José Benito Freijanes Martínez |
ÍNDICE DE POEMAS | |
Crucificado en ti va el caminante,
enhebrando en tu aguja su destino
y, cosiendo con él su desatino,
tal vez encuentre lo que busca errante.
¡Oh, pasionaria en tu pistilo herida!
Allá en tu corazón lanzó Cupido
esa flecha que portas, dirigida
a un sempiterno amor desconocido...
Me pregunto si siempre es en la vida
lo más buscado aquello más querido.
¡Oh, amarillo, inmenso, árido desierto
que, sin oasis verde en ti camino,
y que perezca en ti en sed el destino
tal vez hará o que llegue a tu fin muerto!
Que un paso traiga al otro es siempre incierto
en este ardiente suelo, y sólo vino,
afilado y punzante como espino
abrasante el siroco, seco y yerto.
Cuántas veces la blanca calavera
adornó de tu senda la vereda
y pregunteme yo quien aquél fuera.
Y pedí que su suerte a mí suceda.
Mas andando seguí en mi vana espera,
pues a mí hasta la muerte ha puesto veda.
¿Quién, al verte tan leve, no imagina
que cruce el viento en ráfaga un dintel
y el espacio atravieses junto a él,
para la mesa visitar vecina?
Ve ligera en tu vuelo, que mi pluma
en tus alas cuajadas de celaje
prendió, cantando de mi amor la suma.
Pues, ¿qué mejor final para tu viaje
que no hacer de tu cuerpo sino espuma
que, ya diluida, deje su mensaje?
Es inconstante y es a la vez ruda;
verde el cabello gusta estremecer
lacerando la roca en su placer,
mientras danza frenética y sañuda.
El reino de Neptuno y la sirena
laten en su alma, donde los abisma.
Y, siempre entre las peñas o la arena,
anhelo su leyenda y su sofisma,
en ansia eterna de su cantilena,
pues la mar es sirena de sí misma.
¡Cuántas veces, llegando esa hora oscura
que, al final de la tarde, en noche empieza,
tu lejano zumbido en mi cabeza
resonó en su franqueza cruda y dura!
Paseando entre los robles y los huertos,
en escucharte y verte me extasiaba,
disuelto en aires de penumbra inciertos.
Yo para mis adentros te envidiaba,
pues ir volante a desfacer entuertos,
cual nuevo don Quijote, te soñaba.
Sobre el suelo la cruz tu cuerpo ensalma,
hacia el cielo la muestras y la empeñas,
y en ella mil colores le hacen señas
irisándole el tronco a cada palma.
Palmeral allí dentro iluminado,
incienso envuelto en piedras nebulosas
casi flotantes en milagro osado.
Pétreos estilos, gárgolas furiosas
cantan su poema arcano, enamorado
del mismo amor, en líneas ardorosas.
Plácida playa en mar azul serena
que de un lado te baña, al otro el bosque,
anhelo sin igual que aguardan los que
a lo lejos otean tu blanca arena.
Esperan verse en ti libres de pena,
y piensan que no hay mal que allí se embosque
cual víbora al acecho que se enrosque
en tus noches de argéntea luna llena.
El corazón de tu isla tiene un lago,
y en el lago un ebúrneo cisne nada,
que es, convertido en ave, algún buen mago.
El agua es panacea almibarada,
de lo dulce que es su dulce trago,
de cristal cual de amante una mirada.
Vedla dormir en su plateada cuna,
sujeta a eternas variaciones mil,
plena de su lechosa luz pensil,
ora a favor o contra la fortuna.
Pídele, pide luz con que te alumbre,
por ver clara ante ti la recta vía
que conduce del éxito a la cumbre.
Y descifra el mensaje que te envía:
presto el clavo brillante cría herrumbre,
pues, si hay felicidad, es flor de un día.
Flor de ámbares que, fundente en tu corola
aliento abrasador e intraterreno
con corazón catapultado en trueno,
das digno amado a tal amante sola:
¡Cómo quisiera estatua ser de sal
transparente y disuelta en tu elemento,
hecho brillante y líquido fanal..!
Y brotar ascendido al firmamento,
asunto en mil fragmentos de cristal
dispersos como estrellas en el viento.
Indago su razón en su reverso,
por si en él hallo de su luz la fuente.
Pero el secreto oculta, cual silente
truco de un genio mágico y perverso.
Dos dimensiones guardan un vacío
profundo y luminoso donde, serio,
vaga aquel otro yo, detrás del frío
borde de la frontera de su imperio.
Y, viéndole, cuestiono hasta el hastío
si es él reflejo o yo, grande misterio.
Ya mi cuerno dorado desenfundo,
ya mi pulso, que es firme, no vacila,
y, unicornio brillante, hacia él se enfila
que entre el cuarto creciente apunto y hundo.
Como llama me agito, como el fuego,
al que tras la cortina sobrepuja
dentro de su ojo vago y casi ciego.
Y él, contrincante noble, hacia mí empuja
hasta que cae, y me agradece luego
morir salvado de la inicua aguja.
Lleva en su gesto ardiente aquel desaire
de un norteño Mercurio en raudo vuelo;
su fino cuerpo brilla como hielo,
mas trae la esencia tórrida del Zaire.
Acelerados péndulos, sus brazos
rematan sus extremos en cuchillos
silbantes como raudos latigazos.
Lleva en la piel mil sombras y mil brillos,
y a nadie se une en tan estrechos lazos
la Gloria con aperos más sencillos.
No falta incauto dardo que abra brecha
sobre ti, mortal diana, y al instante
será momia en tus vendas, implorante
por no aumentar tu tétrica cosecha.
Mas conduces, tejida en nervio duro,
al cerebro sinuoso de la fiera
que habita el centro del rincón oscuro,
la sensación más vívida y certera.
Y un golpe. Y vuelta hacia detrás del muro
quien en tinieblas nuestro vuelo espera.
Papeles arrastrados por el viento
entre el polvo mezclados, sobre el suelo
en torbellino alzados en su vuelo
buscando en las alturas nuevo asiento.
Tal vez algunos guarden sentimiento,
cartas de amor que otrora, en grave celo,
encerraron pasión, llevada al cielo
ahora por Eolo con su aliento.
Cargados de promesas e ilusiones,
de despropósitos o de fracasos
que dejan en fachadas o balcones,
buscando, esperanzados o ya lasos,
a quien los ojos preste a sus canciones,
ya sin sentido como vacuos vasos.
Estrella a quien saludo en la mañana,
última duda de la noche oscura
que lucha en desprenderse, ya madura,
de la diáfana rama, azul y vana,
y te escondes o caes, como manzana
que entre las hojas se movió insegura,
la que el labriego sacudir procura
por morder su aromática piel grana...
¡Cuánto a mi sueño acompañó tu brillo
de vigilia feliz, puro diamante
de la altura perdido en su castillo!
Y, cuando el tiempo con su andar constante,
vuelva a teñir el cielo de amarillo,
retornarás a ser fanal radiante.
ya puede el hombre uncirle las correas
afanoso al arado, echar delante
el rastrillo, o la red lanzar constante;
tú seguirás rigiendo las mareas.
Y tus continuos cambios en el cielo,
¿quién los podrá frenar, señora mía?
El viento, en su voluble y tenue vuelo
continuará, impasible, en su porfía
del mar la superficie y la del suelo
rizando y modelando cada día.
Sólo un goteo y un zumbido leve
combinas con tu canto tremebundo,
y entonces sé, y en esto te secundo,
que avisas doce, o tres, o seis, o nueve.
No sé si sí o si no a mi paso vedas
retroceder las pistas de la vida.
Mas, mientras pasa el tiempo y tú te quedas,
reflexiona mi alma confundida:
somos tú y yo quien va por las veredas,
y atrás se queda el tiempo, que se olvida.
¡Oh, cantarina muela del molino
que ruges digiriendo el crudo grano!
¡Cuán bien nos muestras a este mundo vano,
girando en él la rueda del destino!
Repites tu canción de son cansino
al igual que la noria, en giro arcano,
uno tras otro amanecer mundano
sin andar anda, quieta en su camino.
Y en lo profundo, bajo la tahona,
sólo a veces la rueda se imagina
que, si en ella su voz el agua entona,
es por ser ella misma quien camina,
y no el arroyo al que en mover se encona...
¡Oh, muela del molino cantarina!
Desprende aroma como flor fragante,
golpes de cascos aunque no galopa;
se explaya en trenzas de trigueña estopa
bajo el sombrero al sol la hebra brillante.
Unos le van detrás soñando amores,
muchos ante ella limpian su camino,
todos a su pasar rinden honores.
Suele ser dulce de su pecho el trino,
vive en el mundo plena de favores,
ajena a su engranaje de molino.
José Benito Freijanes Martínez |