PALLASQUITA
LINDA
No
es difícil llegar a Pallasca .
Supone,
en primer lugar, soportar unas horas de viaje más o menos duro a
través de una carretera de tierra que parte desde Chimbote.
Un poco más arduo (pero gratamente inolvidable), si el viaje se
hace entre diciembre y marzo, porque hay que empaparse con una
lluvia relativamente inmisericorde con todas las contingencias que
ello acarrea.
Supone,
en segundo lugar -una vez que el vehículo está pasando por
Llaymucha (claro, después de haber subido por la "Cruz de
Maguey"), advertir más allá, la presencia de un manojo
nutrido de techos rojizos -que, a manera de saludo y bienvenida,
parece que sonríen con el candor y la timidez de una pastora con
roja "lurimpa", como pidiéndonos que avancemos.
Aquí
es cuando la emoción nos embarga y, como alguien dijo alguna vez,
comenzamos a sentir que realmente un corazón cuelga y palpita en
nuestro pecho. Ahora
-resulta casi irremediable- las lágrimas se convierten en la más
elocuente y sublime lluvia de nuestra alma.
A
continuación nos sentiremos prendados de aquella incontrastable
belleza, en una suerte de amor a primera vista. Es que ya estamos
llegando a Pallasca!
Ya
en la ciudad, encontramos
una placita cuadrada -casi vacía en los días de semana pero densa
y bulliciosa los domingos y días de fiesta- en cuyo centro una
hermosa fuente derrama agua por el elevado surtidor que es, en
realidad, la representación escultural de un cisne rodeado por los
brazos de un infante (el "negrito de la pila"); y en la
esquina que da al noreste, una iglesia colonial construida a
mediados del siglo XVII, que vista de cerca es chiquita pero cuyas
torres se agigantan con la distancia y crecen aún más cuando sus
campanas repican llamando a misa o doblan anunciando alguna muerte
en el pueblo. Al frente: el Palacio Municipal, reconstruido
después de su destrucción por
el vandalismo de delincuentes terroristas.
Y,
por cierto, en Pallasca están también las callecitas angostas,
empedradas algunas y desnudas otras, por las que nadie pasa sin
intercambiar un saludo: "Buenos días don Rómulo",
"Buenas tardes, doña Eulalia". Porque, naturalmente, son
calles hechas para juntar a las gentes, no para distanciarlas.
Ahora, si levantamos la mirada
(no hace falta levantarla mucho, porque el cielo está ahí nomás)
se advertirá la presencia de un azul infinito por donde lerdamente
se desplazan unas blanquísimas nubes que le ponen una nota de paz y
dulzor a este paisaje de acuarela. Unas besan al “Chonta” /la
montaña más elevada del pueblo) y otras, como bufanda, envuelven
al “Parihuanca”, el coloso liberteño que también nos vigila.
Llegar
a Pallasca es, finalmente, encontrarse con niños, hombres y mujeres
que en un principio pueden parecer huraños pero pronto se muestran
como realmente son: hospitalarios en grado sumo; lo que, sutilmente,
obliga a los forasteros a quedarse en su corazón y no poder ni
querer desprenderse. Y para que esto ocurra no hace falta (aunque no
sería demás) el ritual de bañarse en el manantial de "Aguaytoro",
o beber un sorbo de sus escasas pero límpidas aguas, porque ello
acontece en forma espontánea y natural, como todo aquello que brota
de los buenos sentimientos.
Por la ubicación de su Plaza
de Armas y el declive de algunos de sus principales barrios y calles
ubicados en los flancos norte y sur, para la fértil imaginación
popular la apariencia de la ciudad se asemeja a una alforja que
estaría montada sobre las ancas de un cuadrúpedo; de ahí que
socarronamente, se le haya asignado el irreverente pero no mal
intencionado apelativo de "Alforja
del
diablo", aunque, claro, no ha faltado quien sobre la base de la
misma apariencia le haya otorgado el piadoso pero menos imaginativo
título de "Balcón del Cielo", que también es usado en
otros pueblos.
No
es, ciertamente, lo uno ni lo otro, pero no cabe duda de que
Pallasca, la ciudad de los "chupabarros", está a solo un
paso del
Edén. Muestra de ello es la apacible campiña de Tambamba, el
paisaje sin par de Pambahua y Cruzmaca, la hondura de ensueño de
Kuymalca, los imborrables paisajes de Shindol, Tucua y Culculbamba,
el frescor casi helado de las noches en el Tambo; las madrugadas
venturosas de mayo y la poesía romántica de las tardecitas de
junio...Y más, mucho más.
Don
Moisés Huerta ("Don Moshe") el inolvidable fotógrafo del
pueblo, supo certeramente retratarlo, no con aquella vetusta cámara
que le permitió capturar las más disímiles imágenes, en blanco y
negro, de la gente y los paisajes, sino con un par de palabras
-resumen de emoción, imaginación y cariño- que nosotros
repetimos aquí, añorando el aroma tibio de la panizara y la
belleza escarlata de la cantuta: "Pallasquita
linda"
“Balcón
del Cielo”, “Pallasquita linda”” o “Alforja del Diablo”.
Como usted quiera llamarla. La verdad es simple:
Pallasca
es un pueblo culto y hospitalario. Admirado a muchas leguas a la
redonda. Probablemente con algunas carencias materiales, pero rico
en vigor, buena voluntad y esperanza...y algo más: alegría. Esa
alegría que, llena de esplendor, retoza detrás del toro de
trapo”; zapatea, ebria de música y orgullo en las
“luminarias” de la fiesta patronal; excita el entusiasmo
colectivo en los trabajos de la República y ha logrado que, más
que una socarrona ironía, el mote de “chupabarros” sea un estímulo
y acicate para procurar la satisfacción de las necesidades y mirar
hacia delante con optimismo y dignidad.
Pallasca
es Pallasca.
Un
pueblito de la sierra ancashina, bello, saludable y acogedor, por
sus paisajes infinitos, por su clima y por el calor imantado de su
gente, que es capaz de atraer al más distante de los humanos,
convirtiéndolo en huésped perpetuo de su corazón.
Esto
es Pallasca: UN SENTIMIENTO!
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