Enrique García Díaz

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El aprendiz de relojero

 

 

Enrique García Díaz

 

          No voy a contarles como llegaron a mí los papeles manuscritos del célebre anticuario y escritor  LaTour,  ya que estas cosas suceden de muchas maneras, sino más bien lo que estos contienen. Lo que si es cierto es que dicho legajo estuvo a punto de correr una suerte diferente a la que finalmente tuvo. Por lo que respecta a la autenticidad o no de los hechos que a continuación voy a relatar sucedieron tal y como aparecen reflejados y que comienzan en una otoñal mañana en una pequeña aldea en la que vivía un experto relojero junto a su hija. Era una muchacha muy hermosa a la cual no le faltaban pretendientes cada día en su puerta. Su padre, experto relojero y viudo desde hacía ya bastantes años, se mostraba en cierto modo preocupado puesto que temía que Berta, que era como se llamaba su hija, se quedara sola en el mundo cuando él ya no estuviera. Día a día sentía como las fuerzas le abandonaban y veía cerca su fin. Es por ello que había decidido transmitir sus conocimientos acerca del funcionamiento de la maquinaria de los relojes, y en concreto el que poseía el rey en su palacio. Cada vez que aquel se estropeaba el rey mandaba llamarlo para que lo reparara, pues solamente él conocía cómo estaba fabricado.

          Un día llegó a la aldea un joven de aspecto humilde vestido con ropas algo gastadas y envuelto en una capa azul. Llegaba en busca del relojero, pues había oído decir que era el mejor del país. Decido a perfeccionar el oficio emprendió camino hasta donde vivía. Al verlo el relojero le preguntó que quería.

          —He oído decir que sois el mejor relojero del país.

           Bueno, sí... eso cuentan, pero ¿qué deseas? –respondió sin darle importancia el hombre.

          —Quiero perfeccionar mis conocimientos –respondió el muchacho.

          —Lo cierto es que no enseño a cualquiera. Este es un trabajo que requiere mucha dedicación y precisión.

          —Ya la poseo.

          —¿Entonces, sabes algo de relojes?

          —En la ciudad de la que vengo hay algunos talleres en los que he aprendido. Pero se han quedado pequeños para mis ganas de prosperar. Algunos de los relojeros que allí viven no son capaces de reparar cierta clase de relojes, los más antiguos. Dicen que cuanto más antiguo es el reloj más complicada es su reparación, ¿es eso cierto?

          —Ya lo creo –respondió el relojero mirando al muchacho por encima de sus gafas.—Por cierto, ¿cuál es tu nombre, muchacho?

          —Me llamo Karl.

          —Y dime Karl, ¿tienes dinero para pagarme las clases?

          —Si señor, tengo aquí todos mis ahorros –respondió mostrando una pequeña bolsa de cuero.

          —Sabes, no acepto gente así, de buenas a primeras. Deberás mostrar tu valía –comentó enarcando las cejas.

          —¿Qué tengo que hacer? –preguntó impaciente el muchacho.

          —Por lo pronto, quítate la capa esa que llevas puesta y acércate.

          El muchacho obedeció las órdenes y se aproximó hasta la mesa de trabajo sobre la cual se encontraba apoyado el relojero. Sobre ella estaba expuesto el mecanismo de una reloj de pared bastante antiguo.

          —Escucha bien, este reloj pertenece a una persona muy importante de la aldea. ¿Sabes a lo que me refiero? –le comentó con gesto serio.

          El muchacho asintió algo nervioso.

          —Pues bien, quiero que le eches un vistazo y lo arregles mientras yo voy a buscar a mi hija. Ten mucho cuidado, pues ese reloj significa mucho para su dueño.

          —Si señor, la tendré.

          —De este modo veremos si es cierto que puedes servirme como ayudante.

          El relojero se marchó dejando a Karl solo en el taller dando vueltas y vueltas alrededor de la mesa escudriñando el reloj desde todos los ángulos para ver que le ocurría.

          Transcurrida una media hora el relojero volvió al taller y se encontró al muchacho sentado en un rincón con los brazos cruzados sobre el pecho.

          —¿Qué haces ahí? –le preguntó Fausto, que así se llamaba el relojero,   extrañado por no verlo trabajando en el reloj que le había encargado.

          —Ya he terminado con el reloj –respondió mientras se incorporaba de la silla y avanzaba hacia la mesa sobre la que se encontraba funcionando el viejo reloj.

          Fausto no daba crédito a sus ojos.  Berta, su hija, entró en el taller para conocer al joven y se dio cuenta de que el viejo reloj funcionaba.

          —Por fin lo ha arreglado padre. El reloj del abuelo.

          —Yo...yo no he sido, hija mía. Ha sido él –respondió señalando con su mano hacia Karl, quien no apartaba la vista de Berta. Qué muchacha más hermosa y dulce, pensó nada más verla. Tendió su mano para estrechar la de la joven muchacha y el simple roce de ambas hizo que lo dos sintieran lo mismo.

          —Si has conseguido arreglar el viejo reloj del abuelo, es que debes de ser una maestro relojero muy famoso –comentó Berta ruborizándose por la forma en la que la miraba el muchacho.

          —Nada de eso, señorita. No soy más que un simple aprendiz cuya máxima ilusión sería aprender de vuestro padre, el afamado relojero de la región.

          —Ejemm, bueno –interrumpió Fausto a los dos jóvenes que continuaban mirándose el uno al otro como dos enamorados.—Creo que... en fin te has ganado el derecho a quedarte en mi taller. No me vendría mal un poco de ayuda.

          De esta manera el joven Karl pasó a ser el aprendiz del más famoso relojero de la región. Y durante todo este tiempo la relación entre él y Berta se fue haciendo cada vez más especial. Fausto, aprobaba dicha relación pues consideraba a Karl como un hombre de provecho. Pero sobre todo veía que a su hija se le iluminaba el rostro cada vez que el joven se le acercaba.

          Sin embargo, pronto hubieron de separarse. Fausto le aconsejó a su aprendiz que debería marcharse de la aldea y poner en práctica todos sus conocimientos. Así, el día de la despedida llegó. Karl emprendió un viaje sin destino fijo pero que le llevaría por las ciudades y aldeas más recónditas del país con el firme propósito de demostrar su valía como relojero. Los años transcurrieron y el buen nombre de Karl comenzó a dejarse oír en todas partes. Pero mientras nuestro aprendiz dejaba de serlo para convertirse en un profesional, Fausto fallecía dejando sola a Berta con el taller y la casa.

          Por aquel entonces no le faltaron pretendientes a la joven huérfana. Pero ella los rechazaba aguardando el regreso de Karl.

          Sucedió entonces que Berta decidió poner a prueba a sus pretendientes. Berta, cogió el reloj de su abuelo y lo desmontó pues ella también poseía algunos conocimientos sobre los relojes.  Aquel que lograra volverlo a poner en funcionamiento sería el que obtendría su mano. La proposición llegó a todos los lugares del país, e incluso traspasó sus fronteras y jóvenes llegados de todas partes acudieron a probar fortuna. Pero ninguno logró superar la prueba. Muchos la consideraban imposible de llevar a cabo y acusaban a la muchacha de haberla elegido con el firme propósito de que nadie lograra superarla.

          —Sí puede hacerse.

          —¿Ah sí? –exclamó un pretendiente.—No me digas.

          —En una ocasión una joven aprendiz de relojero consiguió reparar este viejo reloj.

          —Bueno, ¿y dónde está? –preguntó otro pretendiente.

          —No lo sé –respondió en voz baja.—Ojalá regresara, pero sin duda ahora se habrá convertido en un hombre rico y no se acordará de mi.

          Los días pasaban y nadie lograba reparar el viejo reloj de pared. Una mañana un hombre vestido con ropas andrajosas apareció en el pueblo. Venía montado sobre un caballo algo escuálido. Se detuvo en las cuadras y preguntó por el relojero Fausto. Pronto se enteró de que aquel había fallecido hacía unos cuantos años.

          —¿Y la muchacha?

          —Vive sola desde entonces.

          —¿No se ha casado? –preguntó el extraño con un interés inusitado.

          —No. Aquel que quiera su mano debe superar una prueba –le informó el dueño de las cuadras.

          —¿Qué prueba?

          —Debe reparar un viejo reloj destartalado.

          El hombre permaneció en silencio sin decir una sola palabra.

          —¿No querrás probar fortuna? –le preguntó extrañado.

          —¿Por que no?

          —Hombre, si me permites te diré que no tienes aspecto de entender de relojes. Han venido los mejores de todo el país, pero ninguno lo ha conseguido.

          El pobre sonrió pero no dijo nada.

          —Y dime, ¿dónde queda la casa de la muchacha?

          —Siguiendo el camino. Ves, —le dijo señalando con su mano—aquella que sobresale por encima de las demás. Pero, ¿de verdad vas a intentarlo?

          El extraño se despidió del hombre y caminó en dirección a la casa que le había indicado. Al llegar a la puerta vio a una hermosa muchacha que lo miraba con gesto extraño.

          —Dime extranjero, ¿de dónde vienes?

          —Del otro lado de las montañas.

          —¿Más allá de la frontera?

          El extraño asintió sin decir una sola palabra.

          —Tal vez hayas oído hablar de un famoso relojero,..

          —¿Cuál es su nombre?,

          —Se llama Karl.

          —¡Oh sí!, he oído hablar de él.

          —¿Y qué dicen? –preguntó la muchacha embargada por la emoción de haber encontrado a alguien que pudiera darle noticias de su joven aprendiz.

          —Qué es sin duda uno de los mejores maestros relojeros del mundo. ¿Por cierto, me han dicho que quien quiera casarte contigo debe superar una prueba?

          La muchacha lo miró contrariada pues no esperaba que aquel extraño andrajoso pudiera realizarla.

          —Sí, así es. Se trata de montar y hacer funcionar un viejo reloj de pared.

          —¿Puedo probar fortuna?

          —Bueno, si así lo deseas –respondió Berta encogiéndose de hombros.

          La noticia corrió como un reguero de pólvora por la aldea y pronto una multitud de curiosos se apostaba en el taller del que fuera el mejor relojero de la región. Todos miraban contrariados a aquella extraña figura encorvada sobre la mesa de trabajo, pues no parecía que tuviera mucha idea de reparar relojes. Sus manos parecían torpes, hasta el punto de no saber como agarrar las herramientas lo cual producía risa entre los curiosos.

          —Vete a tu casa piojoso. No ves que no tienes ni idea –le gritaba alguno.

          —Vuélvete al lugar de donde has salido –le decía otro.

          De pronto, harto tal vez de los insultos, las manos cobraron una agilidad y una destreza jamás vista. Los que antes lo habían insultado ahora permanecían con la boca abierta o mudos de asombro. Berta, la hija del relojero, no podía dar crédito a sus ojos. El extraño había montado el reloj y lo había hecho funcionar ante el asombro de todos los presentes. Había superado la prueba. Pero, ¿quién era aquel pordiosero?

          —Sólo una persona habría sido capaz de montarlo y hacerlo funcionar –comentó Berta acercándose al extraño y retirando la capucha que le cubría. Su rostro ennegrecido y pelo graso ocultaba al verdadero aprendiz. Berta le ordenó que se lavase en el cubo que allí había y para asombro de todos el pordiosero resultó ser un joven atractivo.—¡Karl! –exclamó la muchacha mientras se arrojaba en sus brazos orgullosa del joven aprendiz de relojero.

          Sí, Karl, el aprendiz de relojero. Aquel muchacho que había reparado el reloj en una ocasión lo había vuelto a hacer.

          —Perdona por no haberte reconocido –se disculpó Berta.

          —Supe hace tiempo que tu padre había fallecido. La noticia me llenó de tristeza.           Después me enteré de la prueba que tenía que pasar aquel que quisiera casarse contigo, y como sabía que nadie podía repararlo me hice pasar por un pobre mendigo para volver a verte. Siento haberte gastado esta broma.

          —Pero, ¿por qué?

          —Antes de darme a conocer quería saber si aún te acordabas de mi.

          —Pues claro que sí. Desde el día en que marchaste, rogaba para que regresaras. 

          —Bueno, pues ya estoy aquí y no pienso marcharme nunca más.

          Desde aquel día el aprendiz de relojero ocupó el taller de su antiguo maestro y pronto fue mandado llamar a la corte donde el rey le encargó que le fabricara un reloj como regalo de bodas para su hijo. Fue tal la sensación que causó el reloj en la corte que el joven Karl pasó a ser relojero oficial del país y el encargado de reparar el reloj del rey.

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Doctor en Filología inglesa. Autor de contenido para proyectos de IBM. Colaborador literario.
 

 

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En el 2012 se publicó La guardiana del Manuscrito en la Editorial Mundos Épicos


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