Las ruinas, la nieve y el viento José Luis Velarde
La anarquía surgió de pronto… El Libro de las Desapariciones
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—Era la Nochebuena en Chicago. O quizá era la víspera de Año Nuevo en Nueva York, ya no puedo precisarlo. La memoria nunca ha sido mi fuerte y menos tras beber uno que otro vaso de whisky. Agradezco que se haya sentado en mi mesa y pueda platicar con usted. No es frecuente encontrar buenos interlocutores. Personas que atiendan charlas de desconocidos en un bar. ¿Usted invita la próxima ronda? —Claro que sí. Incluso pediré una botella. No puedo negar que su plática es muy interesante. ¿Usted es extranjero? Me pareció notar cierto acento en su voz. —En cuanto a su pregunta debo decirle que nunca he logrado acomodar como quisiera la dentadura postiza que cierto médico chambón colocó en mis encías. Esto me provoca una pronunciación singular y uno que otro mal entendido, pero éste es mi país. Y, antes de que se me olvide, es necesario manifestarle mi agradecimiento por su gentileza y trataré de mantenerla presente en la medida de mis posibilidades, ya le dije que soy un poco desmemoriado. Creo que mis recuerdos son caprichosos; aparecen cuando se les pega la gana y en ocasiones me hacen quedar mal. A veces repito la misma historia durante quince o veinte días consecutivos y de pronto soy incapaz de recordarla. Para entonces ya hablo de un tema distinto en otro bar. Camarero por favor traiga un litro del mejor scotch que tenga. —Parece tener prisa. —Perdón, perdón, pero parecía a punto de escaparse. Hay personas incapaces de servir a los demás con las atenciones debidas. No, no vaya a pensar que estoy loco o que el alcoholismo me confunde. Soy sólo un bebedor social. Un anciano jubilado que va y viene en búsqueda de compañía, aunque a veces olvide los nombres y confunda las fechas. Lo que sí recuerdo ahora y con bastante claridad es que aquella noche de navidad, o de fin de año, yo conducía de regreso a casa cuando vi a un muchachito semioculto en un portal. Una parada de autobús cercana me hizo pensar que esperaba el transporte y que no debía encontrarse demasiado lejos de sus padres. Seguí la marcha por un instante y luego detuve del todo mi auto cuando advertí que el niño estaba solo. La nieve crepitaba al paso de los vehículos cada vez más escasos. Se acercaba la medianoche y el frío iba en aumento. No se trataba sólo de los copos que caían sin detenerse, lo peor era el viento. Si usted ha soportado una ventisca en Chicago, sabrá a lo que me refiero. No importa cuántos grados marque el termómetro, la temperatura real siempre será mucho más baja por el factor de congelación introducido por ese aire interminable. Es una fiera ululante y helada que viene desde el Polo Norte sin encontrar un poco de sol que la reduzca y la domestique. Si eso no le parece lo suficientemente gélido, recuerde que antes de azotar a la ciudad, las ráfagas semicongeladas extraen más frío de los Grandes Lagos, por eso el viento se adentra en los huesos hasta ahuyentar todo deseo de salir a la calle, por más que se trate de las celebraciones más atractivas. La gente no desea nada más que permanecer oculta en escondrijos como los osos y dormir hasta que las marmotas señalen el inicio de la primavera. No quiero decir con esto que en Nueva York haga menos frío, no podría terminar de expresarlo sin que me juzgaran mentiroso, lo único que afirmo es que en Chicago, al menos yo, experimento más molestias. No importa que ambas ciudades se encuentren casi a la misma altura en un globo terráqueo y que el invierno disponga de humedad por todas partes. Yo hablo de fríos diferentes. A lo mejor el frío sólo es experimentado por los que castañetean los dientes. ¿O no? Aunque más allá de cualquier comparación yo siento que en invierno nos encontramos más propensos a que la tristeza se instale en el corazón. ¿No lo cree así? —Mmm. He visitado ambas ciudades y no encuentro mayores diferencias. —Permítame rellenar su vaso y de paso el mío ya que parece tener una fuga, aunque usted tampoco se queda atrás. —Será por el frío. Gracias. —Déjeme terminar y quizá lo vuelva menos escéptico. Desde mi humilde entender un corazón triste no es capaz de ofrecer digna resistencia al frío ártico; y éste se aprovecha de las ventajas concedidas. Un ramalazo de escarcha por aquí y unos carámbanos por allá hasta que uno se convierte en monigote de nieve. Un fantoche discreto con nariz de zanahoria, bombín apachurrado y ojos fingidos con dos pedazos de carbón irremediablemente sombríos. Un espantapájaros misántropo en medio de un jardín cubierto por tres mantos de hielo sin una cosecha que velar en muchos kilómetros a la redonda. Este panorama espantoso empeora si se añade una fecha que debiera ser festiva. Valgan estas acotaciones inútiles para volver al testimonio que estaba contándole. Figúrese usted lo que sentía aquel niño que no lucía muy abrigado cerca de una parada desierta de autobús. —Es muy triste su historia. —Bajé la ventana para preguntar al jovencito si necesitaba ayuda. Apenas me dirigió la mirada y lo vi retroceder para buscar el amparo de una estructura metálica abandonada un millón de años atrás en cualquiera de esas ciudades que a los visitantes les parecen igual de frías. No sé si se trataba de las ruinas de un edificio de departamentos. Un fantasma que durante muchos años había adquirido vida gracias a los ocupantes. Los mismos que se retiraron conforme el inmueble envejecía y se deterioraba sin que nadie se preocupara por arreglarlo. —Así ocurre en las grandes ciudades. —¿Las ruinas de un edificio? ¿La carcasa inservible de una nave espacial abandonada por extraterrestres confundidos entre la neblina espesa de la noche que intento recrear con su ayuda? ¿El esqueleto de un dinosaurio surgido de las profundidades de la Tierra? Ninguna de estas preguntas que planteo sin miedo de hacer el ridículo es despreciable. Bien podrían ser esbozos de respuestas en las ocasiones en que el sentido común se manifiesta inútil. De ese modo, en apariencia circunstancial, deben revelarse muchas verdades surgidas de meros atrevimientos. Lo malo es que somos muy pocos los que nos aventuramos a construir hipótesis, sobre todo cuando ni siquiera existe evidencia alguna de los hechos que pretenden aclararse. No es sencillo poner en marcha la imaginación y más complicado resulta ejercitarla cuando se carece de recuerdos, pero algunos no tenemos más remedio que forjar una historia tras otra. Quizá porque somos científicos, nos creemos poetas o simplemente no deseamos estar solos. Me refutará que no abundan los que se animen a narrar invenciones, por eso le doy mi respuesta antes de escucharlo decir nada. Estoy convencido de que debe resultarles imposible navegar contra la corriente precisada por las reglas de la cordura. Temen ahogarse. Yo no. Por eso no me haga usted tanto caso, ni se preocupe demasiado cuando le hable de asuntos tristes. A lo mejor sólo estoy buscando la compañía de alguien que se permita invitarme un trago sin exigir nada más que un relato inusitado. Historias que se narran cuando el invierno comienza a enfriarnos los huesos. Algunas veces me han llamado mentiroso, pero ahora todo lo que le cuento en verdad ocurrió. —No dudo de sus palabras. —Aquella noche descendí del auto y el niño me miró con miedo. Retrocedió y se perdió para siempre en la noche. En vano le grité que volviera, quizá sólo contribuí a asustarlo más. Aún ahora no puedo entender que alguien rechazara la ayuda ofrecida en aquel congelador. Hasta llegué a pensar que no entendía mis palabras. De hecho ahora recuerdo que sus ragos eran hispanos. Quizá se trataba de un inmigrante ilegal y por eso huyó entre la nieve. Disculpe, pero no puedo evitar seguir haciendo suposiciones a pesar de los años transcurridos. En fin, aquella noche regresé a mi auto para llamar a la policía. Un tipo somnoliento tomó el reporte de un pequeño adentrándose en una construcción abandonada del centro. Estuve veinte minutos más en el sitio y decidí marcharme. Mi cuerpo temblaba y la ayuda solicitada no se miraba por ninguna parte. Ya en casa mi esposa se burló de mi cabello cubierto por la escarcha, me llamó fantasma invernal y no hizo mucho caso de mi historia. En cuanto pude abandoné la mesa. Aquella noche, o durante lo que restaba de ella, no pude dormir bien. Me soñaba en un lugar extraño, donde nadie era capaz de entenderme, mucho menos mi mujer. Quizá haberla encontrado tan desatenta incrementó la angustia que sentía. ¿Usted cómo experimenta la soledad? —A veces busco acompañamiento y otros días prefiero mantenerme a resguardo de la gente. —Lo mismo me ocurre, pero esa noche me soñé como un viajero espacial que llegaba a un planeta donde era incapaz de comunicarme. No me mire así. Imagínese que usted y yo, si nosotros, fuéramos pilotos de una nave descendida en un mundo congelado. Un sitio donde sólo pudiéramos expresarnos en un idioma desconocido para todos los que nos rodearan. Una especie de dialecto sin normas académicas ni diccionarios para viajeros intergalácticos. Un lenguaje sin gestos válidos y sin traductores de bolsillo o artefactos telepáticos. Estaríamos solos y el viento no dejaría de soplar arrastrando copos de nieve tan grandes como un puño cerrado. ¿Me sigue? —Si. Trato de ubicarme. Sírvame más scotch por favor. —Con gusto. En la historia que propongo procedemos de un mundo donde el sol es constante y avanzamos casi congelados entre la nieve. Con titánico esfuerzo llegamos a una ciudad que pudiera ser Nueva York o Chicago. Elijo estos ejemplos, porque usted me ha dicho que conoce ambas metrópolis. —De acuerdo. —Gracias, lo mismo hubiera dado elegir Detroit o Cleveland, pero deseaba mencionar algunos puntos de referencia sólo para destacar nuestra imposibilidad de encontrarlos. Suena absurdo, pero servirán para destacar nuestro asilamiento. La nieve cae espesa. El viento lastima los ojos. No podemos ver la Estatua de la Libertad o el Empire State. El parque de los Cubs languidece tan extraviado como el Yankee Stadium. Central Park es sólo un espacio blanquecino que no se distingue de la explanada solitaria de la fundición abandonada en Chicago. No se asuste, aún podemos desplazarnos, aunque nos cueste tanto trabajo que sentimos desesperar. En un instante las condiciones climáticas mejoran un poco, pero en las esquinas de las calles desiertas no encontramos nada que nos oriente. Los negocios están cerrados, además son repetitivos. Una tienda de autoservicio y una gasolinera y un jardín y un puesto de revistas; o un banco, un taller mecánico, un expendio de gasolina y una tienda de autoservicio. Una escenografía reiterada que se repite desde aquí hasta el Océano Pacífico y desde Texas hasta la frontera con Canadá. Tarde o temprano sentiríamos caminar en círculos aunque nos estuviéramos desplazando en un solo sentido. ¿No es verdad que de acuerdo a esta lógica daría lo mismo estar en Nueva York o en Chicago? Además, la nevada volvería para impedir la visión, borraría los pasos y se metería en los ojos con la misma terquedad con que me cegaba aquella noche en que miré al muchachito desaparecer en la ventisca. ¿Qué ocurriría si nos separásemos? —De seguro íbamos a vagar sin descubrir pistas que nos llevaran de regreso a nuestra nave abandonada en algún paisaje irreconocible. —Ni siquiera creo que lográramos encontrarnos. —Creo que no. —De sobrevivir al invierno, quizá seríamos vistos como perpetuos extraños en el largo proceso empleado en aprender el lenguaje, encontrar un empleo y encubrir una vida que seguiría siendo tan increíble como las civilizaciones ubicadas más allá del Sistema Solar. Quizá preferiríamos pasar inadvertidos. Quizá correríamos a refugiarnos en cafés como éste durante los atardeceres helados. Sitios donde nadie toma a mal platicar con desconocidos que parecen extranjeros. Ahí esperaríamos con paciencia una invitación para beber uno que otro vaso de whisky. Con este frío aún historias descabelladas como la que le cuento adquieren visos de credibilidad. ¿No es así? —Claro, aunque hay momentos en que me pierdo entre tantos detalles. Además hemos bebido con buen ritmo. Me gustaría que apresurara el final antes de emborracharme del todo. —Con mucho gusto. ¿Le resulta extraño mi acento? Debo decirle que no uso dientes postizos. Cuando me lo preguntó hace ya buen rato decidí que era la mejor manera de conseguir su atención. Así resulta más simple plantear historias como la que refiero. Historias de hombres sin recuerdos que parezcan válidos. Niños surgidos de los quicios de las puertas para conceder posibilidades mágicas a las armazones recubiertas de óxido. Edificios abandonados. ¿Naves espaciales? ¿Viajeros involuntarios? Armazones increíbles como los puntos de vista no siempre recibidos con gusto por los interlocutores pillados en las calles azotadas por el frío. Interlocutores sorprendidos por los personajes sin rostro que se congelan en las paradas del autobús extraviado en las cercanías del Lago Michigan o en las avenidas celestiales de Alfa Centauro. Una galaxia menos distante que el sitio fantasmagórico comprendido entre la Nochebuena de Chicago y el Nueva York que se empeña en recibir al año que se inicia, aunque el frío sea tan intenso como durante la noche interminable en que usted me ha permitido contarle esta historia. |
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