Hay un momento en la creación
literaria cuando un escritor,
con descripción y otros
recursos, ya ha llevado a la
vida a sus personajes. En ese
momento éstos toman vida y
comienzan a actuar frente al
lector. Es un momento crítico.
Las descripciones del personaje
pueden ser más o menos
detalladas: el lector llenará
los huecos con su imaginación.
El movimiento físico de un
personaje se puede “disfrazar”
usando más o menos detalle en el
relato. Quiero decir que, como
en el cine, se puede enfocar su
acción física con variados
recursos, que involucrarán, a
voluntad del escritor,
diferentes “tomas” o puntos de
vista de cámara. Se ve todo de
lejos, por ejemplo. O el hecho
lo ve un personaje y sólo se
cuentan algunas de sus
impresiones. En otros casos una
acción se puede describir, por
ejemplo, con un breve párrafo:
“Lucharon y en la refriega el
ladrón le clavó un cuchillo en
el vientre”, en lugar de con una
larga y detallada escena de
movimientos, con su coreografía
y descripciones. En el primer
caso se logra decir, con poco
texto, lo que en el segundo caso
se “muestra”, recurso que evita
un excesivo compromiso con la
acción (uno podría ser un mal
coreógrafo de peleas) y permite
que los detalles sean creados
por la imaginación del lector.
Pero llega un momento en que los
personajes deben actuar en un
nivel que ya no es tan fácil de
dibujar: los diálogos.
Dice Umberto Eco: «Hay un tema
muy poco tratado en las teorías
de la narrativa: [...] los
artificios de los que se vale el
narrador para ceder la palabra
al personaje». Los diálogos son
lo más difícil de la literatura
escrita: no hay un estándar,
cada tipo de persona se expresa
de diferente manera; no se puede
llenar la brevedad de texto con
gestos y expresiones, como en el
teatro (donde los actores deben
ser buenos, además del
escritor); los textos demasiados
largos pasan a ser discursos y
poca gente —excepto los
políticos, cuando quieren
convencernos de que los votemos—
habla con discursos.
Para tener una buena idea de
cómo es en un diálogo real es un
buen experimento grabar la
conversación de un grupo sin que
ellos lo sepan; se sorprenderán
al ver cómo se expresa la gente
en realidad.
La forma de expresión de un
personaje, si está bien lograda,
indica qué y quién es. Si se
sabe llevar un diálogo y se sabe
condimentar su contenido, se
pueden obviar parrafadas de
explicaciones y pesada
descripción. El otro extremo es
algo parecido a un teatro de
títeres: el autor habla a través
de muñecos, intentando darles
vida, pero se nota que son
muñecos porque todos hablan
igual. O si no hablan de un modo
que —se nota de inmediato— nadie
hablaría. En alguna parte leí,
como ejemplo, que los personajes
hablan a veces como “si
recitasen papeles aprendidos de
memoria en una mala obra de
teatro”. Lo de “mala obra” es
clave aquí: los personajes de un
texto no pueden apelar a la
expresión corporal como lo haría
un buen actor en una obra con un
pobre guión. En una obra
escrita, si el texto del diálogo
es malo no hay solución, se nota
de inmediato: el diálogo es
malo, por ende la historia es
mala.
El diálogo se puede analizar
científicamente, intentando
hacer una completa disección.
Intentaré enumerar algunos
elementos que me parecen clave:
Lenguaje y modo
Las personas hablan de muy
diferente modo según su:
Origen: nacionalidad, provincia,
ciudad, barrio, clase social;
Formación: cultura nacional y
local, entorno familiar,
estudios, lecturas;
Edad: física, mental y cultural;
Inclinaciones: políticas,
sexuales, de gustos, culturales;
Emoción que lo domina.
Se suele trabajar en base a
“tópicos” o ideas ya hechas
sobre los tipos de personas, las
franjas de edad y las clases
sociales. Pero todo esto es
terreno pantanoso: las
costumbres de las clases
sociales, las formas de
expresión de las diferentes
franjas de edad, incluso el
lenguaje en general de un
entorno cultural, cambian
continuamente. No se puede basar
un diálogo en diálogos leídos en
un libro, a menos que todos los
parámetros (época, lugar, clase,
tipo de persona) coincidan
plenamente. Mucho menos de
películas u obras de teatro,
donde la expresividad de los
actores ayuda a lograr lo que no
pueden lograr los textos de los
diálogos. El escritor debería
hacer un “trabajo de campo”,
procurando escuchar diálogos
entre personas de diferentes
grupos, al efecto de
compenetrarse o al menos
comprender que existen formas
extremadamente diferentes de
expresarse y llevar una
conversación.
El escritor jamás debería
dejarse llevar por “sus”
necesidades de expresión: el
diálogo pertenece al personaje,
no al autor. El resultado de un
error así suele resultar
grotesco: los personajes —para
ayudar al escritor a informar al
lector— se explican entre ellos
las cosas que acaban de vivir
(algo que nadie hace), o cuentan
sucesos que los emocionan como
si fueran doctores en biología
que describen una disección, o
se mandan un largo discurso más
parecido a una clase de Historia
que a cualquier tipo de
información que se pueda
intercambiar entre personas.
Otra falla muy común es repartir
un discurso entre varios
personajes, este pedazo para
Juan, este otro para Pedro,
aquel otro para Ignacio, en
fragmentos de diálogo
encadenados entre sí y llevados
siempre en el mismo estilo y con
la misma entonación, y en un
acuerdo total de intención y
expresión, logrando que se note
claramente que en realidad habla
un solo interlocutor a través de
las bocas de varias personas,
como si se tratara de un extenso
espectáculo de ventriloquía.
Este tipo de diálogos se
encuentra muy habitualmente en
las obras de ciencia ficción.
Estado emocional
No es fácil expresar el estado
emocional de un personaje que
dialoga. Las acotaciones
constantes pueden quitar ritmo o
resultar molestas, y cualquier
descripción del estado mental
del personaje al principio de la
conversación es olvidada
rápidamente por el lector si los
diálogos tienen contenido de
importancia y si los personajes
se expresan de un modo neutral
que no refleje sus emociones. Y
esto último es la clave: las
personas se expresan de muy
diferente modo según su estado
emocional. Si el texto del
diálogo no refleja ese estado
mental es inútil bombardear al
lector con descripciones y
aclaraciones. Es necesario aquí,
de nuevo, un “trabajo de campo”
que nos permita observar de un
modo imparcial la manera en que
una persona habla si está feliz,
o enojada, o nerviosa, o
asustada, o se siente mal, o
está embobada con su
interlocutor, o lo odia, etc.
Veremos que las frases se
cortan, que el flujo de
pensamiento lleva a la persona a
saltar de tema y luego volver,
que no siempre —o pocas veces—
el interlocutor apoya el texto
del otro, ayudándolo a seguir,
sino que muchas veces
interrumpe, complica y deforma
el sentido, o habla de otra cosa
“descolgada”, etc. Un buen
diálogo debe tener un poco de
este tipo de estructura
—demasiado puede hacer confusos
los diálogos—, tan habitual en
la vida real.
Estructura de las frases y el
lenguaje
Justamente, la estructura de las
frases de un diálogo está en
relación directa con los dos
puntos anteriores. El autor debe
esforzarse en reflejar
características en la
estructuración de los textos de
diálogo que serían normales en
el habla de una persona según
cuál sea la extracción social,
económica, de edad, etcétera,
del personaje que tiene la
palabra. Frases más cortas
—telegráficas— o extensas y
farragosas; oraciones que se
cortan; mal uso de algunas
palabras o una estructuración
más pulcra; reiteración de
algunas palabras; uso de
términos relativos a un grupo
cultural; conjugaciones
incorrectas; etc. Además, según
el estado mental del personaje,
es imprescindible mostrar algún
cambio en su forma de
expresarse. La variación en la
expresión caracteriza y da vida
a los personajes mucho más que
lo que hacen cuando se mueven
por la escena y mucho más que lo
que el autor quiera “vender” en
las descripciones.
Contenido del texto:
Hay que tener
mucho cuidado en los contenidos
de un diálogo. Uno debe
preguntarse todo el tiempo:
¿Hablaría así? ¿Lo diría así? No
siempre es posible responder
desde la subjetividad, hay que
preguntarse también si nuestro
personaje, tal como lo hemos
delineado, diría eso y de esa
manera. Hay que imaginarlo en
una esquina de nuestro barrio, o
en el colectivo que toma todos
los días, o en su trabajo,
diciendo eso que ponemos en su
boca. ¿Lo diría así? ¿Qué gestos
haría? ¿Se cortaría, largaría un
exabrupto en el medio, esperaría
la afirmación de su interlocutor
antes de terminar? Hay que
observar, observar, observar.
Insisto, observar gente real, no
actores. Cuidado con el cine,
cuidado con las novelas, cuidado
con las series. Hay mucha,
muchísima falsedad.
Explicaciones:
Un defecto muy común es el de
introducir excesivas
explicaciones en los diálogos:
los personajes aparecen
explicando lo que “el autor”
desea —o necesita— explicar.
Esto suele ser muy malo para los
climas. Se debe evitar toda vez
que se pueda. Las explicaciones
debe hacerlas el autor fuera de
los diálogos. O intercaladas.
Nunca poner un personaje dando
discursos en un diálogo. Es
recomendable, en estos casos,
extraer la explicación fuera,
como en el ejemplo que sigue:
—Son muy agresivos —dijo Jorge
con odio—. No sabemos de dónde
vienen. Tienen naves
gigantescas, del tamaño de una
ciudad, que se mueven con algún
sistema de antigravedad. Se
lanzan sobre nosotros desde
órbita, sin previo aviso, y en
segundos matan a decenas de
miles. Dicen los científicos que
su comportamiento agresivo se
debe a un arrastre genético, que
en la parte primitiva de su
evolución eran depredadores al
estilo de los carnívoros
cazadores de la Tierra. Parece
que conservan gran parte de esa
agresividad que produce la
adrenalina (o lo que sea que se
vuelca en sus sistemas
circulatorios) cuando pretenden
obtener algo. Es el instinto de
cacería, un estado excitado
parecido al que deben sentir los
animales que persiguen en jauría
cuando se lanzan en carrera tras
una presa. Seguramente has visto
documentales de lobos: cuando
alcanzan la presa entran en una
especie de frenesí que los lleva
a destrozar la presa en pedazos
en instantes, e incluso pelearse
feo entre ellos.
Fuera del diálogo:
—Son muy agresivos —dijo Jorge
con odio—. No sabemos de dónde
vienen.
Explicó que esos seres tenían
naves gigantescas, del tamaño de
una ciudad, movidas por algún
sistema de antigravedad, y se
lanzaban sobre ellos desde
órbita, sin previo aviso,
matando en segundos a decenas de
miles. Según los científicos, un
comportamiento agresivo que se
debe a un arrastre genético.
En la parte primitiva de su
evolución esos seres eran
depredadores al estilo de los
carnívoros cazadores de la
Tierra. Al parecer conservan
gran parte de esa agresividad
que produce la adrenalina, o lo
que sea que se vuelque en sus
sistemas circulatorios cuando
pretenden obtener algo. Son
arrastrados por el instinto de
cacería, un estado excitado
parecido al que deben sentir los
animales que persiguen en jauría
cuando se lanzan en carrera tras
una presa.
—Seguramente has visto
documentales de lobos: cuando
alcanzan la presa entran en una
especie de frenesí que los lleva
a destrozar la presa en pedazos
en instantes, e incluso pelearse
feo entre ellos.
Hemos visto un ejemplo breve,
donde no parece haber gran
diferencia en el resultado. Sin
embargo, en algunos casos es
esencial. Este tipo de trabajo
de “extracción” de las
explicaciones es muy efectivo
cuando se hace en parrafadas muy
extensas de discurso.
El
apoyo de los diálogos:
Le llamo apoyo a las acotaciones
que se hacen en o entre los
textos que hablan los
personajes, tales como “dijo
Pedro”, “explicó Juana” o “dijo
con tristeza”, o a veces antes
de la línea de diálogo: “Jorge
se levantó y dijo con
decisión:”. Parece que hubiera,
en la lengua hispana, alguna
contrariedad a estas
acotaciones. Suele ocurrir que
los autores hispanoamericanos se
vayan a los extremos y no pongan
absolutamente ninguna acotación,
volviendo difícil seguir las
conversaciones. Ocurre en un
diálogo más o menos intenso que
de pronto uno se ha perdido, que
de repente el personaje que uno
creía era Juana dice algo que
sólo puede decir Pedro. Hay que
volver atrás y resincronizarse.
Considero que esto es lo peor
que le puede ocurrir a una
historia en la parte de los
diálogos.
El lector debe saber en cada
momento quién habla, sin
esforzarse. Y además debe saber
cómo habla: si gesticula, si
levanta la voz, si lo dice en un
tono más bajo, si se emociona,
si se nota la agresividad, si
apreta los dientes entre frases,
si sus ojos brillan o si mira
con enojo; si se respalda en su
silla o está tenso, inclinado
hacia delante, etcétera. He
leído cuentos impactantes,
poderosos, excelentes, ágiles
pero colmados de acotaciones,
sin notar que éstas estaban ahí.
Sólo las vi cuando analicé el
texto, no al leerlo. No es
cierto que el lector se traba
con estas acotaciones o que
éstas frenan o quitan fluidez a
la lectura: todo lo contrario,
las acotaciones ayudan a leer
con mayor claridad y sin
“tropezones”.
Conclusión:
Por último, es importante acotar
que los diálogos son un elemento
fuerte e imprescindible en una
historia. Jamás hay que
evitarlos, porque le dan vida a
una historia. No es concebible
imaginar una novela sin un
diálogo, aunque sí hay cuentos
que no los tienen. Los cuentos
sin diálogo suelen ser pesados
y/o aburridos. Sólo se salvan
aquellos escritos en primera
persona porque en realidad
funcionan como un diálogo (un
monólogo) entre el escritor y el
lector.
El diálogo da vida y fluidez a
una historia. Quita el centro de
atención del discurso del
escritor y lo lleva a los
personajes. Permite que el
lector sienta los hechos junto a
los personajes, apartándose un
poco del autor. Si el lector se
identifica con los personajes,
esta vida se convierte en
sentimiento y emociones. A pesar
de que los diálogos sean
difíciles de trabajar y nos
asusten las dificultades,
esforzarse en ellos puede
producir un efecto final mucho
más intenso que cualquier otro
elemento de una obra literaria.
Es un buen ejercicio releer
obras que hemos disfrutado mucho
buscando los diálogos y
analizándolos en estructura y
contenido, para ver cómo han
sido manejados por el autor.
Axxón 109 -
Diciembre de 2001
Eduardo J.
Carletti, 15 de mayo-16 de
noviembre de 2001
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