Cristo, legislador, no escribió nada;
ni papiro dejó ni un pergamino:
quedó tras Él su espíritu divino,
su fe con su memoria inmaculada.
Cristo, rey, no empuñó cetro ni espada;
en el polvo sembró de su camino
de su fe la semilla; a su destino
dejándola y al tiempo encomendada.
Germen de amor, de paz, de fe y cariño,
culto del alma, religión interna,
de fausto exenta y de mundano aliño,
la propagó el amor, la amistad tierna,
la fe del pobre, la mujer y el niño:
y por eso es veraz, única, eterna.
Con el hirviente resoplido moja
el ronco toro la tostada arena,
la vista en el jinete ata y serena,
ancho espacio buscando el asta roja.
Su arranque audaz a recibir se arroja,
pálida de valor la faz morena,
e hincha en la frente la robusta vena
el picador, a quien el tiempo enoja.
Duda la fiera, el español la llama;
sacude el toro la enastada frente,
la tierra escarba, sopla y desparrama;
le obliga el hombre, parte de repente,
y herido en la cerviz, húyele y brama,
y en grito universal rompe la gente.