Víctor Alvarado Rodríguez
Don
Víctor Alvarado fue algo así como un patriarca pallasquino, no
obstante haber nacido en otras tierras. Todos lo recordamos con
cariño. Como la mayoría de “Shilicos”, llegó por razones
estrictamente comerciales. Recordemos que casi todos los
cajamarquinos de aquella bella ciudad de los carnavales, el “cilulo”
y la “matarina” tienen –o tenían,- la cualidad de ser trotamundos
vendedores innatos de peinetas, anilinas y sombreros. Don Víctor,
no fue la excepción. Pero, finalmente, adoptó la decisión de
afincarse en la tierra del Chonta y el Toro de Trapo y lo hizo no
solo por que le gustó el lugar y sus gentes, sino porque sintió
cariño e identificación. Y quiso dar mucho de sí. Esto ocurrió por
el año 1928. Fue, don Víctor, un hombre honorable, amistoso, el
respeto era su norma de conducta así como la honradez y el trabajo.
Fue uno de los hombres que contagió entusiasmo y voluntad cuando del
desarrollo del pueblo se trataba. Se convirtió, además, en una
suerte de guardián de la fe, habiendo prácticamente hasta el final
desempeñado el honorario cargo de Mayordomo de San Juan Bautista
(que no es lo mismo que “prioste”), es decir, el encargado de
custodiar las llaves del templo y preocuparse, voluntaria y
amorosamente, por el mantenimiento de la Casa del Señor y la
intangibilidad del patrimonio histórico, artístico y espiritual de
Pallasca. Sabemos que, ello no obstante, no faltó algún cura que
logró sustraer, amparado por las sombras y la infamia, más de una
reliquia pictórica almacenada en la sacristía (¡santas herejías bajo
una sotana!). Don Víctor fue, por tres veces, alcalde de la ciudad y
gracias a él se logró algunas obras de significativa importancia;
desempeñó, por cierto, otros cargos con la misma eficiencia. Lo
recordamos, sereno, a veces sonriente y bromista, detrás del
mostrador de su tienda de la Plaza de Armas, conversando sobre las
necesidades del pueblo o dando algún consejo o “enderezando
entuertos o desfaciendo agravios”. Doña Elinora Araujo, su esposa,
siempre a su lado; y el minúsculo perrito, “clavelito”, retozando
junto a la puerta, hacía las veces de "huallqui". Don Víctor nunca
olvidó a su pueblo natal, Celendín, y si se daba la oportunidad
bailaba al compás del “cilulo”. Dejó varios hijos, algunos de los
cuales dejaron este mundo antes que él. Fue un gran hombre.
Alonso Paredes
Alonso
Paredes fue uno de los profesores, o maestros -como se les llamaba
entonces- que más huella dejó en varias generaciones. Nació en
Conchucos pero su amor por Pallasca fue intenso y es que,
probablemente, allí encontró las más valiosas oportunidades para
desarrollar lo que más le gustaba: enseñar y escarbar minuciosamente
en el pasado rico de nuestro pueblo; fue, empíricamente, un
historiador, un arqueólogo y un folclorista nato. Y no solo por el
simple prurito de de investigar y darse el íntimo regocijo de saber,
sino especialmente por querer transmitir sus conocimientos, lo que
es más valioso y digno en un hombre. Fue el pionero en las
investigaciones referidas a nuestro pasado histórico. Dictó clases
en la otrora Escuela Prevocacional 293 y sus discípulos lo recuerdan
con mucho cariño. Era -como afirma uno de sus más aprovechados
alumnos, Félix Álvarez Brun, un hombre "de estatura mediana, buena
contextura, cabeza grande, cara redonda, tez blanca plena de
rubicundez..." A los alumnos, poco antes de que empezaran las
clases, "ritualmente nos hacía formar para entonar canciones
escolares: "Himno Al Sol", "Indio", "Vicuñita", o también para
escuchar "Vírgenes del Sol, "El Cóndor Pasa", etc." Nuestro laureado
historiador pallasquino continúa: "Al maestro Alonso le reconozco su
pasión por el pueblo indígena y su decidido apoyo a todo lo que
contribuyera a la reivindicación social del mismo. En algunas
oportunidades le vi erguirse frenético y desafiante, ante la
injusticia y prepotencia de las malas autoridades del lugar. Su voz
y su gesto rompían la monotonía y la pasividad del pueblo." Un
conchucano que hizo de Pallasca su "patria chica". A él nuestra
gratitud y memoria.
Manuel Jesús Alvarez
Alto,
delgado, de tez blanca un tanto ensombrecida por el clima serrano.
Junto a la perfilada nariz tenía una verruga, heráldica tal vez
porque constituía signo familiar; (casi todos sus hijos la
llevaban.)
Era una
suerte de patriarca en Pallasca: los vecinos le apreciaban y
respetaban mucho; acudían a él en busca del consejo oportuno y
eficaz, además de la solución -gracias a su innata diplomacia y
capacidad negociadora- de cualquier asunto personal o familiar. A
todos les atendía con la misma amabilidad, cortesía, bondad,
honradez y desprendimiento. No obstante no haber cursado estudios
superiores, se desempeñaba como un verdadero profesional: sabía de
contabilidad y llevaba los libros de varias casas comerciales, de
Pallasca y Cabana; sabía de leyes y asesoraba a jueces y litigantes,
sin percibir remuneración alguna. Era un lector compulsivo; admiraba
a Francisco García Calderón, Manuel González Prada y Ricardo Palma.
Entre otras cosas, tenía predilección por la astronomía. Era de
espíritu liberal y, en cierto modo, anticlerical. Periodista
autodidacto, escribió y dirigió algunos periódicos locales a
comienzos del siglo XX ("La Verdad", "El Heraldo"...) y colaboró en
las revistas "Llamaradas" y "FRAY KBZON", que dirigía Francisco
Loayza, en Lima. Félix Álvarez Brun, su hijo, lo recuerda así: “Fue
consejero permanente y longánimo en su suelo nativo; amante de las
letras y hábil orador, poseía sólido juicio e innata sabiduría. Era
como uno de esos representativos patriarcales de los pueblos
pequeños a la manera de los viejos y buenos hidalgos castellanos o,
acaso, por su cultura e ilustración, como uno de aquellos eruditos
académicos de Argamasilla, de que habla Cervantes y elogia Azorín.”
(ANCASH,
una historia regional peruana, 1970)
Don Pancho Nina
Don
Francisco Ninaquispe Campos, es decir, don "Pancho Nina" fue,
probablemente, el pallasquino que más conocimientos, más cultura
poseía. Era un lector empedernido e indiscutible. Periódicos,
libros, revistas...en fin, todo cuanto escrito pudiera llegar a sus
manos era ávidamente devorado por aquella ansiedad de saber más.
Pero no para alojar en su subconsciente informaciones y
conocimientos que pudieran convertirse en una suerte de "ahorro
inmóvil", sino para trasmitírselos a los demás. Su tienda -una
modesta y poco iluminada bodega situada casi en la esquina sur- este
de la Plaza de Armas, reunía con cierta frecuencia a un grupo de
vecinos que se acercaban para conversar sobre diversos temas
(políticos, culturales, de interés poblacional, etc.,etc.) Don
Pancho fue, hasta donde sabemos, el primer y acaso el único
suscriptor en el pueblo del diario El Comercio y el corresponsal y
distribuidor del periódico provincial, editado en Cabana, "El
Radar". Estar con él era, entonces, tener la oportunidad de ponerse
al día respecto de los acontecimientos nacionales y mundiales: la
segunda guerra mundial con su tragedia (Hiroshima y Nagazaki), la
guerra de Corea, Vietnam; el Sputnik, la perra Laika circundando el
espacio terráqueo, Yuri Gagarin y Valentina Tereshkova; la
Revolución cubana, etc,., etc.
Una
característica que, por ningún motivo y a ningún costo quería
cambiar don Pancho, era lo que hoy se conoce como "look": en su
caso, el vestir permanentemente, cualquiera sea la ocasión (incluso
en ceremonias, como la asunción del cargo de Alcalde Distrital que
llegó a ocupar), una indumentaria incomparable: pantalón
confeccionado con tela de "jean" azul y saco "beige" de drill
(corríjannos, si en esto del saco nos equivocamos) y el sombrero de
paja que solo descubría su cabeza a la hora dormir.
En su
bodega vendía casi de todo. En aquella época no se usaba las bolsas
de plástico que hoy abundan; por ello, el arroz o el azúcar se
expendían envueltos en papel de periódico. Y, por falta de luz, para
tener certeza del peso exacto, don Pancho -como casi todos los
comerciantes- empleaba un pedacito de papel blanco que, a manera de
espejo iluminaba las líneas y números respectivos de la balanza.
Otra
cosa. Algo que casi nadie sabe es lo siguiente. Don Pancho Nina
profesaba, con sinceridad y convicción, las ideas progresistas de
entonces: era admirador de José Carlos Mariátegui y por ello muchos
hablaban de él como "comunista". Tenía sus ideas y eso no es nada
malo, es, por el contrario, algo digno. Lo que no se sabía,
repetimos, era lo que pasamos a referir: durante un corto tiempo
frecuentó, por razones de trabajo, la casa de la calle Washington en
que vivió -y hoy es un museo- José Carlos Mariátegui. Allí tuvo
oportunidad obviamente de hojear algunos libros y quién sabe si fue
allí donde nacieron sus ideas revolucionarias. De lo que sí podemos
dar fe es que, cuando iba a cumplirse un aniversario del autor de
los 7 Ensayos , Sandro, su hijo, tuvo el deseo de invitar a
don Pancho para que viniera con tal motivo. Las circunstancias
fueron aparentemente adversas, y no llegó a concretarse ese deseo.
Lo
recordamos con cariño y admiración.
Mario Vidal Emé
Don Mario fue uno de los
pallasquinos más queridos. Maestro por excelencia (que es como le
conocimos), cada oportunidad que tenía de conversar con los jóvenes
era aprovechada para eso: enseñar. Era probablemente el único en
Pallasca que podía hablar con autoridad intelectual sobre Teología;
por ello es que asumió en los colegios secundarios (el otrora San
Juan Bautista y el INA 47) la conducción del curso de Religión. Uno
de los temas que le apasionaba (acerca del cual se encontraba en
condiciones de dar una sesuda conferencia o "dictar cátedra") era el
referido a la existencia de Dios (su explicación por el orden, la
armonía del universo, etc.). Y, claro, en lo que también nadie le
ganaba era el Inglés, cuya enseñanza se convertía en una experiencia
lúdica para él y para los estudiantes: la aderezaba con anécdotas
pintorescas y agradables referencias personales y familiares; la
amenidad de sus clases era, así, un poderoso antídoto contra el
aburrimiento. En una ocasión, a la "Vieja" Maya Robles le dijo que
ambos eran familiares y ella, naturalmente, se echó a reír
cubriéndose la boca con las manos: "Usted es bien chistoso, dígaste?".
La explicación vino enseguida. Contó, don Mario, que estando
internado por una dolencia en el Hospital del Empleado le tocó
alternar con un paciente cuya recuperación era lerda en comparación
con la suya (ambos habían sido intervenidos quirúrgicamente). "Es
que yo soy de los robles", dijo don Mario, dando de ese modo razones
a la celeridad de su proceso curativo. El compañero de habitación,
que estaba a punto de deprimirse, mostró un brillo en los ojos y una
sonrisa en los labios: "Ah, sí? Yo también me apellido Robles!". Don
Mario, que obviamente hablaba de otra cosa, se reservó piadosamente
la verdad respecto de su apellido y, gracias a ello, ganó, por
partida triple, un amigo, un "pariente" y la satisfacción de ver que
alguien, como él, desde ese momento apuraba la recuperación de su
salud. Así era don Mario: ingenioso incluso para sanar a sus
semejantes.
Sus años mozos también
dejaron huella. Era uno de aquellos atractivos jinetes ("gringo",
pues) por quienes las damiselas suspiraban, cuando sobre las ancas
de los esbeltos "caballos de paso pallasquinos", iban de pueblo en
pueblo en busca de aventuras.
Pero algo más: a la
manera de Mariátegui, don Mario también tuvo una filiación y una fe.
No fue comunista; sin embargo -por ser seguidor de las ideas de Haya
de la Torre- sufrió persecución y durante algún tiempo tuvo que
vivir a salto de mata, cuando se dio la infausta "ley marcial". De
esta azarosa experiencia brotó un librito que don Mario tituló "LA
GRAN SEMANA DE 1932" (o las memorias de Tomasito Iglesias.
Con su cuñado Angel
Acorda y sus respectivas esposas (Anita y Paquita), fueron los más
conspicuos vecinos del barrio de Santa Lucía. Su vida, fecunda, dio
hijos buenos. Alcanzó una admirable longevidad, al igual que su
deseo de amar. Está presente en nuestra memoria y sus enseñanzas nos
enriquecen. Buena, "Teacher"!
Don Manuelito Alvarado
La
estampa folclórica, con ribetes de teatralidad, que ha sido siempre
uno de los mayores atractivos de la Festividad de San Juan Bautista,
es la representación del suplicio y muerte del Inca Atahualpa.
Participaban en el desarrollo del mismo los principales personajes
de aquella etapa de la conquista. El Inca aludido, las Pallas y
Quiyayas, los soldados del Imperio y el “Quishpe”, esto por parte de
los hijos del Sol; como “realistas”, es decir, españoles, estaban
Francisco Pizarro, Hernando de Soto, gran número de soldados a
caballo y, naturalmente, el cura Valverde.
Quien,
durante muchos años, fue el encargado de encarnar a este
“ensotanado” personaje que con la Biblia en la mano fue, en buena
cuenta, el que dio la orden de apresar, torturar, matar a Atahualpa
e iniciar una masacre infame contra los naturales del Perú (etapa
negra de la Iglesia: la espada y la cruz hermanadas en un mismo
fin!), fue, en Pallasca, don Manuel Alvarado (don Manuelito
Alvarado, para decirlo con más propiedad y afecto.)
Era un
hombre de mediana estatura, rostro más o menos redondo y de hablar
ligero pero cauteloso. La particularidad excepcional que mostraba y
que pocos quizás hayan advertido, fue que –siendo de origen humilde-
vestía siempre pulcro y, más valioso que esto: tenía una vehemente
preocupación por la lectura y por escarbar y conocer el pasado del
pueblo. No poseía una biblioteca, apenas, tal vez, algunos libros y
folletos además de una insobornable y ejemplar voluntad de
aprendizaje y enseñanza, sin ser maestro: conversaba con jóvenes y
adultos y les hablaba de lo rico de nuestra historia. Fue –salvo
error u omisión- el primero en enterarse de la descendencia de
Apollacsa Vilca Yupanqui Tuquihuarac (aquel “indio noble que prestó
importantes servicios durante el paso de los primeros
conquistadores”, según Álvarez Brun). ¿Cómo pudo haberlo sabido?
Pues don Alonso Paredes lo contó alguna vez por escrito. Joven aún,
don Manuel, “amante de la observación” logró salvar del fuego un
fajo de papeles que contenía “los títulos de nobleza incaica de don
Eusebio de la Cruz, infatigable defensor de su comunidad”, documento
este -conjuntamente con otros- sobre el que “descansa la historia
altiva del pueblo de Pallasca” (enfatizaba don Alonso). Es decir, a
don Manuelito Alvarado le debemos el orgullo de haber recuperado
parte valiosa de nuestro pasado y poder, a partir de ello,
proyectarnos positivamente hacia el futuro.
Quién
puede dudarlo, él es, con todo derecho y justicia, un personaje
importante de Pallasca.
Miguel Elías Villavicencio
Nacido en
Tauca, el maestro Miguel Elías Villavicencio Torres era alto,
delgado, de cara enjuta, como personaje escapado de un cuadro del El
Greco. Siempre vestía correctamente y era elegante en sus
movimientos. Un pequeño bigote le concedía singular atractivo y
simpatía. Poesía perspicacia natural, talento práctico.
Transparentaba en sus gestos cordialidad y afecto al mismo tiempo.
No obstante la edad que entonces tenía –pasaba si no me equivoco los
cincuenta, estamos hablando de los años 30- comunicaba juventud por
su vivacidad y vitalidad singulares. A los alumnos les ahorraba
muchas horas de estudio y de lecturas porque trasmitía saber con
habilidad, por su experiencia, por su responsabilidad magisterial y
por su hondo conocimiento de los problemas y sentimientos de las
personas. Era muy hábil para darse cuenta de la exacta dimensión de
las cosas, así como de las virtudes y defectos de los hombres. Como
maestro reunía pues, condiciones innatas, a las que se añadían las
que le venían por ancestro –su padre fue maestro también. Mostraba
firmeza para la tarea docente, para la enseñanza, es decir, para
formar hombres integrales. Como se recuerda en “Misceláneas
Tauquinas, revista editada por quien fuera su hijo Alipio, el
maestro Miguel tenía siempre presente como principio que “el
alumno, mejor que lo que oye, aprende lo que ve; mejor que lo que
ve, aprende lo que hace”. Era un maestro ejemplar.
(Esta
brevísima semblanza está basada en lo escrito por Félix Álvarez Brun
en “Sierra de mi Perú”)
Don Pedro Gutiérrez, "El Conshyamino"
Un
huayno cantado y grabado allá por los años 60 -que con un
sentimiento de profunda nostalgia lo tenemos en la memoria-, tenía
el siguiente par de versos:
"Toque, toque, don Pedrito,
su
acordeón o concertina..."
Su
título, si la memoria no nos falla, era "24 de junio". Se trataba,
en realidad, de un bello dibujo musical de la Fiesta Patronal de San
Juan Bautista, que nombraba a la Plaza de Armas, a la Calle Grande,
al mañanero caldo de Gallina de "esos que saben criar", etc. Y allí
-cómo no- también estaba don Pedro Gutiérrez, "El Conshyamino",
aquel paisano nuestro, invidente, que, acompañado por su "Repolla"
(que es como afectuosamente se la conocía a su esposa) solía
ubicarse, protegido por su poncho y sombrero, en una de las bancas
de la Plaza (casi siempre en la que da hacia la iglesia) y, rodeado
por los chiquillos del pueblo, entonaba huaynos y guarachas: "En el
cielo las estrellas", "Mi cafetal"...y "La piedra de mal rodar", su
canción emblemática. No faltaba -como en todas partes- algún
mozalbete zamarro que -candorosamente perverso- le jugara una broma
pesada, como presionar una tecla de su instrumento, alterando, así,
la ejecución del tema musical; don Pedro se enfadaba por un
instante, soltaba sin mucha convicción un carajo, pero
inmediatamente sonreía y continuaba con la música. Nosotros nos
alegrábamos con su alegría y nos conmovíamos con su emoción. La
destreza que demostraba al hacer brotar las notas de su muy humilde
instrumento, era la misma cuando confeccionaba las proverbiales "andaritas"
(especie de flautas de pan hechas con cañas de carrizo),
perfectamente afinadas como para pergeñar, en las noches de luna
llena, las melodías inolvidables del "Zorro negro" o para que Julio
y "Shantel" -dos de sus principales usuarios- pudieran
familiarizarse con la nobleza del arte órfico (su padre -nunca
olvidado, especialmente por su cálido y generoso corazón-, don
Santiago Zanelly, era, probablemente, el más entusiasta "cliente" de
don Pedro).
Durante
las primeras décadas del Siglo XX, sabemos que la animación musical
de las fiestas familiares del pueblo, más que la "Victrola", corría
a cargo de "El Conshyamino". La aparición del retumbante "Pick up"
prácticamente desplazó a ambos. La "Victrola" se convirtió en pieza
ornamental o de museo y don Pedrito, tal vez invadido por una honda
tristeza pero jamás deprimido, trasladó su centro protagónico a la
Plaza, mas nunca se alejó de los corazones.
Más que
un personaje, llegó a ser un símbolo. Los pallasquinos lo guardamos
en nuestra memoria y sabemos que él y don Víctor Alvarado, don
Pancho Nina, don Lorenzo Paredes...forman parte de la identidad
espiritual de nuestro pueblo. Hablar de Pallasca es no olvidarse de
ellos, tanto como de El Chonta, de Tambamba, de Santa Lucía; de la
"293" y sus entrañables “maestros”; del Toro de trapo, de las
luminarias y del grog...
Víctor Arnoldo Ramos
Normalista de profesión, Víctor Arnoldo Ramos dejó huella perpetua
entre sus discípulos del Centro Escolar de varones de Pallasca, all
la tercera década del siglo XX. Como muchos de nuestros docentes, no
fue pallasquino, pero encontró allí el terreno propicio para sembrar
en sus alumnos las semillas que dieron buenos frutos. Era alegre,
bonachón, entusiasta y emprendedor. De nariz aguileña, labios
gruesos y mentón pronunciado, mostraba un semblante jocundo por su
risa ancha, abierta y contagiosa. Reflejaba natural y espontánea
sinceridad. Le gustaba tocar guitarra y mandolina. Con un conjunto
escolar formado por él, animaba las veladas literario-musicales de
la ciudad. Era hábil para descubrir las cualidades de los alumnos,
vale decir, sus aptitudes y capacidad para los estudios. Sabía
aconsejar y enseñaba con dominio pedagógico y sabiduría. Los padres
de familia, la población entera, le querían mucho. Era buen profesor
y excelente Director del Centro Escolar. Sus últimos días los pasó
en El Rímac que fue, probablemente, su lugar de nacimiento.
(Esta
brevísima semblanza está basada en lo escrito por Félix Alvarez Brun
en “Sierra de mi Perú”)
Justiniano
Murphy Bocanegra
Los
médicos son profesionales que han sido formados en ciencia y, sobre
todo, en humanidad. No siempre, sin embargo, todos asumen esa
hermosa responsabilidad moral. Las excepciones son gratamente
honrosas y enorgullecen a quienes hicieron el tan mencionado
juramento hipocrático. Claro está que no es únicamente el haber
expresado públicamente y como el cumplimiento de una formalidad
académica, tal juramento; lo que prima, en realidad, es aquello que
es innato a ciertas personas, algo que no se aprende, algo que
madura a partir de la infancia y con el apoyo de los buenos
ejemplos. Una de esas personas, honorables, por cierto y que a
nosotros los pallasquinos nos enorgullecen fue un médico cirujano
que hizo de su vida una vida de entrega desinteresada, que atendió,
a veces sin pedir nada a cambio, para salvar o aliviar los males de
sus semejantes y, mucho más, si esos semejantes eran hombres,
mujeres y niños de escasos recursos y si provenían de Pallasca, a
su bondad le agregaba la alegría, el regocijo de reencontrarse con
sus orígenes. Prácticamente el ejercicio de su profesión lo
realizó, hasta el final, en Huacho. Pero no lo olvidamos cuando,
conmovido y decidido a entregar su cariño y conocimientos, acudió
presto a brindar su invalorable cuota profesional durante la
epidemia de difteria que sufrió el pueblo de Pallasca,
especialmente la niñez; fue por los años 60. Los paisanos se
alborozaron y emocionaron incluso hasta las lágrimas al ver que su
médico más querido estaba entre ellos. Este hombre de bien y que
está perpetuamente alojado en el corazón de todos, fue el doctor
JUSTINIANO MURPHY BOCANEGRA. Lo guardamos en nuestra memoria. Gloria
a él
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