Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 2 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 2 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 2 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pallasca Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 2 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 2 Pagina nueva 2 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 2 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 3 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 2 Pagina nueva 1 Pagina nueva 2 Pagina nueva 2 Pagina nueva 1 Ancash Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 2 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pagina nueva 1 Pallasca
 

 

Ancash  Perú

 

Visite Pallasca, cuando quiera. Pero le       recomendamos, cariñosamente, hacerlo en los días de fiesta: Mayo (Fiesta       de las cruces y del "Toro de Trapo") y Junio (Fiesta Patronal de       San Juan Bautista); son días  primaverales. Pero si lo que busca es       la emoción inigualable que provocan  las lluvias más o menos       torrenciales, con rayos, truenos y granizo, entonces prepare  sus       chivas y, desde Fiori (en Lima), haga el viaje entre diciembre y marzo. No       le  irá bien, le irá de maravillas. Porque Pallasca, es decir,       Pallasquita  Linda, es parte insustituible, casi principal, del        Paraíso.  

 

"...un pueblito de la sierra ancashina bello, saludable y acogedor: por sus paisajes infinitos, por su clima y por el calor imantado de su gente que es capaz de atraer al más distante de los humanos, convirtiéndolo en huésped perpetuo de su corazón."


 


 

 

 

 

 

512_flower.gif (6588 bytes)

 

Anecdocrónicas pallasquinas

Como en todos los pueblos, en Pallasca han ocurrido hechos casi inadvertidos que se quedaron como anécdotas protagonizadas por paisanos nuestros: "Don Cayo",  de Don Lorenzo Paredes, más conocido como "El Shinde" y otros. Nosotros las hemos covertido en breves crónicas, para el regocijo de nuestros lectores. Pronto les ofreceremos más.

LA DIFTERIA LLEGO A PALLASCA

Probablemente ya nadie recuerda –y, tal vez,  Juan Saavedra menos-, una de las etapas difíciles que le tocó vivir a Pallasca: aquella que significó el haber  tenido que enfrentar a la epidemia de difteria que, en 1964, castigó sensiblemente a las familias más pobres de algunos barrios y caseríos (¡como siempre, las familias más  pobres!). Gracias a Dios y a la oportuna atención que el gobierno de entonces puso en el hecho, movido por la campaña periodística que en gran medida activó María Cristina Nadramia -hermana del “Chucro” Raúl-,  el número de las víctimas mortales (¡niños todos!) no fue excesivo. Llegaron varios médicos del Ministerio de Salud, incluso el ministro mismo, en atronadores helicópteros; también, por propia cuenta y empujado por su proverbial bondad y cariño por los paisanos, arribó –conmoviendo a todos- el inolvidable doctor Justiniano Murphy Bocanegra. La presencia de los reporteros gráficos de algunos diarios fue algo sumamente novedoso: se metían por todas partes con sus gigantescas cámaras fotográficas, en busca de la noticia. En honor a la verdad, debemos decir que no les fue fácil encontrarla. No es que la geografía fuese adversa, escabrosa, inaccesible; tampoco que la gente se mostrara huidiza,  huraña, poco colaboradora. Nada de eso. Es que, no obstante lo delicado y grave de la situación, el drama no fue tan desmedido como para generar noticias periodísticas, digamos, vendibles. Hay que agradecer que no haya sido así. La tarea de la prensa, por ello,  tuvo que llevarse a cabo echando mano a la imaginación. Ingresaban a los locales escolares, mientras los profesionales de la salud -auxiliados por don Jesús Álvarez, sanitario del pueblo, y también por nuestros paisanos Tomás Zúñiga y Mario Vidal- revisaban los ojos de los niños, en busca de los síntomas o indicios de la enfermedad; y ahí, ellos, los fotógrafos, tomaban fotos a diestra y siniestra. Podemos adivinar que el mayor número de imágenes que saturaron sus rollos debió haber sido de paisajes y caritas sonrosadas y “pispadas”. Entre los que acudieron a Pallasca se encontraba, con cámara y maletín en mano, un señor Miró Quesada que decía estar impresionado por la belleza de la ciudad, por la armonía estética de su Plaza de Armas y el valor histórico y artístico del templo de San Juan Bautista; era lo que podríamos llamar “un turista humanitario”, o algo por el estilo. Por cierto, su apellido dio lugar a que los “togados” –hospitalarios como todos los pallasquinos- le brindaran una atención especial. Aún a pesar de lo penoso que pueden ser ciertas circunstancias, los hechos pintorescos y anecdóticos se dan en todas partes; y, en efecto, eso también pasó en Pallasca: Flor Vidal recuerda que mientras se celebraba un matrimonio, todos -excepto los novios- abruptamente abandonaron la ceremonia y, empujados por la curiosidad, corrieron al estadio para ver al primer helicópetro que aterrizaba trayendo ayuda. Como dijimos al principio, los muertos fueron realmente pocos. Los periódicos capitalinos se encargaron de dar cuenta de ello; uno, creo que El Correo, contaba que, por falta de ataúdes, a los niños fallecidos se les velaba en sus propias camas, cubiertos por frazadas de bayeta, y daba fe de su afirmación con una medio convincente imagen fotográfica de primera plana. Efectivamente, allí se veía a dos criaturas de espaldas  (a uno de ellos lo reconocimos al toque: era  Juan Saavedra Urbano, hijo de don Amelio), acostados sobre una tarima y alumbrados por una vela que su padre llevaba en la mano. Muchos años después, en Lima, cuando en medio de una conversación surgió el nombre de Pallasca, alguien que inmediatamente se convirtió en nuestro amigo, nos dijo, emocionado: yo estuve allí. Era el autor de aquella irrepetible  foto necrológica. Es posible, como lo expresamos antes, que Juan –ya no dormido como entonces- no se acuerde, o que nunca haya sabido lo que ocurrió, debido a que la epidemia jamás llamó a su puerta; pero de que está vivo, así como su hermano, nadie puede negarlo. Claro que, naturalmente, no vamos a darle las señas de nuestro amigo de la prensa escrita, para evitar, por si acaso, que lo maldigan (uno nunca sabe). Aquella cruel y al mismo tiempo piadosa invención periodística sirvió para que la ayuda del Estado no fuese tardía. A veces –ahora lo confirmamos- las mentiras, antes que reprobación,  merecen una entusiasta gratitud.


LA CONSHENSHA, LA CONSHENSHA...

 

Nunca a nadie en Pallasca se le ocurrió averiguar la razón del insólito remoquete. Pero estaban seguros que, por donde se le viera a nuestro personaje, no era posible encontrarle carencias físicas: del meñique al pulgar, los dedos estaban completos, y las orejas, sin mácula alguna, mostraban con orgullo sus gruesos pabellones. Por ello (cosas del ingenio popular),  el apelativo, chapa, mote o apodo, que, sabe Dios quién le puso, resultaba por demás increíble. A manera de broma, sus amigos más cercanos y, por supuesto, de más confianza, le decían que cuando ocurría un fallecimiento en el pueblo y el cortejo pasaba frente a su casa él comentaba -no sabemos si con tono de pena o de sarcástico orgullo-: “A ese muertito lo curé yo”.  Y, créanlo, no se enfadaba, tenía correa,  y como estaba seguro de que en la chanza no había un ápice de mala fe, lo que hacía era echarse a reír. No era, como nadie lo es, un dechado de perfección; era simplemente un ser humano, con debilidades y fortalezas (¡hasta los curas lo son!). Cuentan que alguna vez, por haberse “enredado” medio clandestinamente con una señora que vivía sola,  el hermano de esta, probablemente empeñado en tutelar la moral familiar o la reputación del apellido (cosa que, hay que decirlo, en cuestiones de amor es una inadmisible exquisitez o, mejor dicho,  una reverenda exageración), le propinó una “carajeada” de padre y señor mío. Nuestro personaje, dicen, simplemente no respondió y con estoicismo mesiánico, casi acurrucado como una indefensa criatura,  tuvo que soportar sin un gemido la inmisericorde “cuadrada”. Más tarde, cómo no, sus amigos le increparon por aquella inesperada muestra de debilidad. “¿Por qué te acobardaste?”, le dijeron. Su explicación, extremadamente lacónica, no podía estar más ajustada a la realidad ni dejar de ser, a pesar de todo,  hilarante: “La conshensha, pues, la conshensha...” (Eso es: no hay justicia más cabal e inapelable que la administrada por la conciencia). Durante un buen número de años trabajó en Conchucos; era sanitario, es decir, una suerte de “médico rural” sin diploma universitario: el que aplica las vacunas y trata la tifoidea,  el que receta lavativas y vinagre “bullí” y cura de las picaduras de “huaylulo”.  Y allí, en la tierra de don Mesho, se resolvió el enigma. “¿Por qué?”, se atrevió a preguntarle un inquisitivo conchucano. Lejos de incomodarse (pues, ya lo dijimos, tenía correa), se sintió feliz por la curiosidad del “tiralazo”. Es que durante casi toda su vida esperó esa pregunta; siempre quiso dar a alguien la respuesta  que íntimamente le regocijaba y que pugnaba por salir a la luz: directa, rotunda y satisfactoria, pero, sobre todo, ingeniosa. El era así: agudo y mordaz.   Tras ser absuelta la interrogante, el epílogo –es fácil de adivinar- fue una estentórea carcajada, jadeante, interminable, como aquellas volcánicas que expulsaba en nuestra tierra don Pancho Nina. “Me dicen “mocho”, respondió don Reinerio, por una sencilla razón: en mi pueblo soy el único varón que no tiene cachos”.

 

 


 

EL DOCTOR IGLESIAS

 

 Cuando Daniel cumplió los diecisiete años de edad (hace de esto exactamente siete décadas), en Pallasca, su pueblo, vivía un personaje foráneo de mediana estatura que usaba anteojos y vestía siempre elegante, y que, como tantos otros, había llegado sin que se conociese la finalidad específica de su visita; pero a diferencia de los demás que no permanecían más de una semana o quince días, este se quedó por algo más de un año con breves interrupciones que las empleaba en ir a Lima, casi siempre los fines de mes. En principio debido a las gruesas lunas de sus anteojos y después por la oportuna e infalible atención médica que brindaba a los parroquianos –claro, en enfermedades comunes y simples- comenzó a ser conocido como doctor, el respetable doctor Iglesias.

Una de las consultas que con especial agrado atendía, era la que con cierta regularidad buscaba Adela, hermana de Daniel: generalmente aparecía en el consultorio ubicado con frente a la plaza principal, porque “la alocaba” un fuerte dolor abdominal cuyo origen, obviamente menstrual, decía desconocer. El doctor le recomendaba un ligero masaje en el vientre y le regalaba unas pastillitas sin sobre diciéndole: “Ahora vaya a descansar”. Visitas vienen, recetas van, llegaron a enamorarse. 

El doctor Iglesias afirmaba que el amor puro debe siempre tener un desenlace feliz: el matrimonio. Por ello, sin pensarlo dos veces y sin mayor preámbulo que la candorosa indecisión de Adela, un día viernes resolvió hacer el pedido de mano. La alegría con que fue recibido en casa de la novia, tuvo su mayor expresión en el llanto de Adela y su madre. Pero no fue todo: los hermanos prepararon una pequeña celebración a la que fueron invitados los parientes y amigos más cercanos y al ritmo de huaynos y canciones de moda que dejaba escuchar una vieja victrola y, probablemente, también don Pedrito Gutiérrez, bailaron hasta el amanecer. 

Las familias del pueblo comentaban, unas gozosas y otras con envidia: “Ve, qué bien, Adelita con novio doctor”. “Con tantas visitas, cómo no lo iba a conseguir”. “Quién lo iba a creer”. Y, en realidad, nadie podía creerlo. El doctor, menos. 

Después del matrimonio se irían a vivir a Lima, según el ofrecimiento del novio. “No puedo quedarme más tiempo; he descuidado demasiado mi consultorio en la Capital, pero lo he hecho con la satisfacción y la alegría de servir a un pueblo que quiero con todo mi corazón, afirmaba en tono sentimental. Pero no se irían solamente los dos: en un arranque de gentileza le ofreció un buen trabajo a Gilberto y en consecuencia él sería también de la partida. 

Los preparativos para el matrimonio ya estaban adelantados. La familia mandó comprar dos quintales de “harina del norte”, especial para el pan, las rosquitas y los bizcochos; se aumentó la ración de cebada y “locro” para engordar al chancho y se les proveyó de una mayor dosis de alfalfa a los más de cuarenta cuyes que parecían cuchichear en el cuyero de la cocina de su casa en la Calle Grande,  y, además, se adquirió dos arrobas de mote y otro tanto de shámbar. La expectativa por cierto era grande. No se había producido antes matrimonio de tal envergadura en el pueblo. 

Por uno de esos descuidos en que suelen incurrir aquellas personas dedicadas a una tarea intelectual o científica, el doctor Iglesias dijo haber olvidado su Libreta Electoral en Lima y no contaba con ningún otro documento de identidad, requisito exigido para poder oficializarse el enlace. “Pero ello no puede ser motivo para que se postergue la ceremonia, explicó; como garantía yo dejo en el Despacho de la Alcaldía la suma de cien soles y luego del matrimonio voy a la Capital y traigo el documento. La duda hizo que el señor Alcalde resolviese consultar con don Manuel Jesús, viejo, culto y honorable vecino del pueblo. “Oiga usted, ni por mil soles puede cometerse semejante falta”. Con esta respuesta, la autoridad se retiró satisfecha. 

Toda la familia de la novia, incluso el doctor Iglesias, se enfadó con don Manuel Jesús. Calificaron el inesperado consejo como muestra de envidia y mala fe.

Esta circunstancia dio lugar a que los planes se cambiaran. No se esperaría el matrimonio para después viajar con Daniel, sino que como una muestra de su decencia y buena fe, el doctor Iglesias viajaría antes, en compañía de su futuro cuñado para dejarlo en Lima y luego volver con la requerida Libreta Electoral. 

Por falta de carretera, gran parte del viaje tuvo que hacerse a caballo, hasta un lugar a donde llegaba el tren; de allí, un muchacho acompañante tenía que regresarse con las bestias. Rafael, amigo íntimo de Daniel, también fue uno de los viajeros; resolvió sumarse por dos razones: porque le resultaba difícil acostumbrarse a la idea de que un amigo tan querido se alejara tal vez para siempre y porque la ilusión de llegar a Lima para ver las seriales en el cine, le atraía más que quedarse a cosechar alverjas en las chacras de “El Común”. Daniel agregó una que lo sedujo: las mujeres tienen la piel de melocotón.

La presencia de su amigo, según pudo advertir Daniel, incomodaba al doctor Iglesias, razón por la cual el afecto que le tenía, durante el viaje fue menos expresivo, más bien frío.

Al llegar a Chimbote, ocurrió lo impredecible. Daniel y Rafael compraron sus respectivos pasajes en ómnibus. El doctor Iglesias no pudo hacerlo porque se alejó en busca de las medicinas que ofreció comprar para su suegra con el dinero que recibió para tal efecto: según dijo, esos medicamentos elevados en su precio, solo podían encontrarse allí, no en Lima. Llegó la hora de partir y el doctor ni el polvo. No obstante los ruegos de Daniel, el chofer dio marcha al motor y partió hacia el sur. Las maletas del ausente quedaron en la agencia. Rafael  calmó a su amigo que estaba desesperado, diciéndole: “Es muy posible que tome una carrera y nos alcance en el trayecto”. Pero ello no ocurrió. “Ah, pero no hay porqué preocuparse; tú tienes apuntada la dirección y allí tenemos que llegar”. Daniel buscó entre los papeles que guardaba en su saco y encontró la dirección. Sus ojos brillaron como sol en amanecer serrano. Contento, se quedó dormido. 

Cuando llegaron a Lima, Daniel comenzó a experimentar cierto fastidio por la presencia de su amigo. “Bien, ya llegamos, dijo, de aquí yo tomo un taxi y me voy a la dirección que me dio el doctor, mi cuñado. El trabajo me lo ha ofrecido a mí, yo no sé que harás tú”. Al escucharlo, Rafael creyó tener la certeza de que sí pueden alejarse los amigos y que la amistad puede acabar; hizo, no obstante, un esfuerzo para permanecer sereno y dijo: “Está bien, amigo, pero yo puedo ir contigo en el mismo carro; tú te quedas en el consultorio del doctor y yo continúo a Breña donde vive mi hermana.” 

Disimulando su disgusto, Daniel aceptó la idea. El vehículo que abordaron los llevó por calles y avenidas iluminadas y bulliciosas. 

Asombrados y sin darse cuenta en pocos minutos llegaron esperado destino, en el centro de la ciudad. “¿Qué número me dijo?”, con voz áspera preguntó el chofer. “1624”, respondió categórico Daniel. Interrogaron a una señora que pasaba presurosa. “No, ese número no existe en esta calle, ¿no ven que no tiene más de siete cuadras?, y además a ese doctor no lo conocemos por aquí.” 

Gilberto se acordó entonces del chancho que engordaba en su casa, de los cuyes bulliciosos, de la victrola, de don Manuel Jesús y de su hermana Adela, la Adelita; todo se entreveraba en su cabeza como en un torbellino. No le quedó otra cosa que aceptar la realidad. 

Tras un mutis que al chofer le pareció excesivo, esta vez la orden la dio Daniel:  “A Breña, por favor.”    

(El epílogo es simple. Adela quedó soltera para toda su vida y andando el tiempo se convirtió en una ejemplar maestra de escuela. Rafael, después de trabajar en el Club Nacional, retornó a Pallasca y también se dedicó a la docencia. Daniel ingresó a la Guardia Civil y dos polainas, que dejó de usar, se las regaló a Lolo, su hermano, que solía lucirlas con orgullo y arrogancia. Del “doctor Iglesias”- el farsante, embaucador y miserable “doctor “Iglesias”- no volvió a saberse más. El comentario que circuló tras su infame aventura fue que se había largado llevándose valiosas joyas de la cándida Adelita.)

 


 

OTRO ARQUERO, POR FAVOR

                       

En realidad, yo jugué poco durante mi infancia o, digamos mejor, jugué mal. En mi pueblo y en aquella ya lejana época (supongo que ahora también) los juegos eran bastante sencillos: tejo, trompo, cercena, bolitas, chapitas, “frijush” . Simples. Y de pobres, como lo éramos casi todos. Mi padre era maestro de escuela (la 293) y, por ello, tenía un ingreso mensual permanente: su sueldo. Pero, díganme, ¿cuándo los maestros no han sido pobres en el Perú? Continúo la historia. El tejo, el trompo, las bolitas (es decir, las canicas), son juegos que todo el mundo conoce, por ello solo voy a explicar los otros. La cercena era una chapa de botella que, a fuerza de ser chancada con piedra o martillo, quedaba convertida en un filoso disco al que se le perforaba dos hoyos centrales, a la manera de un botón, por los que se hacía ingresar un pabilo que, atado en sus extremos, era estirado por ambas manos y sacudido dando lugar a que el objeto metálico gire para atrás y para adelante zumbando como moscardón; la gracia del juego estaba en el enfrentamiento de dos chiquillos, cada uno con su cercena, tratando de cortar la pita del contrincante. Los “frijush” eran los frijoles (pero aquellos con manchitas, que se comen fritos o tostados, es decir, la ñuña); con ellos se jugaba casi como con las canicas, disparándolos a ras de suelo, con el dedo índice. Algo similar se hacía con las chapitas, cuya concavidad era rellenada con greda húmeda para que tuviese un peso conveniente. Todos mis amigos eran expertos en estos lúdicos menesteres. Yo los admiraba, creo que con algo de envidia: la vigorosa capacidad para romper trompos de un solo tiro o expulsarlos del círculo, por ejemplo, nunca formó parte de mis méritos, y pensar en ganarlos alguna vez me parecía, simple y llanamente, sueño de locos. Dicen que es de honrados ser conscientes de las propias fortalezas y debilidades; creo que, respecto de estas últimas al menos, yo nunca fui mezquino al reconocerlas. Por eso creo que era una exageración completamente descabellada eso de que yo era inteligente. Recuerdo que comentaban que los de “cabeza palca” (claro, como la mía: con la nuca plana) eran poseedores de cierta superioridad intelectual. Ja, ja, ja! Jamás supe de dónde pudo haber salido tan peregrina teoría (¿de la Alemania Nazi, tal vez?). Pero, bueno, la verdad es que hasta para esos elementales juegos el que esto escribe era torpe como un oso en hibernación. De fútbol, ni hablar. En esto –lo confieso con vergüenza- era una verdadera zapatilla (de lona corriente y, además, con pezuña). El geniecillo –lo recuerdo con cariño y me gustaría volver a verlo, porque es mi amigo- era Roberto Robles, a quien le decían “Betícras” (yo nunca me atreví a llamarlo así, por respeto, temor o timidez, no sé). En el deporte del balón había algo que me producía un terror casi paralizante: la posibilidad de recibir, digamos, un pelotazo en plena cara. Pero, vaya cómo son las cosas, aunque no lo crean, llegué a jugar un partido de fútbol y – a que no adivinan- de arquero! Sí, señor. Y contra todo pronóstico, no me patearon ni recibí el temido pelotazo. Salí, pues, ileso. Sin embargo, no hay felicidad plena. Tengo que ser sincero: no jugué más de diez o quince minutos. Si bien en mi cuerpo no sufrí contusión o rasguño alguno, moralmente quedé resquebrajado (con “una cicatriz rencorosa”, como diría Borges). Les cuento. Al ver que los jugadores del equipo contrario, con la pelota en su poder, se aproximaban amenazadoramente a nuestro arco, mis compañeros me exigieron en coro: “Sal, sal!” (es decir, ve al encuentro, no te quedes).  Como ahora mismo también, les digo, entonces no entendía el significado de algunas palabras del argot deportivo. Y –claro, ya lo adivinaron- cumplí al pie de la letra la desesperada orden: salí del arco (y posteriormente de la cancha, no faltaba más!). Azorado (y –qué bestia- sintiendo íntimamente que la culpa no era mía) escuché –esto sí como un feroz puntapié- que los labios de los enfervorizados integrantes del equipo adversario pronunciaban desaforadamente  esta dulce, pero aquella vez en mis oídos agria palabra o, mejor dicho, palabrota: GOOOL!

Si mis amigos  de aquellos tiempos se acuerdan de esto y aún me guardan un discreto odio por lo que hice (que, por lo demás, sería justo) les pido que me disculpen. Y, bueno, pues, que siga el partido. Pero pongan otro arquero, por favor.

 


NUESTRO REGALO DE NAVIDAD


Feliz Navidad. Esto es lo que acostumbramos decir, junto a un efusivo abrazo, a nuestros familiares y amigos, a partir del momento en que el reloj de la casa indica que son las doce de la medianoche o, dicho de otro modo, las “cero cero horas”. Y, claro, ese deseo es expresado con auténtica sinceridad y mucho, mucho cariño. Al menos así parece en la generalidad de los casos pues, por cierto, no falta una que otra hipocresía por allí.

Si el equipo estéreo no está encendido, es el televisor el que, solemne y majestuoso, nos acompaña con una musiquita suave como caricia, casi siempre “Noche de Paz”, tocada por una orquesta sinfónica y cantada por un coro. Afuera, algunos cohetones y rascapiés y luces de bengala y niños mataperros que, con ganas de fregar, no pierden ocasión de reventar una que otra “rata blanca”. Todo es alegría. La mesa está poblada de una delicadas copas de cristal con vino espumante; al centro un panetón cortado en una docena de tajadas y, delante de las sillas bien ubicadas, rebosantes tazas de chocolate. Si las vacas flacas (casi vitalicias las condenadas) pudieron ser reemplazadas por vacas gordas, el pavo horneado en la panadería de la esquina también formará parte, sí o sí, de este cálido paisaje de entrecasa, con puré de manzanas, por supuesto. La ventana, con las cortinas corridas, muestra a la calle desde hace algunos días, filas de luces intermitentes, dispuestas en caprichosas formas: estrellas, arbolitos, flores...

Todos, padres, hijos y abuelos –si los hay- están o, mejor dicho, dicen estar felices. No es para menos. Es la Fiesta del Amor, pues. Y hay que celebrarla como Dios manda, sin excesos. Pero, eso sí, que los niños no pongan límite a su regocijo porque, claro, para ellos es la Navidad: ellos representan, según se dice, al niño redentor de hace dos mil años que, ahora de porcelana y medio patas arriba, reposa en el nacimiento colocado en una esquina de la sala con Virgen, con vaca y con burro. Ah, y aquí están sus regalos: carritos, pistolas, pelotas, etc., etc., etc. Lo que, y lo digo sin resentimiento ni pena, no recuerdo haber tenido yo en mi infancia.

En mi tierra, Pallasca, la cosa era distinta. No había panetones, entonces, y creo que tampoco carritos, pistolas...como los carritos y pistolas que hay ahora. Pero, valgan verdades, todo era, como dicen los muchachos de estos tiempos, bacán: ternura a manos llenas, candor a flor de piel.

Me parece, si mal no recuerdo, que se celebraba alguna misa a veces (la de gallo, naturalmente); digo a veces porque el cura casi nunca paraba en mi pueblo porque casi siempre estaba en otros lugares donde, sin duda, la gente era más dadivosa a la hora de la limosna (y, probablemente, a otras horas también). En algunas casas se armaban hermosos y nutridos nacimientos. Mi padre me contaba que el más grande y original era el que hacía muchos años presentaban en su vivienda las medio beatas hermanas Monzón. Yo conocí los de doña Valentina, antes de llegar a Santa Lucía, bajando hacia la Calle Grande; de doña Victoria, al costado de la Casa Parroquial; de don Alfredo, a la derecha del “Chorro”, hacia abajo; y en Santa Lucía, de doña Paquita...Aparte de esos papeles gruesos de costal de azúcar, estrujados y manchados de verde y marrón para tener la apariencia de cerros, lo más notorio (aparte también de las ovejitas o “guachitos” y otros adornos), eran las achupallas y el musgo los que ocupaban lugar preferente y contribuían con el conveniente y significativo toque serrano y, digamos, ecológico.

Estos nacimientos, en la noche del veinticuatro, eran visitados por los “viejitos” o “pastorcillos”, grupos de chiquillos y también no tan chiquillos, vestidos con poncho, sombrero y máscara de pellejo de carnero, cargando gatos o comadrejas (a las que llamábamos “huaygush”) disecados, y que bailaban al compás de sonajas hechas con latas de leche Gloria y piedrecillas y cantaban animados y pegajosos villancicos de la selva: “Niño Manuelito, qué te puedo dar: ricos buñuelitos envueltos en miel...” No faltaba algún palomilla (pienso ahora en nuestro entrañable “Joke”) que, con infantil picardía, se atreviera a modificar la letra, poniendo, en lugar de “ricos buñuelitos”, “una lata de habas”. Los dueños de casa, casi siempre tolerantes y bondadosos (con bondad cristiana, claro está), les invitaban chocolate caliente y bizcochos.

Pasada la medianoche había que irse a dormir. Ah, pero antes de las seis de la mañana el ritual era impostergable: levantarse y acudir al balcón de la sala. Es lo que hacíamos mi hermano y yo. Antes de acostarnos habíamos dejado allí nuestros zapatos, esos cómodos e inolvidables “chancabuques” que nos hacía don “Lonsho” Pinedo, el querido zapatero del pueblo. Y, oh maravilla, comprobábamos dos cosas: que Papá Noel existe y que esa noche nos había visitado, generoso. Alegría ingenua y abundante. Una, dos, tres, cuatro, cinco monedas de a veinte! Nuestros ojos se iluminaban como el brillo de la nieve de Ogopito con que don Rafa Acosta y don Diego Baltodano preparaban en junio los helados y raspadillas. Ya teníamos nuestro regalo de Navidad, modesto pero suficiente para comprar bolitas de cristal en la tienda de don Víctor o galletas de soda en la de don Pancho Nina. Para qué pistolas, para qué carritos.

Abusivos, cómo no, mi hermano y yo en las tres o cuatro noches siguientes volvíamos a dejar los zapatos en el mismo sitio. El viejito de blanquísima barba y botas negras seguía bondadoso aunque, claro, progresivamente iba disminuyendo la dosis de “pesetas”.

Este Papá Noel era realmente un papá bueno. Lo fue para nosotros. Jamás lo olvidaremos

 


 

Huacaschuque, tal como suena


Uno de los más reconocidos y, naturalmente, recordados profesores, es decir –vamos a decirlo con más propiedad-, maestros, que ha tenido Pallasca en la otrora Escuela Prevocacional 293, es don Oscar Sandoval Cerna. Culto, inteligente, sensible, el maestro Oscar, nacido en el distrito de Bolognesi, ponía de manifiesto una muy agradable cualidad: era ingenioso (sin duda, debe seguir siéndolo) y tenía una “chispa” tan brillante como un relámpago. Alguna vez –lo recordamos muy bien-, un chiquillo que jugaba en la plaza de armas, alrededor de la pileta central, al verlo pasar cerca le saludó con todo respeto pero incurriendo en un leve error: en vez de “buenas tardes” –porque eran como las 3 pasado el meridiano- le dijo “buenos días, maestro”. Con agilidad mental de rayo, sin mediar palabra o gesto adicional y con aparente displicencia, don Oscar respondió rotundo: “buenos días, hijo, cómo has amanecido?”; y, esbozando una irónica sonrisa, siguió su camino hacia la esquina de El Shinde para luego descender a la Calle Grande, donde tenía su casa. Nosotros –los otros chiquillos de entonces- que también nos encontrábamos allí y que nos habíamos percatado del “revés”, crueles e ingenuamente sádicos nos echamos a reír sin piedad; el autor del involuntario despropósito se puso rojo de vergüenza.

Pero, bueno, como habría dicho don Ricardo Palma, a otra cosa mariposa. En realidad lo que queríamos contar es una anécdota distinta en la que, siempre pintoresco, siempre impredecible en sus respuestas, siempre lúcido, también –felizmente- aparece don Oscar, el maestro Oscar, queremos decir.

La buena gente de Huacaschuque –la de los lavaderos de oro- estaba empeñada en que su pueblo –que durante la década de los 50 aún era un caserío anexo a Pallasca- se convirtiese en distrito y con ese fin habían iniciado las medio engorrosas gestiones ante las diferentes reparticiones del Estado encargadas del asunto. Y, bien, como casi siempre ocurre en estas cosas, la demora se prolongaba y prolongaba. La paciencia, cómo no, pudiera haberse agotado pero, testarudos porque la razón les asistía, los huacaschuquinos no estaban dispuestos a desmayar: tanto se había hecho y, probablemente, tanto también se había gastado, que dejar aquella gestión inconclusa simplemente hubiera sido de necios. Y no, pues, nadie en el pueblo y mucho menos ninguno de los que en la Capital de la República iban y venían de oficina en oficina, querían terminar con una lamentable frustración.

Gobernaba entonces –quién no se acuerda- don Manuel A. Odría, hombre que –hay que reconocerlo, nos guste o no- dejó para un sector de la población o, mejor dicho, de la “clase política”, un recuerdo deplorable (dictadura, pues) y para muchos pueblos y ciudades más de una obra de significativa importancia (colegios, especialmente); y su esposa, doña María, indiscutible ejemplo de decencia y preocupación por los niños, además de decidoras anécdotas (reales o inventadas, no sabemos) motivadas por sus rasgos físicos y por el dejo que mostraba al hablar.

Todo indicaba que aquel gobierno sería el encargado, una vez cumplidos los trámites pertinentes, de cumplir con dar la ley de creación del nuevo distrito. Pero a don Manuel, tan ocupado en otras cosas, no le importaba poner atención a estas cuestiones “fútiles” o, simple y llanamente, desconocía de las expectativas que cifraban en su gestión los pobladores de esta parte del país. Cualquiera fuera la razón por la que la autorizada firma no llegaba a ser estampada en la norma definitiva, lo cierto es que, sin perder el optimismo, los huacaschuquinos echaron mano de un recurso que, casi a última hora, les pareció lo más eficaz. Sí, pues: “don Manuel será todo un presidente, pero es, sobre todo, una persona con algo de vanidad y eso, su vanidad, eso es lo que hay que tener en cuenta”, sugirió alguien por allí. Y, en efecto, eso iba a hacerse: aparte de la inserción en el expediente de todos los requisitos que el procedimiento exigía (información sobre la densidad poblacional, los recursos económicos, etc., etc.) surgió un nuevo elemento que, a todas luces, resultaría decisivo, convenientemente decisivo: proponer que, en lugar de Huacaschuque, que era la ancestral denominación del pueblo, el nuevo distrito lleve el nombre de Manuel A. Odría como homenaje y reconocimiento a las calidades del Presidente de la República y además –esta era la razón real, pero se la mantenía discretamente escondida- como un argumento que llenaría de orgullo al gobernante y le haría interesarse en el caso tanto como si fuera algo personal. El razonamiento era simple pero coherente: ¿Quién –ocupando un cargo temporal- no quisiera trascender y que su nombre se perpetúe, más que en una placa de bronce o de mármol, en el uso irremediablemente cotidiano de los agradecidos habitantes de un pueblo del Perú? Todos en algún momento incurrimos en ese sueño, y eso no es, no puede ser, un pecado.

Y ese sueño, que aún no se había atravesado por la mente de don Manuel, estaba a punto de producirse. Pero, lamentablemente para el presidente tarmeño que tuvo como a uno de sus más infaustos ministros a Esparza Zañartu –que ocupó la entonces tenebrosa cartera de Gobierno y Policía- la realidad se impuso sobre los candorosos devaneos oníricos. Y para eso, señores, es que en esta historia se hizo presente don Oscar Sandoval Cerna.

Antes de presentar formalmente la propuesta, un grupo de huacaschuquinos fue en su busca para pedirle un prudente consejo. Después de escucharlos, el maestro Oscar los felicitó por su propósito y, especialmente, por la inteligente iniciativa. “Tienen razón, les dijo, las gestiones se agilizarían enormemente y no sería de sorprenderse si, después de presentada la propuesta del cambio de nombre, al día siguiente ustedes tienen la ley de creación del distrito en sus manos.” Todos le oían, satisfechos y regocijados; pensaban que, sin duda, habían acertado. “Pero, agregó don Oscar, hay un pequeño inconveniente.” “¿Cuál, maestro?”, preguntaron en coro. Don Oscar continuó: “Cuando, en el futuro, ustedes o sus hijos tengan que recurrir ante alguna entidad pública o privada o suscribir algún documento legal y deban responder por sus “generales de ley” habrán de decir que son hijos naturales de Manuel A. Odría; y les aseguro que se avergonzarán cuando otras personas les miren sorprendidas al enterarse que ni siquiera son hijos legítimos.” Suficiente, fue suficiente! “Ni hablar, don Oscar, que todo siga igual”, replicaron rendidos.

Y, así, todo siguió igual hasta estos días y así habrá de seguir, quién sabe, por los siglos de los siglos: Huacaschuque, tal como suena. Y, por cierto, con hijos orgullosos y nunca avergonzados de su santo terruño: legítimo y natural, como Dios manda. 

 


ESTE GALLO DE MIERCOLES

El maestro Rafa solía aderezar sus clases con unos relatos increíblemente hermosos; hermosos por las historias propiamente dichas, pero además y especialmente, por la manera como los contaba, histriónicamente: si se trataba de hacer referencia a un caballo, por ejemplo, imitaba el sonido del trote -"pacatán, pacatán..."- y, frente a los alumnos, se desplazaba dando trancos equinos (toda una ilustración audiovisual bastante contundente). Los niños gozaban sobremanera.

El cuento que los infantes de entonces, y hoy laboriosos adultos, recuerdan con más cariño -aparte de aquel nombrado como "La vieja patera"- es el bello e inverosímil relato al que don Rafa llamaba "Los músicos de la aldea". En él se hablaba, efectivamente, de unos músicos, pero de unos músicos nada convencionales o, como se les llamaría hoy en día: atípicos. Un asno, un perro, un gato y un gallo conformaban, con sus propias voces, un estridente y desafinado cuarteto grotescamente festivo: una orquesta de los mil diablos, diríamos mejor. Estos animales, viejos y cansados, habían dejado las viviendas de sus amos por una razón: por inservibles. El asno carecía de fuerzas suficientes para cargar bultos pesados sobre sus lomos; el perro dormía excesivamente y nada podía hacer si un ladrón osaba irrumpir en la casa; el gato, con las uñas y la agilidad perdidas, había dejado de ser un buen cazador de ratones. Una sola palabra los definía: inútiles, dramáticamente inútiles. El gallo acumulaba similares deméritos: había perdido la puntualidad al dar la hora en las madrugadas y su canto más parecía, ahora, un estertor. Pero, a diferencia de sus hoy compañeros de infortunio, el último día en la casa de sus amos estuvo a punto de servir para algo, y precisamente por ello es que resolvió darse a la fuga. Ese día iba a llegar una visita importante y él había sido elegido como plato de fondo para el almuerzo. Gracias a Dios pudo enterarse a tiempo de los letales propósitos.

Don Alipio Villavicencio, entusiasta y creativo profesor  de la escuela primaria de varones de Pallasca, además de "medio poeta" -como se le hubiese ocurrido decir a un crítico canalla- también, como en el relato de don Rafa, tenía un gallo en casa. Y a él, nuestro paisano nacido en Tauca,pues, está dedicada esta anecdocrónica.

...

La educación que se impartía en la época en que se sitúa nuestra historia era, por decirlo sin exageración, buena. No como en estos tiempos de planes, directivas y reformas. No obstante la limitada preparación académica de los docentes (casi todos eran de "tercera categoría", es decir, sin título profesional) ellos eran, realmente, maestros cabales que contribuían positivamente a la formación de los niños y jóvenes y, por ende, al desarrollo de los pueblos. Ahora, por el desinterés de los gobernantes, la irresponsabilidad de los sindicatos, el influjo nocivo de los medios de comunicación y el bajo nivel nutricional, nuestra educación se ubica casi a ras del suelo.

No era este el problema de entonces. Ya lo dijimos, la educación era buena y los profesores, en verdad, maestros. El Ministerio de Educación impartía directivas, naturalmente, pero antes que preocupaciones de orden estrictamente didáctico, que es lo formal, el interés se centraba en lo que había que enseñar. Un inspector cumplía, de vez en cuando, con verificar el desarrollo normal de la tarea educativa. Visitaba los pueblos de la jurisdicción a su cargo, hacía preguntas a los profesores, evaluaba -si creía conveniente- a los alumnos y elaboraba un informe. Muy raramente se topaba con situaciones que pudieran considerarse anómalas. Sí, en cambio, con ocurrencias anecdóticas, como aquella en que cierto inspector, al haber recibido una insatisfactoria respuesta acerca del autor de El Quijote, apesadumbrado comentaba que en la escuela que había visitado "nadie conocía a Calderón de la Barca" . Cuando las circunstancias lo ameritaban, recomendaba y aconsejaba, siempre de buen grado, de modo que nunca se generaban enemistades, todo lo contrario, se ganaban amigos.

...

Y eso es, justamente, lo que ganó el inspector de esta historia -cuyo nombre no recordamos pero podemos asegurar que no era aquel de la descabellada referencia al autor de Fuenteovejuna o, perdón, de la Vida es sueño. Ya lo dijimos: ganó amigos.

En cierta ocasión llegó a Pallasca cuando allí, en la Escuela Prevocacional 293 aún laboraba don Alipio Villavicencio antes de trasladarse a la escuelita unidocente de Shindol. Efectuó, porque para eso había ido, su labor de control y, antes de retornar a la Capital de la Provincia, recibió -como se acostumbraba- un "agasajo" por parte de los profesores de los centros educativos primarios, de varones y de mujeres.

La reunión, una comida en casa de don Víctor Alvarado, resultó muy animada y se prolongó hasta cerca de la medianoche. Don Alipio, que se encontraba allí, casi al finalizar se acercó emocionado al inspector y le pidió hacer un aparte para conversar. Luego de elogiosas expresiones, le hizo una invitación: "Mañana, señor, quiero tenerlo en mi humilde casa para almorzar; tengo un gallito que me gustaría guisar en su honor..." El inspector se alegró por tanta amabilidad y, por supuesto, sin pensarlo dos veces, aceptó el ofrecimiento.

Concluido el ágape nocturno, todos se retiraron intercambiado abrazos y sonrisas. Al día siguiente, temprano, don Alipio comunicó a su esposa la decisión adoptada la noche anterior. La señora, imperturbable, dio su palabra: No! Evidentemente, don Alipio había cometido un error: no haber conversado con ella anticipadamente o, dicho de otro modo, no haberla consultado. Ninguna explicación pudo hacer que se revirtiese la rotunda negativa. A eso de las 11 don Alipio, avergonzado y pensando en una excusa apropiada, fue en busca del inspector. Cuando estaba a punto de producirse el encuentro, surgió la idea salvadora: "Vengo -dijo- consternado a pedirle mil disculpas." "¿Por qué, amigo Alipio?", preguntó el inspector. "Es que la invitación que le hice anoche no  va a poder hacerse realidad." Su interlocutor no podía zafarse de la sorpresa. Continuó don Alipio: "El gallo de miércoles que pensaba guisar en su honor, como adivinando, se ha escapado de mi casa y no he podido encontrarlo." 

Lo que en un principio parecía contrariedad, se convirtió en una piadosa y sonora carcajada. "Para otra vez será." En horas de la tarde, y después de almorzar sabe Dios dónde, el inspector tomó su caballo y se marchó a Cabana. Y, claro, nunca se presentó una nueva oportunidad.

Y aquí, así, termina esta historia. Quiquiriquí!

 


 

DON CAYO, HONRADEZ A PRUEBA DE ESCOBA


Uno de los personajes pintorescos que recordamos de los años 60 (probablemente desde antes ya se hacía notar), fue don Cayetano, más conocido como "don Cayo". Nuestra infancia lo recuerda como un hombre bastante humilde, algo "rotoso" y, probablemente, víctima de algún desorden mental (no nos consta). Lo que sí resultaba evidente era que durante los días domingos, muy temprano, se le veía con escoba en mano hacer el barrido de la Plaza de Armas, si no era con escoba de paja, era con la usual escoba de "cushmaycudo" que, según se decía, era más efectiva, porque sus tallos delgados eran más fuertes y por consiguiente más duraderos que la delicada paja con que se acostumbraba efectuar el aseo de casas y calles; claro que para su uso había que inclinarse con cierta incomodidad. Pero, sabemos que cuando una cosa se hace con cariño y buena voluntad, cualquier inconveniente se convierte en placer. Eso, sin duda, ocurría con "don Cayo". Lo que, ahora, nos apena sobremanera es no conocer su apellido. Alguien probablemente nos lo dé a conocer. Por ahora nos importa la anécdota que vamos a referir.

Uno de esos domingos de barrido, don Cayo encontró en el piso, entre piedras y basura, un billete que, según tenemos entendido, era de 50 soles que para entonces significaba una "millonada", considerando naturalmente la situación miserable del autor del hallazgo. Ni corto ni perezoso, don Cayo fue a donde don Víctor Alvarado, uno de los más apreciados y respetados señores de Pallasca. "Mire, don Víctor, le dijo, he encontrado este billete y no sé a quién pertenece, pero supongo que algún día aparecerá su dueño. Cuando llegue, usted me hará el favor de entregárselo en mi presencia. Para entonces yo mismo vendré." Pasó un mes y nada; otro mes y tampoco nada. Al tener la certeza de que nunca habría de aparecer la víctima de la pérdida, enfática y sorprendentemente, le ordenó a don Víctor: "Deme el billete en este momento!"

Cumplido el requerimiento, don Cayo procedió a realizar algo inesperado: rompió en cuatro pedazos el billete de marras; dio las gracias y se retiró a continuar con su rutina.


 

A COMER, CABALLITO

Don Eloy Sifuentes, que por muchos años desempeñó el cargo de director de la Escuela Prevocacional 293, era un hombre pacífico a quien, literalmente, no le entraban balas.  Frente a los agravios o los ataques, tenía la actitud conveniente y la respuesta precisa y rotunda que disolvía en el acto cualquier voluntad adversa, cualquier intención que buscara hacerle daño. Su filosofía antiviolencia se resumía en el siguiente consejo: "Cuando a usted le disparen un dardo, hágase a un ladito". Es decir, en otras palabras: no haga frente, porque puede resultar lesionado. Cuentan que en una ocasión, algunos profesores de la Escuela se encontraban cerca de la puerta de ingreso del plantel conversando, y al ver que llegaba el director, don Eloy, uno de ellos, el profesor "Corra, corra", soltó, casi mascullando entre dientes, una expresión un poco subida de tono, algo así como "Ahí viene ese viejo de...!" No quería, naturalmente, ser escuchado por el director; sin    embargo, este ya se había percatado de la agresión verbal. Don Eloy, medio displicentemente, levantó la mirada, la  dirigió al profesor y, contra todo pronóstico y sin alterarse dijo, simple y llanamente, lo   siguiente: "Maestro, ojalá usted nunca llegue a viejo". Y  continuó su tranquila caminata hacia la Dirección. En otra oportunidad,   mientras bajaba por la calle del "Chorro", le dio el encuentro don Carlos "Cheque" y por alguna razón que desconocemos pero que de saberlo no la diríamos, le soltó una andanada de insultos que concluyeron con un sonoro e incontestable remate: "¡Usted es un perro!". Don Eloy, con esa proverbial parsimonia que solo él podía mostrar con orgullo, respondió, enfáticamente, con una inesperada pregunta: "Pero, Carlitos, por qué dices que soy un perro, si el que está ladrando eres tú?". Es demás decir que, por cierto, no tuvo réplica. La que viene es la anécdota que motiva el título de esta nota. Un buen día, los profesores, algunos de ellos, queremos decir, acordaron hacerle una broma al maestro Angel, a la sazón también profesor de la mencionada Escuela. Le dijeron al querido y nunca olvidado "Loco Angel"(que es como se le trataba cariñosamente) que don Eloy había estado hablando pestes acerca de él: que es un borracho, un haragán, que llega tarde...en fin, lo que la imaginación cómicamente perversa les permitió inventar; dicho de otro  modo, le hicieron creer que lo había "embarrado". Don Angel, que no aguantaba pulgas (¡porque no las aguantaba!),   tras unas lisurotas irrepetibles pues serían capaces de hacer santiguar  aturdida y con velocidad de rayo a una monja y ponerla roja de vergüenza, amenazó con darle una reverenda pateadura al autor de la insolencia . A los profesores bromistas no les quedó más que arrepentirse de su "metida de pata", pero no podían hacer nada para aplacar la ira del ofendido que, como alma que se lleva el diablo, ya se había alejado del lugar en busca de don Eloy; solo atinaron a lamentarse por no haber medido las desproporcionadas consecuencias que ocasionaría su desliz. "Seguro que lo mata", comentaban consternados. Pasó algo más de media hora y ocurrió lo que nadie podía adivinar. Por la parte baja del plantel, rumbo a Quellín, el profesor embromado pasaba medio agachado,  halando de la rienda al caballo de don Eloy. ¡Se lo llevaba a su chacra  para darle de comer! Todos prorrumpieron en una general carcajada y, en  coro, le pusieron el epílogo a esta historia con una frase necesariamente sarcástica:"Nunca hemos visto pateaduras como esta, caracho!". Don Angel sonrió.

 


 

DE PALIZAS Y AMOROSAS HERENCIAS

 

Las 08:30 P. M. en Pallasca era una hora que bien podría ser llamada “altas horas de la noche”, porque en los pueblos pequeños de la sierra que no contaban -y algunos no cuentan aún- con fluido eléctrico, alrededor de las siete todo el mundo ya estaba durmiendo o, como suele decirse, “en su media noche”.  

Más o menos a esa hora -en una noche negra y extremadamente fría, helada en realidad-, aconteció lo que vamos a relatar. Eran los primeros años de la década del 60 (recuérdese, estamos hablando del siglo XX). Por motivos que no hemos llegado a conocer, o probablemente sin motivo alguno (que para el caso es lo mismo), el recordado profesor Jorge Delgado Clavo que, joven aún, llegó a enseñar en la Escuela Prevocacional 293, le “dio de alma” a don Pancho Nina, quien, maltrecho y con el cuerpo sumamente adolorido quedó tirado en el suelo y, a duras penas, luego de algunos minutos, con gran dificultad y desesperación, logró incorporarse y pudo buscar en medio de las tinieblas su inseparable sombrero que probablemente en tales circunstancias había resultado pisoteado. Tras aplicarse algunas compresas de agua caliente con sal, ya en casa, procuró dormir un poco para, temprano al día siguiente, cojeando apersonarse al Puesto de la Guardia Civil, ubicado en la Plaza de Armas de la ciudad y, medio irreconocible -por los esparadrapos y moretones- y con voz trémula, efectuar la denuncia respectiva. Así lo hizo.  

El esclarecimiento del hecho, a efecto de poder tomar una decisión y eventualmente aplicar un castigo, requería la presencia de las dos personas protagonistas de la noche violenta, don Pancho y el profesor Delgado Clavo. Fueron citados.  

Después de la exposición que hizo don Pancho Nina, ratificándose obviamente en la denuncia, el comandante de puesto pidió las explicaciones del caso a Delgado Clavo quien con una muestra de educación y buenos modales, amén de un dominio extraordinario del idioma y la oratoria, procedió como le pareció correcto y conveniente. “Con el permiso del señor policía –dijo- quiero pedirle a usted, mi querido Pancho Nina, un millón de disculpas por lo de anoche.” Don Pancho lo miró sorprendido. “Lamentablemente –continuó-, hay un agente perverso que a veces interviene en algunas circunstancias dañándonos con su vil consejo y nos empuja a cometer desatinos y excesos.” El asombro crecía y se hacía extremadamente visible en los ojos del contuso. “Es el maldito licor, don Pancho –explicó Delgado-, el maldito licor! Usted sabe que el respeto que a usted le guardamos en este pueblo no tiene comparación; es que usted ha sabido ganarse nuestra consideración; su don de gente, su amplia cultura, sus enseñanzas, su ejemplo son, en gran medida, nuestra luz y la luz de los más jóvenes. ¿Por qué habríamos de querer maltratarlo, don Pancho? Esto no cabe en ninguna persona que se halle en su sano juicio. Pero, claro, usted me dirá: “Y, entonces, por qué anoche, aprovechándose de la oscuridad reinante, se abalanzó sobre mí y en medio de improperios irreproducibles, me comenzó a golpear como bestia?” Naturalmente, siendo otras las circunstancias, yo no podría dar una respuesta coherente ni razonable. Pero, don Pancho, ya lo dije: el maldito licor que enceguece, que nos empuja a actuar irracionalmente, como bestias, él... él ha sido el causante de esta afrenta que me avergüenza y por la cual, le repito, quiero que me disculpe y perdone, y le pido que quedemos como amigos, que es lo que hemos sido siempre, y que esta amistad perdure sin mella alguna, por el bien de la armonía que debe reinar en este bello y querido pueblo que ha sabido recibirme dándome su calor y hospitalidad, y como un homenaje a la calidad de ser humano excepcional que, como pocos, usted puede ostentar para beneplácito de todos.”  

Tras esta elocuente perorata no necesitaba, naturalmente, agregar nada; era suficiente. Don Pancho Nina quedó apabullado, simple y llanamente, anonadado o, mejor dicho, deshecho. No tuvo alternativa: sin más ni más, aceptó las explicaciones, disculpó a Delgado Clavo, retiró la denuncia y, otra vez cojeando, se alejó del lugar probablemente a continuar su rutina diaria en la bodega que administraba media cuadra más allá pero, claro, después de cambiar esparadrapos y curitas.  

Pasados unos segundos, sonriente, salió el denunciado y más tarde fue en busca de sus amigos y con desbordantes muestras de orgullo y satisfacción y aparentando un falso cinismo, les contó lo sucedido: “A ese viejo Pancho Nina, no saben ustedes, le he dado lo que se merecía; le he sacado la mugre, le he dado de alma, dos veces, dos veces, ¿entienden?.” Cariacontecidos, sus amigos le miraron y preguntaron: “¿Dos veces, Jorgito, dos veces?” "Sí -respondió categórico-, anoche después de salir del billar de don Beto, en la esquina del “Chorro”, una reverenda pateadura, y ahora, temprano en la mañana, otra paliza en el Puesto de la Guardia Civil. De alma, como lo oyen, de alma le he dado a ese viejo!”. 

Ahí quedaron las cosas. Y como ocurre tras la tormenta, volvió la tranquilidad y el pueblo continuó con su vida de paz y sosiego. Unos meses después, quizás un año o algo más, aún joven, el maestro Delgado Clavo, tras una penosa enfermedad, dejó de existir. Le sobrevivieron tres pequeñas criaturas y la que fuera su mujer. No adivinó, no podía adivinar, que pasado el tiempo –unos diez o trece años tal vez- don Pancho Nina terminaría, quizás como tardío paño de agua caliente para aquellas contusiones, heredando la cálida compañía de aquella hermosa viuda con la que finalmente desposó. Cosas de la vida, caracho!

 


 

DESVELOS MATEMÁTICOS Y UNA RESURRECCIÓN ANUNCIADA

**Ningún pallasquino puede haber olvidado a don Lorenzo Paredes. Desconocer la cualidad pintoresca que era su sello sería como incurrir en una suerte de sacrilegio. Era el popular “Shinde”. Concentrarse los amigos frente a él, en su tienda ubicada en la esquina sur-oeste de la Plaza de Armas, era ineludible motivo de alegría; se libaba, moderadamente, a veces, unos vasos de cerveza y el aderezo principal de las reuniones eran las bromas, algunas suaves esporádicamente y casi siempre pesadas otras. Pero primaba la amistad, el respeto y las ganas de pasar un momento ameno, aún a riesgo de convertirse uno en lo que actualmente se llama “punto”, es decir, en víctima de las bromas que, en el furor de la emoción y la confianza, lindaban con el sarcasmo y la ironía mordaz. Pero había que aguantar, pues, o, mejor dicho,“tener correa”. 

**Una de las historias -inventadas por él, indudablemente- era la de un –según decía- “eterno y brillante estudiante” de secundaria en Lima que al llegar de vacaciones a Pallasca y recibir las excesivas atenciones de sus padres, fue alojado en un dormitorio que daba a la calle en el que habían colocado una cama, dizque de “dos plazas”, es decir, con dimensiones exageradamente mayores a las de la puerta de ingreso; la cama incluía, naturalmente, un colchón de plumas, mullido para ofrecerle un reparador descanso, frazadas gruesas, no de bayeta ("¿bayeta?, ¡pero si eso es para  para los cholos!", fue el comentario, según las malas lenguas), sino de algodón, etc; a la cabecera, la imagen protectora del Corazón de Jesús. Aquella noche -contra todo pronóstico-, el imberbe no pudo dormir y al día siguiente, a la hora del desayuno (con  leche recién ordeñada, biscochos, queso y huevos pasados) el doncel mostró unas tan pronunciadas ojeras  y exagerados y repetitivos bostezos. El padre se sorprendió y quiso adivinar la razón de tan deplorable estado, y creyó haberlo logrado:  cayó en la cuenta -cuándo no- de que su único hijo varón, aprovechando la placidez de la noche, se dedicó a leer. (“Mi hijo va a ser intelectual o científico, de eso no tengo duda; será el orgullo de la familia!”) Pero no fue aquello lo que ocurrió durante la vigilia. “No he podido dormir –declaró el muchacho-, porque he estado tratando de resolver un problema matemático y lamentablemente me he quedado frustrado por no haber podido encontrar el resultado.” La emoción paternal fue mayor porque, claro,  se sabía que es de sabios sacrificar las horas de sueño para dedicarlas  a ocupaciones de esa laya. “Bien, hijo, le inquirió, ¿cuál era ese problema?” La respuesta fue inmediata y no menos asombrosa: “¿Cómo han podido lograr que una cama tan ancha ingrese a través de una puerta tan pequeña? Yo he aplicado todas las formulas geométricas, trigonométricas, etc., y no he podido encontrar una explicación.” El padre, cuya emoción en esas circunstancias ya podemos adivinar, hizo lo que cabía para dar la respuesta requerida: llamó al empleado encargado de cuidar los animales y hacer otros mandados y le pidió que diese la explicación que necesitaba el hijito de marras. El fiel servidor doméstico, ni corto ni perezoso, se la dio enfáticamente: “Tuve que desarmar la cama, pues, señor.”

**Pero como a veces suele ocurrir (el rebote de la piedra puede golpear el propio rostro) en una ocasión, el “punto” fue el mismo Lorenzo Paredes. Cuentan que un policía que “no aguantaba pulgas” (pero que se había convertido en el cotidiano "caserito" de la chacota de "El Sinde") decidió, para cortar definitivamente las bromas o burlas, llegar anticipadamente preparado con una una respuesta rotunda e incontestable que sería el remedio definitivo. Nadie adivinaba lo que iba a pasar. Don Lolo comenzó a “batirle” con todo el ímpetu y la seguridad de su bien ganada capacidad de dejar mal parados (es un decir, lógicamente) a sus “víctimas”. El policía, “con ajos y cebollas” le dijo lo que la rabia le inspiraba y, tras ello, cogió su arma de reglamento y presionó el gatillo apuntando al pecho del ensoberbecido dueño de la tienda y en ese instante aterrado por lo que se le avecinaba; el estruendo inundó el recinto y retumbó en toda la plaza de armas. Don Lorenzo cayó desplomado. Los amigos que participaban de la reunión, como no podía ser de otro modo, se abalanzaron a auxiliarlo. No encontraron una sola muestra de perforación, de rasguño y mucho menos de sangre. Desesperado, el yaciente exclamaba: “¡Busquen bien, por algún lugar debe haber ingresado la bala, por favor busquen bien, que me muero!” Se sintió muerto, realmente y no era para menos. El policía, que solo empleó una bala de salva, se carcajeó a mandíbula batiente y, desde ese momento, dejó de ser para siempre, el objeto de las muchas veces excesivas burlas que solía recibir. Santo remedio!

 

 

 

 

 

 (Por si acaso, no vale picarse porque, como reza el dicho, quien se pica pierde. Pero, sépase que aquí no hay mala fe, porque el cariño también tolera el rememorar lo pintoresco de la vida. Y esto también es un homenaje, nunca una ofensa.)

 

 

 

Menú principal:

 

Pallasquita linda

Historia

Poetas

Personajes

Imágenes

 
 

 

 

 

 

Haz de  Pallasca tu Página de Inicio

Nosotros

 

 

 

Las hermosas vistas fotográficas que aquí se muestran se las debemos al lente de Ireno Aguilar.  El bello paisaje musical que sirve de fondo-"Tren andino"-,  pertenece al talento y la sensibilidad de Carlos Carty Maraví.  A ellos nuestra gratitud.

 Página principal              Enviar comentarios

© Cactus/ Cultura contra el desierto. Lima, Perú, 2005.