EDUARDO MARQUINA.
(1879-1947)
LA HERMANA.
Verano, agosto: declinaba el día,
pintado el cielo de vapores rojos,
y volvían, pisando los rastrojos,
dos niños -ella y él- a la alquería.
Ella callaba; el chiquitín decía:
"Yo era un soldado, y cuanto ven tus ojos,
no eran parvas de trigo, eran despojos
de una batalla en la que yo vencía".
"Pero, ¿y yo?" "Deja, espera: ebrio de gloria,
yo volvía después de la victoria
y a ti, que eres la reina, te llamaba..."
"No..., no...; la reina es poca cosa; yo era
-dijo la chiquitina- una enfermera;
¡y tú estabas herido... y te curaba!"
LA NOVIA.
La casita escondía, entre rosales,
la humildad de su gracia acogedora;
la aldea apenas palpitaba en la hora
de las primeras nieblas matinales.
Desparramando un vuelo de pardales,
pasa la diligencia atronadora;
mira a la casa el estudiante y llora
su corazón, volando a los cristales.
Ella le ha visto; entreabre la ventana,
y una mirada azul en la mañana
pone el jirón de su saludo tierno...
Pasó habre y frío en la ciudad distante,
luchó, sufrió... ¡mas, para el estudiante,
fué todo el orbe azul aquel invierno!
LA MADRE.
Reíate la vida y tú reías,
mientras que cupe niño en tu regazo
y mientras fué la forma de tu abrazo
el molde y la corona de mis días.
Mas creció el niño. Y cuando tú creías
que nunca había de aflojarse el lazo,
necesidad fué ley que, de un hachazo,
separó tus pisadas y las mías.
Yo iba lejos... Ya tú no me aguardabas;
sola, en casa, gemías, esperabas...
"¿Y aquello era vivir..?" A Dios le hablaste,
te hallamos muerta un día sobre el lecho;
tu alma voló, metiéndose en mi pecho,
¡Y nunca más de mí te separaste!
La Palestra de Euterpe.