Ahora, cuando llego al fin de una etapa, cuando prácticamente he culminado todo un ciclo, quiero no pasar en vano todo aquello que he vivido durante seis años y  se viene a mi memoria aquel día en el que, entre miedos, dudas e incertidumbres, ingresaba a un plantel en el que todo era incierto para mí, cuyos patios, salones, profesores, hermanas y compañeros creaban en mí un ambiente nuevo, al que era difícil acostumbrarme, difícil hasta el día que aprendí a ver en este colegio no sólo un edificio,  sino también mi segundo hogar en el que compartiría: mis tristezas y, por qué no decirlo, mis

mejores años; en los que aprendí tantas cosas, entre ellas a querer y dar lo mejor de mí.

Fue en las aulas de este colegio donde encontré mi primer amor, mis mejores amigas y las distintas etapas que me permitieron crecer, vivir, madurar y soñar.

En estos momentos, al recordar aquellas hermosas fases, no puedo evitar que la tristeza inunde  mi alma y que mis ojos se llenen de lagrimas, pero no por eso voy a dejar de escribir;  pienso que agradecer es lo mejor que puedo hacer: Sí, agradecer por todo y a todos; a este colegio, a sus aulas, a sus patios y sus pasillos por guardar en ellos todos mis secretos y callarlos, a las hermanas por darme claridades de vida, de amor y de paz, a los profesores por haberme dado tantas enseñanzas  y poner sus profesiones en mis manos, a mis compañeros por soportar la cotidianidad de  mi presencia, a mis padres por haberme dado el apoyo suficiente y la oportunidad de educarme.  Y,  sobre todo,  a Dios y a María por ser mis guías y motores para seguir adelante.

Finalmente, a ustedes, compañeros de otros grados, sólo les puedo decir adelante y recuerden que las metas se consiguen solamente con constancia, esfuerzos y muchos sacrificios, muchos valores, porque ninguno sabemos valorar lo que tenemos hasta que lo vamos perdiendo y vemos, entonces, que sólo quedan los recuerdos de un pasado que ya nunca volverá.