De pura honestidad templo sagrado,
cuyo bello cimiento y gentil muro
de blanco néctar y alabastro duro
fue por divina mano fabricado;
pequeña puerta de coral preciado,
claras lumbreras de mirar seguro,
que a la esmeralda fina el verde puro
habéis para viriles usurpado;
soberbio techo, cuyas cimbrias de oro
al claro Sol, en cuanto el torno gira,
ornan de luz, coronan de belleza;
ídolo bello, a quien humilde adoro,
oye piadoso al que por ti suspira,
tus himnos canta, y tus virtudes reza.
Mientras por competir con tu cabello,
oro bruñido, el sol relumbra en vano,
mientras con menosprecio en medio el llano
mira tu blanca frente el lilio bello;
mientras a cada labio, por cogello,
siguen más ojos que al clavel temprano,
y mientras triunfa con desdén lozano
del luciente cristal tu gentil cuello;
goza cuello, cabello, labio y frente,
antes que lo que fue en tu edad dorada
oro, lilio, clavel, cristal luciente,
no sólo en plata o vïola troncada
se vuelva, más tú y ello juntamente
en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.
Cual parece al romper de la mañana
aljófar blanco sobre frescas rosas,
o cual por manos hecha, artificiosas,
bordadura de perlas sobre grana,
tales de mi pastora soberana
parecían las lágrimas hermosas
sobre las dos mejillas milagrosas,
de quien mezcladas leche y sangre mana.
Lanzando a vueltas de su tierno llanto
un ardiente suspiro de su pecho,
tal que el más duro canto enterneciera,
si enternecer bastara un duro canto,
mirad qué habrá con un corazón hecho,
que al llanto y al suspiro fue de cera.
De chinches y de mulas voy comido,
las unas culpa de una cama vieja,
las otras de un Señor que me las deja
veinte días y más, y se ha partido.
De vos, madera anciana, me despido,
miembros de algún navío de vendeja,
patria común de la nación bermeja,
que un mes sin deudo de mi sangre ha sido.
Venid, mulas, con cuyos pies me ha dado
tal coz el que quizá tendrá mancilla
de ver que me coméis el otro lado.
A Dios, Corte envainada en una villa,
a Dios, toril de los que has sido prado,
que en mi rincón me espera una morcilla.
Ya besando unas manos cristalinas,
ya anudándose a un blanco y liso cuello,
ya esparciendo por él aquel cabello
que Amor sacó entre el oro de sus minas,
ya quebrando en aquellas perlas finas
palabras dulces mil sin merecello,
ya cogiendo de cada labio bello
purpúreas rosas sin temor de espinas,
estaba, oh, claro sol invidïoso,
cuando tu luz, hiriéndome los ojos,
mató mi gloria y acabó mi suerte.
Si el cielo ya no es menos poderoso,
porque no den los suyos más enojos,
rayos, como a tu hijo, te den muerte.