar su primer “hijo´e la gran puta” con el que inauguraría una larga temporada de los mismos.

Yo me sumergí en la impotencia verde del guacamole cuando supe que eran mil dolarucos más, pero por cada uno. En ese momento me arrepentí, ya no quería ir a los Estados Unidos, pero el gusanito de ser yo el que pudiera comprarle de cumpleaños a Jimmy un reloj de pulsera que le midiera la glucosa en la sangre y a Brandy a comer unos verdaderos tacos tex—mex y no estas mierdas que vendían aquí, me hizo bajar la mirada y pensar en trabajar duro aunque fuera disfrazándome de ratón correlón Speddy González ¡qué más daba!

Jimmy recibió con una típica mirada de cuéntamelo todo a Brandy.

—¡Nos vamos el viernes vía Panamá, coño, por Copa!.

Los tres alegres campeones nos pusimos como locos y a la mañana siguiente comenzamos a hacer el equipaje.

—Envuelvan todo en fundas de plástico, coño. Me lo recomendaron para que no se moje la ropa al cruzar el río Bravo en la frontera –dije sintiéndome el muy experto.

Ya del otro lado, según Brandy, nos irían a montar en una guagua, directito a la tierra de los Bull´s. Al fin dejaríamos atrás los jardines pestilentes del Parque Enriquillo y el trabajo pésimamente remunerado y peligrosísimo de moto—concho que me ofrecían en el ensanche Honduras.

III

Fue una noche de ámbar brillante, todo corría con normalidad, yo le cargaba su suéter a Jimmy, Jimmy le cargaba sus cedes a Brandy y Brandy cargaba con nosotros dos, y así, en tierra del mariachi, las autoridades migratorias, de mala gana, nos sellaron las visas que estaban firmadas, de muy buena gana, por el paisano de Ortiz noséqué.

Sí hombre, aquel que trabajaba en la embajada y que no sé cómo se salto a todas las mujeres mal encaradas que atendían el consulado.

¿Ya no se acuerdan?...

Ok, ahí les va de nuevo: aquel chaparro barrigoncísimo se salió con la suya, más bien con la nuestra (los casi veinte mil dólares en que Brandy mal vendió su jeepeta) y a nosotros nos dejó sólo una efímera posibilidad de ver convertido en realidad nuestros planes.

¿Que qué planes?...

A Brandy le habían prometido sus amigos de allá que sería el disc—jockey de una discoteca en Chicago, al parecer, poco le importaba que fuera de latinos—gay, mientras que Jimmy (y sus más de seis pies de poderosa musculatura), se haría cargo de la seguridad en la puerta del local y yo, por mi parte, con una habilidad que aprendí en el colmado de mi barrio, llevaría la contabilidad de los cuartos en esa disco—gay. Verdugo, todo parecía un sueño. De repente ¡zap! Desperté.

Un tipo bigotudísimo como el Zapata de las películas mexicanas, nos recogió en el aeropuerto de la inmensa ciudad de México, nos metió a empujones y gritos en una jeepeta sucia de cristales obscuros.

—¡Coño, que no somos animales!” –se quejó inútilmente Brandy.

—¡Cállate, cabrón, o aquí te bajas! –le gritó el bigotudísimo.

Brandy rumió otro “hijo´e la gran puta” a salud de nuestro guía durante todo el camino.

 A mitad de una carretera más larga que la cuaresma, Zapata nos dejó con un tipo cejudísimo al que le llamaban Piporro, otro verdadero hijo´e la gran puta, pues nos obligó a hospedarnos en un hotel piojoso que tenía unas sábanas asquerosas.

Cómo extrañaba mi dominicanísimo Parque Enriquillo con todo y sus pestilencias. Sin embargo, nos reconfortaba la idea de que todo indicaba que estábamos cerca de la frontera con los Estados Unidos de América.

Ya para amanecer domingo, me extrañó no haber visto aún señal de algún río. Piporro el cejudísimo, entonces conversó con un tipo de cabecita redonda pegada al cuello al que llamó Nacho, este nos dijo con acento de ratón correlón.

—¡Ni madres! Hay que lanzarse a cruzar la frontera ahorita que no había sol, pa´que no nos viera la migra.

Nos miramos entre los tres alegres campeones, ya estábamos sobre el riel y ni modo que descarrilarnos a última hora. Jimmy entonces, queriendo hacerse el gracioso, dijo esa frasecita que todavía no deja de rebotarme en el cerebro como palomita de maíz cada vez que se la oigo a alguien.

—Adelante compañeros, a paso de vencedores.

Nacho, ni si inmutó por las históricas palabras que sólo nos llega a nosotros los dominicanos, llenó su cantimplora de agua a la que adicionó una buena medida de sal, sólo yo reparé en ese detalle, pero mi entusiasmo desmedido no le dio ninguna importancia en ese momento.

Brandy metió en una media blanca sus dólares bien enrollados, Jimmy, forró sus jeringuillas e insulina en una funda plástica a prueba de agua, yo besé la medallita de oro de la Virgen de la Altagracia que me regaló una noviecita de Higüey que, preñada de tres meses, había dejado encargada a mi futura suegra a quien, para variar, tuve la mala idea de dejar embarazada de cuatro meses, y que según advertí, el día que me despedí de ellas, ninguna le había confesado a la otra su estado. Pero ésta no es la historia de ellas, así que mejor se las cuento otro día con más calma. ¿Ok?

Recuerdo que caminamos lo que quedaba de la noche, Nacho detuvo su andar, miró los cactus espinosos a su alrededor y tendió un sarape multicolor para acostarse,

—Cuarenta minutos y llegamos a gringolandia, descansen –dijo el guía mexicano dejando caer su bolsita de plástico muy típica entre esta gente.

 Y Jimmy sudoroso pero contento, se dejó caer en su sleeping bag cuan largo era en la fría y pegajosa arena del desierto. Vi como Brandy se acercó a un órgano en donde anidaba una lechuza que volteo la cabeza ciento ochenta grados para no ver el arco iris de su meada espumosa y taladrante. Yo me daba un baño de luna llena de cicatrices y, sin percibirlo cada uno se fue quedando dormido en un profundo y desolado sueño con la seguridad, tal vez, de que al otro día, por primera vez, valdría la pena levantarse.

 —¡Coño, despierten! —gritó Brandy.

Jimmy se levantó como para encestar.

El Nacho, “hijo´e la gran puta”, había desaparecido y con él la media blanca con los dólares de Brandy, los remedios de Jimmy y la medallita de mis preñadas. Comencé a correr desesperado, hundiéndome lastimosamente en la arena amarilla, como amarillo estaba el sol que nos incendiaba de furia.

—¡Carajo, no se nos ocurrió traer agua, coño! –dije lastimerante.

—¡Diablo! Y todavía nos dijeron que nos mojaríamos al cruzar la frontera, nos trajeron aquí sólo pa´robarnos —me secundó quejoso Jimmy.

 Brandy no pudo más y soltó un desgarrador grito de impotencia.

—¡Mexicanos hijo´e la gran puta, coño!.

Y comenzamos a temblar de calor, en el Caribe no hay desiertos tan grandes como éste, ni tan solos, ni tan secos, no sabíamos qué hacer. Cuando paramos de escupir coños, diablos y mexicanos hijo´e la gran putas, nos consoló la idea de que estuviéramos en verdad a cuarenta minutos de la tierra de Bush, si es que no nos había mentido el Nacho también en esto. Así que comenzamos a andar.

A las tres horas el calor me había secado los pensamientos, Jimmy tenía el azúcar tan alta o tan baja ¡qué se yo, no soy médico!, nos asustaba con sus labios marchitos que parecían extremos de carbón color ceniza. Brandy se desvivía por seguirlo sosteniendo a como diera lugar. Para esa hora, la arena ya calcinaba la suela de nuestros zapatos tenis, no había una maldita sombra en kilómetros de arena a la redonda.

—Déjenme aquí y vayan a buscar ayuda ¡diablo!.

 Pero sin haber una sola piedra que sirviera de señal para reconocer el lugar, era condenar a Jimmy a una muerte espantosamente solitaria.

—No, coño, yo no te dejo, te juro que me quedo contigo, nos rescatarán y te llevaré a ver a los Bull´s” –dijo Brandy.

Haciendo a un lado bruscamente a Brandy que lo sostenía vigorosamente, Jimmy estiró su largo brazo hacia mí, instintivamente me le acerqué para reconfortarlo, momento en que él forzó un beso en mi mejilla que rozó la comisura de mis labios al tiempo que me musitaba que lo perdonara.

 —Pero, verdugo, ¿qué é lo que tú quiere decir? –le pregunté atónito.

 —¡Pedirte perdón, diablo, por traerte aquí!

—¿Perdón?

Como no entendía un carajo, escarbé en los ojos de Brandy a ver con qué me iba a sorprender. Así me enteré que en esta aventura, yo nunca había estado en los planes originales de Brandy.

—Salías demasiado caro, coño. Pero la posición innegociable de Jimmy “o iba su verdugo, ó no había viaje”, me obligó a montar el teatrito aquel que se dio en el MacDonalds que estaba al lado del consulado americano ¿te acuerdas, coño? –me preguntó Brandy.

Todo era parte e una escenificación para tentarme a que me les uniera en esta locura de cruzar la frontera México—norteamericana ilegalmente.

Entonces, ahora sí, con más ansiedad, busqué en los ojos vidriosos de Jimmy la verdadera razón del por qué esa enorme testarudez para que yo lo acompañara, en efecto, sus ojos, ahora acuosos, me lo dijeron todo con una mirada de ternura que jamás me había mostrado, aunque… (esperen, sí, ya lo recuerdo), esa mirada ya se la había visto antes.

¡Cómo no, verdugo!

Fue hace muchos años cuando dejé de ser nené en el colegio. Precisamente aquel fuñido día, ¡cómo lo voy a olvidar, verdugo! Luego que derrotamos a los Toros Negros de Barahona, una morena guapísima se lanzó a abrazarme, besarme y acariciarme el rostro con una emoción tan espontánea que, de plano, me fui pitando a los vestidores con ese ardor inexplicable que comenzó a darme.

 Fue ahí, verdugo, cuando no soportando lo efusiva que se encontraba mi masculinidad, Jimmy, mi viejo compañero de equipo, se apareció de repente a mis espaldas y viendo mi ignorancia en relación a las poluciones onanistas (Verdugo, ¿qué iba a saber un niño de trece años de eso?), me enseñó los detalles por primera vez, más bien, ante mis atónitos ojos, él solito lo hizo y lo hizo… a fuer de ser sinceros, con mucha maestría y, según él, de manera absolutamente desinteresada, “solo es un favor que un diablo le hace a otro diablo, algún día comprenderás”.

En efecto, ahora veía la misma mirada plañidera que le vi en aquel entonces a Jimmy y que, hasta ahora, jamás había entendido de qué se trataba.

Jimmy se había jurado, ingenuamente, que sólo entregaría su rinconcito virginal a aquel “verdugo de su existencia” en que sin saberlo, me había convertido yo

—¡Óyeme! —Brandy me miró severo —¡Vete tú, coño! Estás entero, te será fácil encontrar ayuda y regresar por nosotros.

—No me diga eso, verdugo —y vi en sus ojos la necedad del manatí que por nada del mundo se separaría de su ser amado.

Entonces caminé, caminé sin voltear evitando ver lo que mi nuca a través de tremendos escalofríos me confirmaba: un Brandy doliente, jamás correspondido por un Jimmy que había planeado segundo a segundo, centímetro por centímetro la manera de seducirme. Caminé sin confusión, sin arrepentimiento por no cumplir la última voluntad de un pobre diablo moribundo, caminé pensando en la devoción inaudita de Brandy, caminé diez veces los cuarenta minutos que mencionara el Nacho. Ven acá verdugo. Caminé hasta que se fritó el verdugo que había en mí y entonces, dejé de caminar.

IV

Cuando desperté, me dijeron que era viernes, habían pasado cinco días.

—¿Venías acompañado?

—Sí –le dije al rostro grasoso de un doctor que me atendía.

Una caravana de rescate salió de prisa al encuentro de dos cuerpos secos acartonados. Los trajeron para hacerles la autopsia y costó separarlos pues estaban fundidos en un abrazo uno atrás del otro. Yo respetaría la memoria de los tres alegres campeones de San Cristóbal que quedaría a salvo de las maledicencias pueblerinas.

 Una semana después, ya recuperado de la deshidratación a base de suero salado (ahora entendía el por qué el Nacho le echó sal al agua), simplemente como decía la canción del grupo merenguero Mala Fe, me deportaron.

V

Meses después, en una de esas mañanas que vale la pena levantarse en San Cristóbal, paseando en la carriola doble a mis hijos Brandy y Jimmy, de repente vi que en sólo un movimiento temerario en reversa, se estacionó al lado de la cancha de básquet, una deslumbrante jeepeta del año.

De su amplio interior, una mujer malencarada, que creí reconocer porque su rostro me reconoció, levantó su brazo y me señaló. Entonces, como si regresara a mis peores pesadillas que no me han dejado dormir en los últimos tiempos, descendió pesadamente uno de esos tipos que mal imitan al Chente Fernández; patilludísimos, chaparro—barrigoncísimos, bigotudísimos, cejadísimos y, para colmo, con la cabecita redonda pegada al cuello y rostro grasoso, que dijo llamarse Onésimo noséqué.

Este fulano se me paró al lado y con esa típica autosuficiencia ramplona de quien te mira, pero no te ve me dijo.

—El que originalmente los vendió como puercos para dejarlos achicharrarse en el desierto, era de los nuestros, diplomático. Lo siento, pero si les sirve de consuelo a usted y a los padres de Brandy y Jimmy, permítame decirle que ese hijo de su chingada madre, ya cayó. Si quieren, agradézcaselo a esa mujer malencarada que fue la única que tuvo el valor de testimoniar para agarrar a los principales. Ella no ha querido bajar de la jeepeta para no arriesgarse más, porque no cayeron todos, algunos andan todavía sueltos, inclusive aquí en la isla y bien sabe ella, que las represalias de estos pájaros de cuenta no se harán esperar. Ella cumplió como dominicana bien nacida con su conciencia y nosotros cumplimos respaldándola.

Luego, sin más protocolo, abordó la jeepeta del año cuya matrícula diplomática amarilla fosforescente apenas vi esfumarse detrás de una cortina de polvo que levantó como si fuera el ratón correlón, Speddy González.

  Entonces, pensando en los tres alegres campeones, al tiempo que arrullaba a mis dos bebes que también tienen su historia, me parecía escuchar la simpática voz del goloso de Jimmy resonar en mi cerebro, ante un imaginario gesto adusto de Brandy.

—“¡Diablo! Ven acá, verdugo, entonces después de todo, no todos los mexicanos son unos hijo´e la gran puta ¡coño!”.

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Este registro se añadió el 28 de octubre 2009

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José Luis Basulto

José Luis Basulto

Escritor mexicano


Radicado en Cuautla, Morelos (México).

—Licenciado en Derecho en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

—Estudios de Maestría en Lingüística Aplicada (UNAM).

—Doctorado Honoris Causa de la Universidad Tecnológica de Santiago (UTESA), República Dominicana.

—Presidente de la Asociación Dominicana de Inteligencia Artificial (ADIA).

—Dramaturgo, traductor, ensayista, periodista, historiógrafo, investigador científico y compositor.

—Diplomático de Carrera en la Secretaría de Relaciones Exteriores de México en los últimos treinta años.

—Ha publicado diversos artículos, cuentos y una novela en México, Brasil y República Dominicana.

—Su dramaturgia se compone de obras como: "El tercer ojo", El pájaro feo", El mejillón" y "Kipling y las 6ws" llevadas a escena en los principales teatros de República Dominicana en donde "El Supermercado" obtuvo una mención en el Festival Internacional de Teatro de ese país.

—Sus cuentos han sido premiados u obtenido mención en concursos internacionales en México y en República Dominicana (El coño, el diablo y el verdugo).

—En 1999, con introducción del poeta brasileño Haroldo de Campos se publicó en portugués el cuento "O Tercer Olhio". 

—En el año 2000, el escritor mexicano, Enrique Serna, lo incluyó en "LOS MEJORES CUENTOS MEXICANOS" de la editorial Joaquin Mortiz, 2000, México.

—Ha escrito una colección de cuentos titulada "Rescate en Haití" que va en su primera reeimpresión en la República Dominicana.

—La novela histórica "Cuiloni, historia de una lágrima" (Ed. Felou, México 2008) desde su publicación ha despertado polémica en distintos blogs que pueden ser visitados por internet. 

—Colaborador de diversos diarios en República Dominicana y los Estados Unidos como crítico literario.

—Actualmente se desempeña como uno de los cónsules mexicanos en los Estados Unidos de América.

Su lema es "Aude sapere!" (Atrévete a saber!)
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Rescate en Haití






Un videocuento de José Luis Basulto en la red.

Las tres tortillas de maíz con sal


Cuiloni

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Novela de José Luis Basulto