EL
DOCTOR IGLESIAS
Cuando Daniel
cumplió los diecisiete años de edad (hace de esto exactamente siete
décadas), en Pallasca, su pueblo, vivía un personaje foráneo de
mediana estatura que usaba anteojos y vestía siempre elegante, y que,
como tantos otros, había llegado sin que se conociese la finalidad
específica de su visita; pero a diferencia de los demás que no
permanecían más de una semana o quince días, este se quedó por
algo más de un año con breves interrupciones que las empleaba en ir
a Lima, casi siempre los fines de mes. En principio debido a las
gruesas lunas de sus anteojos y después por la oportuna e infalible
atención médica que brindaba a los parroquianos –claro, en
enfermedades comunes y simples- comenzó a ser conocido como doctor,
el respetable doctor Iglesias.
Una de las consultas que
con especial agrado atendía, era la que con cierta regularidad
buscaba Adela, hermana de Daniel: generalmente aparecía en el
consultorio ubicado con frente a la plaza principal, porque “la
alocaba” un fuerte dolor abdominal cuyo origen, obviamente
menstrual, decía desconocer. El doctor le recomendaba un ligero
masaje en el vientre y le regalaba unas pastillitas sin sobre diciéndole:
“Ahora vaya a descansar”. Visitas vienen, recetas van, llegaron a
enamorarse.
El doctor Iglesias
afirmaba que el amor puro debe siempre tener un desenlace feliz: el
matrimonio. Por ello, sin pensarlo dos veces y sin mayor preámbulo
que la candorosa indecisión de Adela, un día viernes resolvió hacer
el pedido de mano. La alegría con que fue recibido en casa de la
novia, tuvo su mayor expresión en el llanto de Adela y su madre. Pero
no fue todo: los hermanos prepararon una pequeña celebración a la
que fueron invitados los parientes y amigos más cercanos y al ritmo
de huaynos y canciones de moda que dejaba escuchar una vieja victrola
y, probablemente, también don Pedrito Gutiérrez, bailaron hasta el
amanecer.
Las familias del pueblo
comentaban, unas gozosas y otras con envidia: “Ve, qué bien,
Adelita con novio doctor”. “Con tantas visitas, cómo no lo iba a
conseguir”. “Quién lo iba a creer”. Y, en realidad, nadie podía
creerlo. El doctor, menos.
Después del matrimonio
se irían a vivir a Lima, según el ofrecimiento del novio. “No
puedo quedarme más tiempo; he descuidado demasiado mi consultorio en
la Capital, pero lo he hecho con la satisfacción y la alegría de
servir a un pueblo que quiero con todo mi corazón, afirmaba en tono
sentimental. Pero no se irían solamente los dos: en un arranque de
gentileza le ofreció un buen trabajo a Gilberto y en consecuencia él
sería también de la partida.
Los preparativos para el
matrimonio ya estaban adelantados. La familia mandó comprar dos
quintales de “harina del norte”, especial para el pan, las
rosquitas y los bizcochos; se aumentó la ración de cebada y
“locro” para engordar al chancho y se les proveyó de una mayor
dosis de alfalfa a los más de cuarenta cuyes que parecían cuchichear
en el cuyero de la cocina de su casa en la Calle Grande,
y, además, se adquirió dos arrobas de mote y otro tanto de shámbar.
La expectativa por cierto era grande. No se había producido antes
matrimonio de tal envergadura en el pueblo.
Por uno de esos
descuidos en que suelen incurrir aquellas personas dedicadas a una
tarea intelectual o científica, el doctor Iglesias dijo haber
olvidado su Libreta Electoral en Lima y no contaba con ningún otro
documento de identidad, requisito exigido para poder oficializarse el
enlace. “Pero ello no puede ser motivo para que se postergue la
ceremonia, explicó; como garantía yo dejo en el Despacho de la
Alcaldía la suma de cien soles y luego del matrimonio voy a la
Capital y traigo el documento. La duda hizo que el señor Alcalde
resolviese consultar con don Manuel Jesús, viejo, culto y honorable
vecino del pueblo. “Oiga usted, ni por mil soles puede cometerse
semejante falta”. Con esta respuesta, la autoridad se retiró
satisfecha.
Toda la familia de la
novia, incluso el doctor Iglesias, se enfadó con don Manuel Jesús.
Calificaron el inesperado consejo como muestra de envidia y mala fe.
Esta circunstancia dio
lugar a que los planes se cambiaran. No se esperaría el matrimonio
para después viajar con Daniel, sino que como una muestra de su
decencia y buena fe, el doctor Iglesias viajaría antes, en compañía
de su futuro cuñado para dejarlo en Lima y luego volver con la
requerida Libreta Electoral.
Por falta de carretera,
gran parte del viaje tuvo que hacerse a caballo, hasta un lugar a
donde llegaba el tren; de allí, un muchacho acompañante tenía que
regresarse con las bestias. Rafael, amigo íntimo de Daniel, también
fue uno de los viajeros; resolvió sumarse por dos razones: porque le
resultaba difícil acostumbrarse a la idea de que un amigo tan querido
se alejara tal vez para siempre y porque la ilusión de llegar a Lima
para ver las seriales en el cine, le atraía más que quedarse a
cosechar alverjas en las chacras de “El Común”. Daniel agregó
una que lo sedujo: las mujeres tienen la piel de melocotón.
La presencia de su
amigo, según pudo advertir Daniel, incomodaba al doctor Iglesias, razón
por la cual el afecto que le tenía, durante el viaje fue menos
expresivo, más bien frío.
Al llegar a Chimbote,
ocurrió lo impredecible. Daniel y Rafael compraron sus respectivos
pasajes en ómnibus. El doctor Iglesias no pudo hacerlo porque se alejó
en busca de las medicinas que ofreció comprar para su suegra con el
dinero que recibió para tal efecto: según dijo, esos medicamentos
elevados en su precio, solo podían encontrarse allí, no en Lima.
Llegó la hora de partir y el doctor ni el polvo. No obstante los
ruegos de Daniel, el chofer dio marcha al motor y partió hacia el
sur. Las maletas del ausente quedaron en la agencia. Rafael
calmó a su amigo que estaba desesperado, diciéndole: “Es
muy posible que tome una carrera y nos alcance en el trayecto”. Pero
ello no ocurrió. “Ah, pero no hay porqué preocuparse; tú tienes
apuntada la dirección y allí tenemos que llegar”. Daniel buscó
entre los papeles que guardaba en su saco y encontró la dirección.
Sus ojos brillaron como sol en amanecer serrano. Contento, se quedó
dormido.
Cuando llegaron a Lima,
Daniel comenzó a experimentar cierto fastidio por la presencia de su
amigo. “Bien, ya llegamos, dijo, de aquí yo tomo un taxi y me voy a
la dirección que me dio el doctor, mi cuñado. El trabajo me lo ha
ofrecido a mí, yo no sé que harás tú”. Al escucharlo, Rafael
creyó tener la certeza de que sí pueden alejarse los amigos y que la
amistad puede acabar; hizo, no obstante, un esfuerzo para permanecer
sereno y dijo: “Está bien, amigo, pero yo puedo ir contigo en el
mismo carro; tú te quedas en el consultorio del doctor y yo continúo
a Breña donde vive mi hermana.”
Disimulando su disgusto,
Daniel aceptó la idea. El vehículo que abordaron los llevó por
calles y avenidas iluminadas y bulliciosas.
Asombrados y sin darse
cuenta en pocos minutos llegaron esperado destino, en el centro de la
ciudad. “¿Qué número me dijo?”, con voz áspera preguntó el
chofer. “1624”, respondió categórico Daniel. Interrogaron a una
señora que pasaba presurosa. “No, ese número no existe en esta
calle, ¿no ven que no tiene más de siete cuadras?, y además a ese
doctor no lo conocemos por aquí.”
Gilberto se acordó
entonces del chancho que engordaba en su casa, de los cuyes
bulliciosos, de la victrola, de don Manuel Jesús y de su hermana
Adela, la Adelita; todo se entreveraba en su cabeza como en un
torbellino. No le quedó otra cosa que aceptar la realidad.
Tras un mutis que al
chofer le pareció excesivo, esta vez la orden la dio Daniel:
“A Breña, por favor.”
(El epílogo es simple.
Adela quedó soltera para toda su vida y andando el tiempo se convirtió
en una ejemplar maestra de escuela. Rafael, después de trabajar en el
Club Nacional, retornó a Pallasca y también se dedicó a la
docencia. Daniel ingresó a la Guardia Civil y dos polainas, que dejó
de usar, se las regaló a Lolo, su hermano, que solía lucirlas con
orgullo y arrogancia. Del “doctor Iglesias”- el farsante,
embaucador y miserable “doctor “Iglesias”- no volvió a saberse
más. El comentario que circuló tras su infame aventura fue que se
había largado llevándose valiosas joyas de la cándida Adelita.)
OTRO
ARQUERO, POR FAVOR
En
realidad, yo jugué poco durante mi infancia o, digamos mejor, jugué
mal. En mi pueblo y en aquella ya lejana época (supongo que ahora
también) los juegos eran bastante sencillos: tejo, trompo, cercena,
bolitas, chapitas, “frijush” . Simples. Y de pobres, como lo éramos
casi todos. Mi padre era maestro de escuela (la 293) y, por ello, tenía
un ingreso mensual permanente: su sueldo. Pero, díganme, ¿cuándo
los maestros no han sido pobres en el Perú? Continúo la historia. El
tejo, el trompo, las bolitas (es decir, las canicas), son juegos que
todo el mundo conoce, por ello solo voy a explicar los otros. La
cercena era una chapa de botella que, a fuerza de ser chancada con
piedra o martillo, quedaba convertida en un filoso disco al que se le
perforaba dos hoyos centrales, a la manera de un botón, por los que
se hacía ingresar un pabilo que, atado en sus extremos, era estirado
por ambas manos y sacudido dando lugar a que el objeto metálico gire
para atrás y para adelante zumbando como moscardón; la gracia del
juego estaba en el enfrentamiento de dos chiquillos, cada uno con su
cercena, tratando de cortar la pita del contrincante. Los
“frijush” eran los frijoles (pero aquellos con manchitas, que se
comen fritos o tostados, es decir, la ñuña); con ellos se jugaba
casi como con las canicas, disparándolos a ras de suelo, con el dedo
índice. Algo similar se hacía con las chapitas, cuya concavidad era
rellenada con greda húmeda para que tuviese un peso conveniente.
Todos mis amigos eran expertos en estos lúdicos menesteres. Yo los
admiraba, creo que con algo de envidia: la vigorosa capacidad para
romper trompos de un solo tiro o expulsarlos del círculo, por
ejemplo, nunca formó parte de mis méritos, y pensar en ganarlos
alguna vez me parecía, simple y llanamente, sueño de locos. Dicen
que es de honrados ser conscientes de las propias fortalezas y
debilidades; creo que, respecto de estas últimas al menos, yo nunca
fui mezquino al reconocerlas. Por eso creo que era una exageración
completamente descabellada eso de que yo era inteligente. Recuerdo que
comentaban que los de “cabeza palca” (claro, como la mía: con la
nuca plana) eran poseedores de cierta superioridad intelectual. Ja, ja,
ja! Jamás supe de dónde pudo haber salido tan peregrina teoría (¿de
la Alemania Nazi, tal vez?). Pero, bueno, la verdad es que hasta para
esos elementales juegos el que esto escribe era torpe como un oso en
hibernación. De fútbol, ni hablar. En esto –lo confieso con vergüenza-
era una verdadera zapatilla (de lona corriente y, además, con pezuña).
El geniecillo –lo recuerdo con cariño y me gustaría volver a
verlo, porque es mi amigo- era Roberto Robles, a quien le decían
“Betícras” (yo nunca me atreví a llamarlo así, por respeto,
temor o timidez, no sé). En el deporte del balón había algo que me
producía un terror casi paralizante: la posibilidad de recibir,
digamos, un pelotazo en plena cara. Pero, vaya cómo son las cosas,
aunque no lo crean, llegué a jugar un partido de fútbol y – a que
no adivinan- de arquero! Sí, señor. Y contra todo pronóstico, no me
patearon ni recibí el temido pelotazo. Salí, pues, ileso. Sin
embargo, no hay felicidad plena. Tengo que ser sincero: no jugué más
de diez o quince minutos. Si bien en mi cuerpo no sufrí contusión o
rasguño alguno, moralmente quedé resquebrajado (con “una cicatriz
rencorosa”, como diría Borges). Les cuento. Al ver que los
jugadores del equipo contrario, con la pelota en su poder, se
aproximaban amenazadoramente a nuestro arco, mis compañeros me
exigieron en coro: “Sal, sal!” (es decir, ve al encuentro, no te
quedes). Como ahora mismo
también, les digo, entonces no entendía el significado de algunas
palabras del argot deportivo. Y –claro, ya lo adivinaron- cumplí al
pie de la letra la desesperada orden: salí del arco (y posteriormente
de la cancha, no faltaba más!). Azorado (y –qué bestia- sintiendo
íntimamente que la culpa no era mía) escuché –esto sí como un
feroz puntapié- que los labios de los enfervorizados integrantes del
equipo adversario pronunciaban desaforadamente
esta dulce, pero aquella vez en mis oídos agria palabra o,
mejor dicho, palabrota: GOOOL!
Si
mis amigos de aquellos
tiempos se acuerdan de esto y aún me guardan un discreto odio por lo
que hice (que, por lo demás, sería justo) les pido que me disculpen.
Y, bueno, pues, que siga el partido. Pero pongan otro arquero, por
favor.
NUESTRO
REGALO DE NAVIDAD
Feliz Navidad. Esto es lo que acostumbramos decir, junto a un efusivo
abrazo, a nuestros familiares y amigos, a partir del momento en que el
reloj de la casa indica que son las doce de la medianoche o, dicho de
otro modo, las “cero cero horas”. Y, claro, ese deseo es expresado
con auténtica sinceridad y mucho, mucho cariño. Al menos así parece
en la generalidad de los casos pues, por cierto, no falta una que otra
hipocresía por allí.
Si el equipo estéreo no está encendido, es el televisor el que,
solemne y majestuoso, nos acompaña con una musiquita suave como
caricia, casi siempre “Noche de Paz”, tocada por una orquesta sinfónica
y cantada por un coro. Afuera, algunos cohetones y rascapiés y luces
de bengala y niños mataperros que, con ganas de fregar, no pierden
ocasión de reventar una que otra “rata blanca”. Todo es alegría.
La mesa está poblada de una delicadas copas de cristal con vino
espumante; al centro un panetón cortado en una docena de tajadas y,
delante de las sillas bien ubicadas, rebosantes tazas de chocolate. Si
las vacas flacas (casi vitalicias las condenadas) pudieron ser
reemplazadas por vacas gordas, el pavo horneado en la panadería de la
esquina también formará parte, sí o sí, de este cálido paisaje de
entrecasa, con puré de manzanas, por supuesto. La ventana, con las
cortinas corridas, muestra a la calle desde hace algunos días, filas
de luces intermitentes, dispuestas en caprichosas formas: estrellas,
arbolitos, flores...
Todos, padres, hijos y abuelos –si los hay- están o, mejor dicho,
dicen estar felices. No es para menos. Es la Fiesta del Amor, pues. Y
hay que celebrarla como Dios manda, sin excesos. Pero, eso sí, que
los niños no pongan límite a su regocijo porque, claro, para ellos
es la Navidad: ellos representan, según se dice, al niño redentor de
hace dos mil años que, ahora de porcelana y medio patas arriba,
reposa en el nacimiento colocado en una esquina de la sala con Virgen,
con vaca y con burro. Ah, y aquí están sus regalos: carritos,
pistolas, pelotas, etc., etc., etc. Lo que, y lo digo sin
resentimiento ni pena, no recuerdo haber tenido yo en mi infancia.
En mi tierra, Pallasca, la cosa era distinta. No había panetones,
entonces, y creo que tampoco carritos, pistolas...como los carritos y
pistolas que hay ahora. Pero, valgan verdades, todo era, como dicen
los muchachos de estos tiempos, bacán: ternura a manos llenas, candor
a flor de piel.
Me parece, si mal no recuerdo, que se celebraba alguna misa a veces
(la de gallo, naturalmente); digo a veces porque el cura casi nunca
paraba en mi pueblo porque casi siempre estaba en otros lugares donde,
sin duda, la gente era más dadivosa a la hora de la limosna (y,
probablemente, a otras horas también). En algunas casas se armaban
hermosos y nutridos nacimientos. Mi padre me contaba que el más
grande y original era el que hacía muchos años presentaban en su
vivienda las medio beatas hermanas Monzón. Yo conocí los de doña
Valentina, antes de llegar a Santa Lucía, bajando hacia la Calle
Grande; de doña Victoria, al costado de la Casa Parroquial; de don
Alfredo, a la derecha del “Chorro”, hacia abajo; y en Santa Lucía,
de doña Paquita...Aparte de esos papeles gruesos de costal de azúcar,
estrujados y manchados de verde y marrón para tener la apariencia de
cerros, lo más notorio (aparte también de las ovejitas o
“guachitos” y otros adornos), eran las achupallas y el musgo los
que ocupaban lugar preferente y contribuían con el conveniente y
significativo toque serrano y, digamos, ecológico.
Estos nacimientos, en la noche del veinticuatro, eran visitados por
los “viejitos” o “pastorcillos”, grupos de chiquillos y también
no tan chiquillos, vestidos con poncho, sombrero y máscara de pellejo
de carnero, cargando gatos o comadrejas (a las que llamábamos “huaygush”)
disecados, y que bailaban al compás de sonajas hechas con latas de
leche Gloria y piedrecillas y cantaban animados y pegajosos
villancicos de la selva: “Niño Manuelito, qué te puedo dar: ricos
buñuelitos envueltos en miel...” No faltaba algún palomilla
(pienso ahora en nuestro entrañable “Joke”) que, con infantil
picardía, se atreviera a modificar la letra, poniendo, en lugar de
“ricos buñuelitos”, “una lata de habas”. Los dueños de casa,
casi siempre tolerantes y bondadosos (con bondad cristiana, claro está),
les invitaban chocolate caliente y bizcochos.
Pasada la medianoche había que irse a dormir. Ah, pero antes de las
seis de la mañana el ritual era impostergable: levantarse y acudir al
balcón de la sala. Es lo que hacíamos mi hermano y yo. Antes de
acostarnos habíamos dejado allí nuestros zapatos, esos cómodos e
inolvidables “chancabuques” que nos hacía don “Lonsho”
Pinedo, el querido zapatero del pueblo. Y, oh maravilla, comprobábamos
dos cosas: que Papá Noel existe y que esa noche nos había visitado,
generoso. Alegría ingenua y abundante. Una, dos, tres, cuatro, cinco
monedas de a veinte! Nuestros ojos se iluminaban como el brillo de la
nieve de Ogopito con que don Rafa Acosta y don Diego Baltodano
preparaban en junio los helados y raspadillas. Ya teníamos nuestro
regalo de Navidad, modesto pero suficiente para comprar bolitas de
cristal en la tienda de don Víctor o galletas de soda en la de don
Pancho Nina. Para qué pistolas, para qué carritos.
Abusivos, cómo no, mi hermano y yo en las tres o cuatro noches
siguientes volvíamos a dejar los zapatos en el mismo sitio. El
viejito de blanquísima barba y botas negras seguía bondadoso aunque,
claro, progresivamente iba disminuyendo la dosis de “pesetas”.
Este Papá Noel era realmente un papá bueno. Lo fue para nosotros.
Jamás lo olvidaremos
Huacaschuque,
tal como suena
Uno de los más reconocidos y, naturalmente, recordados profesores, es
decir –vamos a decirlo con más propiedad-, maestros, que ha tenido
Pallasca en la otrora Escuela Prevocacional 293, es don Oscar Sandoval
Cerna. Culto, inteligente, sensible, el maestro Oscar, nacido en el
distrito de Bolognesi, ponía de manifiesto una muy agradable
cualidad: era ingenioso (sin duda, debe seguir siéndolo) y tenía una
“chispa” tan brillante como un relámpago. Alguna vez –lo
recordamos muy bien-, un chiquillo que jugaba en la plaza de armas,
alrededor de la pileta central, al verlo pasar cerca le saludó con
todo respeto pero incurriendo en un leve error: en vez de “buenas
tardes” –porque eran como las 3 pasado el meridiano- le dijo
“buenos días, maestro”. Con agilidad mental de rayo, sin mediar
palabra o gesto adicional y con aparente displicencia, don Oscar
respondió rotundo: “buenos días, hijo, cómo has amanecido?”; y,
esbozando una irónica sonrisa, siguió su camino hacia la esquina de
El Shinde para luego descender a la Calle Grande, donde tenía su
casa. Nosotros –los otros chiquillos de entonces- que también nos
encontrábamos allí y que nos habíamos percatado del “revés”,
crueles e ingenuamente sádicos nos echamos a reír sin piedad; el
autor del involuntario despropósito se puso rojo de vergüenza.
Pero, bueno, como habría dicho don Ricardo Palma, a otra cosa
mariposa. En realidad lo que queríamos contar es una anécdota
distinta en la que, siempre pintoresco, siempre impredecible en sus
respuestas, siempre lúcido, también –felizmente- aparece don
Oscar, el maestro Oscar, queremos decir.
La buena gente de Huacaschuque –la de los lavaderos de oro- estaba
empeñada en que su pueblo –que durante la década de los 50 aún
era un caserío anexo a Pallasca- se convirtiese en distrito y con ese
fin habían iniciado las medio engorrosas gestiones ante las
diferentes reparticiones del Estado encargadas del asunto. Y, bien,
como casi siempre ocurre en estas cosas, la demora se prolongaba y
prolongaba. La paciencia, cómo no, pudiera haberse agotado pero,
testarudos porque la razón les asistía, los huacaschuquinos no
estaban dispuestos a desmayar: tanto se había hecho y, probablemente,
tanto también se había gastado, que dejar aquella gestión
inconclusa simplemente hubiera sido de necios. Y no, pues, nadie en el
pueblo y mucho menos ninguno de los que en la Capital de la República
iban y venían de oficina en oficina, querían terminar con una
lamentable frustración.
Gobernaba entonces –quién no se acuerda- don Manuel A. Odría,
hombre que –hay que reconocerlo, nos guste o no- dejó para un
sector de la población o, mejor dicho, de la “clase política”,
un recuerdo deplorable (dictadura, pues) y para muchos pueblos y
ciudades más de una obra de significativa importancia (colegios,
especialmente); y su esposa, doña María, indiscutible ejemplo de
decencia y preocupación por los niños, además de decidoras anécdotas
(reales o inventadas, no sabemos) motivadas por sus rasgos físicos y
por el dejo que mostraba al hablar.
Todo indicaba que aquel gobierno sería el encargado, una vez
cumplidos los trámites pertinentes, de cumplir con dar la ley de
creación del nuevo distrito. Pero a don Manuel, tan ocupado en otras
cosas, no le importaba poner atención a estas cuestiones “fútiles”
o, simple y llanamente, desconocía de las expectativas que cifraban
en su gestión los pobladores de esta parte del país. Cualquiera
fuera la razón por la que la autorizada firma no llegaba a ser
estampada en la norma definitiva, lo cierto es que, sin perder el
optimismo, los huacaschuquinos echaron mano de un recurso que, casi a
última hora, les pareció lo más eficaz. Sí, pues: “don Manuel
será todo un presidente, pero es, sobre todo, una persona con algo de
vanidad y eso, su vanidad, eso es lo que hay que tener en cuenta”,
sugirió alguien por allí. Y, en efecto, eso iba a hacerse: aparte de
la inserción en el expediente de todos los requisitos que el
procedimiento exigía (información sobre la densidad poblacional, los
recursos económicos, etc., etc.) surgió un nuevo elemento que, a
todas luces, resultaría decisivo, convenientemente decisivo: proponer
que, en lugar de Huacaschuque, que era la ancestral denominación del
pueblo, el nuevo distrito lleve el nombre de Manuel A. Odría como
homenaje y reconocimiento a las calidades del Presidente de la República
y además –esta era la razón real, pero se la mantenía
discretamente escondida- como un argumento que llenaría de orgullo al
gobernante y le haría interesarse en el caso tanto como si fuera algo
personal. El razonamiento era simple pero coherente: ¿Quién
–ocupando un cargo temporal- no quisiera trascender y que su nombre
se perpetúe, más que en una placa de bronce o de mármol, en el uso
irremediablemente cotidiano de los agradecidos habitantes de un pueblo
del Perú? Todos en algún momento incurrimos en ese sueño, y eso no
es, no puede ser, un pecado.
Y ese sueño, que aún no se había atravesado por la mente de don
Manuel, estaba a punto de producirse. Pero, lamentablemente para el
presidente tarmeño que tuvo como a uno de sus más infaustos
ministros a Esparza Zañartu –que ocupó la entonces tenebrosa
cartera de Gobierno y Policía- la realidad se impuso sobre los
candorosos devaneos oníricos. Y para eso, señores, es que en esta
historia se hizo presente don Oscar Sandoval Cerna.
Antes de presentar formalmente la propuesta, un grupo de
huacaschuquinos fue en su busca para pedirle un prudente consejo.
Después de escucharlos, el maestro Oscar los felicitó por su propósito
y, especialmente, por la inteligente iniciativa. “Tienen razón, les
dijo, las gestiones se agilizarían enormemente y no sería de
sorprenderse si, después de presentada la propuesta del cambio de
nombre, al día siguiente ustedes tienen la ley de creación del
distrito en sus manos.” Todos le oían, satisfechos y regocijados;
pensaban que, sin duda, habían acertado. “Pero, agregó don Oscar,
hay un pequeño inconveniente.” “¿Cuál, maestro?”, preguntaron
en coro. Don Oscar continuó: “Cuando, en el futuro, ustedes o sus
hijos tengan que recurrir ante alguna entidad pública o privada o
suscribir algún documento legal y deban responder por sus
“generales de ley” habrán de decir que son hijos naturales de
Manuel A. Odría; y les aseguro que se avergonzarán cuando otras
personas les miren sorprendidas al enterarse que ni siquiera son hijos
legítimos.” Suficiente, fue suficiente! “Ni hablar, don Oscar,
que todo siga igual”, replicaron rendidos.
Y, así, todo siguió igual
hasta estos días y así habrá de seguir, quién sabe, por los siglos
de los siglos: Huacaschuque, tal como suena. Y, por cierto, con hijos
orgullosos y nunca avergonzados de su santo terruño: legítimo y
natural, como Dios manda.
ESTE
GALLO DE MIERCOLES
El
maestro Rafa solía aderezar sus clases con unos relatos increíblemente
hermosos; hermosos por las historias propiamente dichas, pero además
y especialmente, por la manera como los contaba, histriónicamente: si
se trataba de hacer referencia a un caballo, por ejemplo, imitaba el
sonido del trote -"pacatán, pacatán..."- y, frente a los
alumnos, se desplazaba dando trancos equinos (toda una ilustración
audiovisual bastante contundente). Los niños gozaban sobremanera.
El
cuento que los infantes de entonces, y hoy laboriosos adultos,
recuerdan con más cariño -aparte de aquel nombrado como "La
vieja patera"- es el bello e inverosímil relato al que don Rafa
llamaba "Los músicos de la aldea". En él se hablaba,
efectivamente, de unos músicos, pero de unos músicos nada
convencionales o, como se les llamaría hoy en día: atípicos. Un
asno, un perro, un gato y un gallo conformaban, con sus propias voces,
un estridente y desafinado cuarteto grotescamente festivo: una
orquesta de los mil diablos, diríamos mejor. Estos animales, viejos y
cansados, habían dejado las viviendas de sus amos por una razón: por
inservibles. El asno carecía de fuerzas suficientes para cargar
bultos pesados sobre sus lomos; el perro dormía excesivamente y nada
podía hacer si un ladrón osaba irrumpir en la casa; el gato, con las
uñas y la agilidad perdidas, había dejado de ser un buen cazador de
ratones. Una sola palabra los definía: inútiles, dramáticamente inútiles.
El gallo acumulaba similares deméritos: había perdido la puntualidad
al dar la hora en las madrugadas y su canto más parecía, ahora, un
estertor. Pero, a diferencia de sus hoy compañeros de infortunio, el
último día en la casa de sus amos estuvo a punto de servir para
algo, y precisamente por ello es que resolvió darse a la fuga. Ese día
iba a llegar una visita importante y él había sido elegido como
plato de fondo para el almuerzo. Gracias a Dios pudo enterarse a
tiempo de los letales propósitos.
Don
Alipio Villavicencio, entusiasta y creativo profesor de la
escuela primaria de varones de Pallasca, además de "medio
poeta" -como se le hubiese ocurrido decir a un crítico canalla-
también, como en el relato de don Rafa, tenía un gallo en casa. Y a
él, nuestro paisano nacido en Tauca,pues, está dedicada esta
anecdocrónica.
...
La
educación que se impartía en la época en que se sitúa nuestra
historia era, por decirlo sin exageración, buena. No como en estos
tiempos de planes, directivas y reformas. No obstante la limitada
preparación académica de los docentes (casi todos eran de
"tercera categoría", es decir, sin título profesional)
ellos eran, realmente, maestros cabales que contribuían positivamente
a la formación de los niños y jóvenes y, por ende, al desarrollo de
los pueblos. Ahora, por el desinterés de los gobernantes, la
irresponsabilidad de los sindicatos, el influjo nocivo de los medios
de comunicación y el bajo nivel nutricional, nuestra educación se
ubica casi a ras del suelo.
No
era este el problema de entonces. Ya lo dijimos, la educación era
buena y los profesores, en verdad, maestros. El Ministerio de Educación
impartía directivas, naturalmente, pero antes que preocupaciones de
orden estrictamente didáctico, que es lo formal, el interés se
centraba en lo que había que enseñar. Un inspector cumplía, de vez
en cuando, con verificar el desarrollo normal de la tarea educativa.
Visitaba los pueblos de la jurisdicción a su cargo, hacía preguntas
a los profesores, evaluaba -si creía conveniente- a los alumnos y
elaboraba un informe. Muy raramente se topaba con situaciones que
pudieran considerarse anómalas. Sí, en cambio, con ocurrencias anecdóticas,
como aquella en que cierto inspector, al haber recibido una
insatisfactoria respuesta acerca del autor de El Quijote,
apesadumbrado comentaba que en la escuela que había visitado
"nadie conocía a Calderón de la Barca" . Cuando las
circunstancias lo ameritaban, recomendaba y aconsejaba, siempre de
buen grado, de modo que nunca se generaban enemistades, todo lo
contrario, se ganaban amigos.
...
Y
eso es, justamente, lo que ganó el inspector de esta historia -cuyo
nombre no recordamos pero podemos asegurar que no era aquel de la
descabellada referencia al autor de Fuenteovejuna o, perdón,
de la Vida es sueño. Ya lo dijimos: ganó amigos.
En
cierta ocasión llegó a Pallasca cuando allí, en la Escuela
Prevocacional 293 aún laboraba don Alipio Villavicencio antes de
trasladarse a la escuelita unidocente de Shindol. Efectuó,
porque para eso había ido, su labor de control y, antes de retornar a
la Capital de la Provincia, recibió -como se acostumbraba- un
"agasajo" por parte de los profesores de los centros
educativos primarios, de varones y de mujeres.
La
reunión, una comida en casa de don Víctor Alvarado, resultó muy
animada y se prolongó hasta cerca de la medianoche. Don Alipio, que
se encontraba allí, casi al finalizar se acercó emocionado al
inspector y le pidió hacer un aparte para conversar. Luego de
elogiosas expresiones, le hizo una invitación: "Mañana, señor,
quiero tenerlo en mi humilde casa para almorzar; tengo un gallito que
me gustaría guisar en su honor..." El inspector se alegró por
tanta amabilidad y, por supuesto, sin pensarlo dos veces, aceptó el
ofrecimiento.
Concluido
el ágape nocturno, todos se retiraron intercambiado abrazos y
sonrisas. Al día siguiente, temprano, don Alipio comunicó a su
esposa la decisión adoptada la noche anterior. La señora,
imperturbable, dio su palabra: No! Evidentemente, don Alipio había
cometido un error: no haber conversado con ella anticipadamente o,
dicho de otro modo, no haberla consultado. Ninguna explicación pudo
hacer que se revirtiese la rotunda negativa. A eso de las 11 don
Alipio, avergonzado y pensando en una excusa apropiada, fue en busca
del inspector. Cuando estaba a punto de producirse el encuentro, surgió
la idea salvadora: "Vengo -dijo- consternado a pedirle mil
disculpas." "¿Por qué, amigo Alipio?", preguntó el
inspector. "Es que la invitación que le hice anoche no va
a poder hacerse realidad." Su interlocutor no podía zafarse de
la sorpresa. Continuó don Alipio: "El gallo de miércoles que
pensaba guisar en su honor, como adivinando, se ha escapado de mi casa
y no he podido encontrarlo."
Lo
que en un principio parecía contrariedad, se convirtió en una
piadosa y sonora carcajada. "Para otra vez será." En horas
de la tarde, y después de almorzar sabe Dios dónde, el inspector tomó
su caballo y se marchó a Cabana. Y, claro, nunca se presentó
una nueva oportunidad.
Y
aquí, así, termina esta historia. Quiquiriquí!
DON
CAYO, HONRADEZ A PRUEBA DE ESCOBA
Uno de los personajes pintorescos que
recordamos de los años 60 (probablemente desde antes ya se hacía
notar), fue don Cayetano, más conocido como "don Cayo".
Nuestra infancia lo recuerda como un hombre bastante humilde, algo
"rotoso" y, probablemente, víctima de algún desorden
mental (no nos consta). Lo que sí resultaba evidente era que durante
los días domingos, muy temprano, se le veía con escoba en mano hacer
el barrido de la Plaza de Armas, si no era con escoba de paja, era con
la usual escoba de "cushmaycudo" que, según se decía, era
más efectiva, porque sus tallos delgados eran más fuertes y por
consiguiente más duraderos que la delicada paja con que se
acostumbraba efectuar el aseo de casas y calles; claro que para su uso
había que inclinarse con cierta incomodidad. Pero, sabemos que cuando
una cosa se hace con cariño y buena voluntad, cualquier inconveniente
se convierte en placer. Eso, sin duda, ocurría con "don
Cayo". Lo que, ahora, nos apena sobremanera es no conocer su
apellido. Alguien probablemente nos lo dé a conocer. Por ahora nos
importa la anécdota que vamos a referir.
Uno de esos domingos de barrido, don Cayo encontró en el piso, entre
piedras y basura, un billete que, según tenemos entendido, era de 50
soles que para entonces significaba una "millonada",
considerando naturalmente la situación miserable del autor del
hallazgo. Ni corto ni perezoso, don Cayo fue a donde don Víctor
Alvarado, uno de los más apreciados y respetados señores de Pallasca.
"Mire, don Víctor, le dijo, he encontrado este billete y no sé
a quién pertenece, pero supongo que algún día aparecerá su dueño.
Cuando llegue, usted me hará el favor de entregárselo en mi
presencia. Para entonces yo mismo vendré." Pasó un mes y nada;
otro mes y tampoco nada. Al tener la certeza de que nunca habría de
aparecer la víctima de la pérdida, enfática y sorprendentemente, le
ordenó a don Víctor: "Deme el billete en este momento!"
Cumplido el requerimiento, don Cayo procedió a realizar algo
inesperado: rompió en cuatro pedazos el billete de marras; dio las
gracias y se retiró a continuar con su rutina.
A
COMER, CABALLITO
Don
Eloy Sifuentes, que por muchos años desempeñó el cargo de
director de la Escuela Prevocacional 293, era un hombre pacífico a
quien, literalmente, no le entraban balas.
Frente a los agravios o los ataques, tenía la actitud
conveniente y la respuesta precisa y rotunda que disolvía en el acto
cualquier voluntad adversa, cualquier intención que buscara hacerle
daño. Su filosofía antiviolencia se resumía en el siguiente
consejo: "Cuando a usted le disparen un
dardo, hágase a un ladito". Es decir, en otras palabras:
no haga frente, porque puede resultar lesionado. Cuentan que en una
ocasión, algunos profesores de la Escuela se encontraban cerca de la
puerta de ingreso del plantel conversando, y al ver que llegaba el
director, don Eloy, uno de ellos, el profesor "Corra,
corra", soltó, casi mascullando entre dientes,
una expresión un poco subida de tono, algo así como "Ahí
viene ese viejo de...!" No
quería, naturalmente, ser escuchado por el director; sin
embargo, este ya se había percatado de la agresión verbal.
Don Eloy, medio displicentemente, levantó la mirada, la
dirigió al profesor y, contra todo pronóstico y sin alterarse
dijo, simple y llanamente, lo
siguiente: "Maestro, ojalá usted nunca llegue a
viejo". Y continuó
su tranquila caminata hacia la Dirección. En otra oportunidad,
mientras bajaba por la calle del "Chorro", le dio el
encuentro don Carlos
"Cheque" y por alguna razón que desconocemos pero
que de saberlo no la diríamos, le soltó una andanada de
insultos que concluyeron con un
sonoro e incontestable remate: "¡Usted es un
perro!". Don Eloy, con esa proverbial parsimonia que solo
él podía mostrar con orgullo,
respondió, enfáticamente, con una inesperada
pregunta: "Pero, Carlitos, por qué dices que soy un
perro, si el que está ladrando
eres tú?". Es demás decir que, por cierto, no tuvo
réplica. La que viene es la anécdota que motiva el título de
esta nota. Un buen día, los
profesores, algunos de ellos, queremos decir, acordaron
hacerle una broma al maestro
Angel,
a la sazón también profesor
de la mencionada Escuela. Le dijeron al querido y nunca
olvidado "Loco Angel"(que
es como se le trataba cariñosamente) que don Eloy había estado
hablando pestes acerca de él:
que es un borracho, un haragán, que llega tarde...en fin, lo que
la imaginación cómicamente perversa les permitió inventar;
dicho de otro modo, le
hicieron creer que lo había "embarrado". Don Angel, que no
aguantaba pulgas (¡porque no las aguantaba!),
tras unas lisurotas irrepetibles pues serían capaces de hacer
santiguar aturdida y con
velocidad de rayo a una monja y
ponerla roja de vergüenza, amenazó con darle una reverenda pateadura
al autor de la insolencia . A
los profesores bromistas no les
quedó más que arrepentirse de su "metida de pata", pero no
podían hacer nada para aplacar la ira del ofendido que, como
alma que se lleva el diablo, ya se había alejado del lugar en busca
de don Eloy; solo atinaron a lamentarse por no haber medido las
desproporcionadas consecuencias que ocasionaría su desliz.
"Seguro que lo mata", comentaban consternados. Pasó algo más
de media hora y ocurrió lo que nadie podía adivinar. Por la parte
baja del plantel, rumbo a Quellín, el profesor embromado pasaba medio
agachado, halando de la
rienda al caballo de don Eloy. ¡Se lo llevaba a su chacra
para darle de comer! Todos prorrumpieron en una general
carcajada y, en coro, le
pusieron el epílogo a esta historia con una frase necesariamente sarcástica:"Nunca
hemos visto pateaduras como esta, caracho!". Don Angel sonrió.
DE
PALIZAS Y AMOROSAS HERENCIAS
Las
08:30 P. M. en Pallasca era
una hora que bien podría ser llamada “altas horas de la noche”,
porque en los pueblos pequeños de la sierra que no contaban -y
algunos no cuentan aún- con fluido eléctrico, alrededor de las siete
todo el mundo ya estaba durmiendo o, como suele decirse, “en su
media noche”.
Más
o menos a esa hora -en una noche negra y extremadamente fría, helada
en realidad-, aconteció lo que vamos a relatar. Eran los primeros años
de la década del 60 (recuérdese, estamos hablando del siglo XX). Por
motivos que no hemos llegado a conocer, o probablemente sin motivo
alguno (que para el caso es lo mismo), el recordado profesor Jorge
Delgado Clavo que, joven aún, llegó a enseñar en la Escuela
Prevocacional 293, le “dio de alma” a don Pancho Nina, quien,
maltrecho y con el cuerpo sumamente adolorido quedó tirado en el
suelo y, a duras penas, luego de algunos minutos, con gran dificultad
y desesperación, logró incorporarse y pudo buscar en medio de las
tinieblas su inseparable sombrero que probablemente en tales
circunstancias había resultado pisoteado. Tras aplicarse algunas
compresas de agua caliente con sal, ya en casa, procuró dormir un
poco para, temprano al día siguiente, cojeando apersonarse al Puesto
de la Guardia Civil, ubicado en la Plaza de Armas de la ciudad y,
medio irreconocible -por los esparadrapos y moretones- y con voz trémula,
efectuar la denuncia respectiva. Así lo hizo.
El
esclarecimiento del hecho, a efecto de poder tomar una decisión y
eventualmente aplicar un castigo, requería la presencia de las dos
personas protagonistas de la noche violenta, don Pancho y el profesor
Delgado Clavo. Fueron citados.
Después
de la exposición que hizo don Pancho Nina, ratificándose obviamente
en la denuncia, el comandante de puesto pidió las explicaciones del
caso a Delgado Clavo quien con una muestra de educación y buenos
modales, amén de un dominio extraordinario del idioma y la oratoria,
procedió como le pareció correcto y conveniente. “Con el permiso
del señor policía –dijo- quiero pedirle a usted, mi querido Pancho
Nina, un millón de disculpas por lo de anoche.” Don Pancho lo miró
sorprendido. “Lamentablemente –continuó-, hay un agente perverso
que a veces interviene en algunas circunstancias dañándonos con su
vil consejo y nos empuja a cometer desatinos y excesos.” El asombro
crecía y se hacía extremadamente visible en los ojos del contuso.
“Es el maldito licor, don Pancho –explicó Delgado-, el maldito
licor! Usted sabe que el respeto que a usted le guardamos en este
pueblo no tiene comparación; es que usted ha sabido ganarse nuestra
consideración; su don de gente, su amplia cultura, sus enseñanzas,
su ejemplo son, en gran medida, nuestra luz y la luz de los más jóvenes.
¿Por qué habríamos de querer maltratarlo, don Pancho? Esto no cabe
en ninguna persona que se halle en su sano juicio. Pero, claro, usted
me dirá: “Y, entonces, por qué anoche, aprovechándose de la
oscuridad reinante, se abalanzó sobre mí y en medio de improperios
irreproducibles, me comenzó a golpear como bestia?” Naturalmente,
siendo otras las circunstancias, yo no podría dar una respuesta
coherente ni razonable. Pero, don Pancho, ya lo dije: el maldito licor
que enceguece, que nos empuja a actuar irracionalmente, como bestias,
él... él ha sido el causante de esta afrenta que me avergüenza y
por la cual, le repito, quiero que me disculpe y perdone, y le pido
que quedemos como amigos, que es lo que hemos sido siempre, y que esta
amistad perdure sin mella alguna, por el bien de la armonía que debe
reinar en este bello y querido pueblo que ha sabido recibirme dándome
su calor y hospitalidad, y como un homenaje a la calidad de ser humano
excepcional que, como pocos, usted puede ostentar para beneplácito de
todos.”
Tras
esta elocuente perorata no necesitaba, naturalmente, agregar nada; era
suficiente. Don Pancho Nina quedó apabullado, simple y llanamente,
anonadado o, mejor dicho, deshecho. No tuvo alternativa: sin más ni más,
aceptó las explicaciones, disculpó a Delgado Clavo, retiró la
denuncia y, otra vez cojeando, se alejó del lugar probablemente a
continuar su rutina diaria en la bodega que administraba media cuadra
más allá pero, claro, después de cambiar esparadrapos y curitas.
Pasados
unos segundos, sonriente, salió el denunciado y más tarde fue en
busca de sus amigos y con desbordantes muestras de orgullo y
satisfacción y aparentando un falso cinismo, les contó lo sucedido:
“A ese viejo Pancho Nina, no saben ustedes, le he dado lo que se
merecía; le he sacado la mugre, le he dado de alma, dos veces, dos
veces, ¿entienden?.” Cariacontecidos, sus amigos le miraron y
preguntaron: “¿Dos veces, Jorgito, dos veces?” "Sí
-respondió categórico-, anoche después de salir del billar de don
Beto, en la esquina del “Chorro”, una reverenda pateadura, y
ahora, temprano en la mañana, otra paliza en el Puesto de la Guardia
Civil. De alma, como lo oyen, de alma le he dado a ese viejo!”.
Ahí
quedaron las cosas. Y como ocurre tras la tormenta, volvió la
tranquilidad y el pueblo continuó con su vida de paz y sosiego. Unos
meses después, quizás un año o algo más, aún joven, el maestro
Delgado Clavo, tras una penosa enfermedad, dejó de existir. Le
sobrevivieron tres pequeñas criaturas y la que fuera su mujer. No
adivinó, no podía adivinar, que pasado el tiempo –unos diez o
trece años tal vez- don Pancho Nina terminaría, quizás como tardío
paño de agua caliente para aquellas contusiones, heredando la cálida
compañía de aquella hermosa viuda con la que finalmente desposó.
Cosas de la vida, caracho!
DESVELOS
MATEMÁTICOS Y UNA RESURRECCIÓN ANUNCIADA
**Ningún
pallasquino
puede
haber olvidado a don Lorenzo Paredes. Desconocer la cualidad
pintoresca que era su sello sería como incurrir en una suerte de
sacrilegio. Era el popular “Shinde”. Concentrarse los amigos
frente a él, en su tienda ubicada en la esquina sur-oeste de la Plaza
de Armas, era ineludible motivo de alegría; se libaba, moderadamente,
a veces, unos vasos de cerveza y el aderezo principal de las reuniones
eran las bromas, algunas suaves esporádicamente y casi siempre
pesadas otras. Pero primaba la amistad, el respeto y las ganas de
pasar un momento ameno, aún a riesgo de convertirse uno en lo que
actualmente se llama “punto”, es decir, en víctima de las bromas
que, en el furor de la emoción y la confianza, lindaban con el
sarcasmo y la ironía mordaz. Pero había que aguantar, pues, o, mejor
dicho,“tener correa”.
**Una
de las historias -inventadas por
él, indudablemente- era la de un –según decía- “eterno y
brillante estudiante” de secundaria en Lima que al llegar de
vacaciones a Pallasca y recibir las excesivas atenciones de sus
padres, fue alojado en un dormitorio que daba a la calle en el que habían
colocado una cama, dizque de “dos plazas”, es decir, con
dimensiones exageradamente mayores a las de la puerta de ingreso; la
cama incluía, naturalmente, un colchón de plumas, mullido para
ofrecerle un reparador descanso, frazadas gruesas, no de bayeta
("¿bayeta?, ¡pero si eso es para para los cholos!",
fue el comentario, según las malas lenguas), sino de algodón, etc; a
la cabecera, la imagen protectora del Corazón de Jesús. Aquella
noche -contra todo pronóstico-, el imberbe no pudo dormir y al día
siguiente, a la hora del desayuno (con leche recién ordeñada,
biscochos, queso y huevos pasados) el doncel mostró unas tan
pronunciadas ojeras y exagerados y repetitivos bostezos. El
padre se sorprendió y quiso adivinar la razón de tan deplorable
estado, y creyó haberlo logrado: cayó en la cuenta -cuándo
no- de que su único hijo varón, aprovechando la placidez de la
noche, se dedicó a leer. (“Mi hijo va a ser intelectual o científico,
de eso no tengo duda; será el orgullo de la familia!”) Pero no fue
aquello lo que ocurrió durante la vigilia. “No he podido dormir
–declaró el muchacho-, porque he estado tratando de resolver un
problema matemático y lamentablemente me he quedado frustrado por no
haber podido encontrar el resultado.” La emoción paternal fue mayor
porque, claro, se sabía que es de sabios sacrificar las horas
de sueño para dedicarlas a
ocupaciones de esa laya. “Bien, hijo, le inquirió, ¿cuál era ese
problema?” La respuesta fue inmediata y no menos asombrosa: “¿Cómo
han podido lograr que una cama tan ancha ingrese a través de una
puerta tan pequeña? Yo he aplicado todas las formulas geométricas,
trigonométricas, etc., y no he podido encontrar una explicación.”
El padre, cuya emoción en esas circunstancias ya podemos adivinar,
hizo lo que cabía para dar la respuesta requerida: llamó al empleado
encargado de cuidar los animales y hacer otros mandados y le pidió
que diese la explicación que necesitaba el hijito de marras. El fiel
servidor doméstico, ni corto ni perezoso, se la dio enfáticamente:
“Tuve que desarmar la cama, pues, señor.”
**Pero
como a veces suele ocurrir (el rebote de la
piedra puede golpear el propio rostro) en una ocasión, el
“punto” fue el mismo Lorenzo Paredes. Cuentan que un policía
que “no aguantaba pulgas” (pero que se había convertido en el
cotidiano "caserito" de la chacota de "El Sinde")
decidió, para cortar definitivamente las bromas o burlas, llegar
anticipadamente preparado con una una respuesta rotunda e
incontestable que sería el remedio definitivo. Nadie adivinaba lo
que iba a pasar. Don Lolo comenzó a “batirle” con todo el ímpetu
y la seguridad de su bien ganada capacidad de dejar mal parados (es
un decir, lógicamente) a sus “víctimas”. El policía, “con
ajos y cebollas” le dijo lo que la rabia le inspiraba y, tras
ello, cogió su arma de reglamento y presionó el gatillo apuntando
al pecho del ensoberbecido dueño de la tienda y en ese instante
aterrado por lo que se le avecinaba; el estruendo inundó el recinto
y retumbó en toda la plaza de armas. Don Lorenzo cayó desplomado.
Los amigos que participaban de la reunión, como no podía ser de
otro modo, se abalanzaron a auxiliarlo. No encontraron una sola
muestra de perforación, de rasguño y mucho menos de sangre.
Desesperado, el yaciente exclamaba: “¡Busquen bien, por algún
lugar debe haber ingresado la bala, por favor busquen bien, que me
muero!” Se sintió muerto, realmente y no era para menos. El policía,
que solo empleó una bala de salva, se carcajeó a mandíbula
batiente y, desde ese momento, dejó de ser para siempre, el objeto
de las muchas veces excesivas burlas que solía recibir. Santo
remedio!
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