El robot era una auténtica obra maestra. Y además era un robot femenino. Su origen artificial lo convertía en u na belleza perfecta. Ninguno de los encantos capaces de hacer seductora a una chica había sido olvidado. Sin embargo, parecía un tanto mojigata; era su única nota discordante. Pero, ¿no creen ustedes que un aire algo mojigato puede a veces ensalzar aún más la belleza?
Nunca nadie había construido antes un robot como aquel. De hecho, era absurdo crear un robot destinado a efectuar tareas sólo humanas cuando por el mismo precio, uno podía recurrir a una máquina más competente o alquilar los servicios de obreros calificados de los muchos que llenaban las páginas de demanda de empleos.
El robot había sido construido en sus ratos libres por el dueño de un bar. Como todo el mundo sabe el dueño de un bar nunca beberá demasiado a menudo en su propio establecimiento. Nuestro hombre afirmaba que el alcohol potable era un producto de comercio, y consideraba deshonroso consumir aquel bien para su uso particular. Los borrachos inveterados que frecuentaban su bar contribuían a proporcionar el dinero necesario para la realización de su único vicio… que era precisamente construir una chica robot.
Y para ello no escatimaba ni dinero ni esfuerzos. De hecho, se había convertido en su única pasión. Había dotado a su robot con una piel tan satinada que difícilmente se le distinguía de la epidermis de una auténtica mujer. Sin exagerar, puede afirmarse que era más encantadora que las bellezas auténticas de los alrededores.
Y, como la mayor parte de las grandes bellezas, había muy poca cosa en su cabeza, puesto que la creación de un cerebro complejo superaba las capacidades de nuestro inventor. Si bien podía responder preguntas sencillas o realizar algunos movimientos elementales como sujetar un vaso, pero nada más.
El dueño del bar bautizó a su chica robot Bokko-Chan, y la situó sentada en un taburete tras la barra, para que los clientes no la vieran demasiado de cerca, pues temía que un examen detenido pudiera revelar a los habituales su verdadera naturaleza.
Así pues un día una nueva chica hizo su aparición en el establecimiento y todos los clientes la saludaron con cordialidad. Ella se comportó a la perfección mientras nadie le preguntó su nombre o su edad, pues las respuestas entonces dejaban de ser claras. Por fortuna nadie notó que se trataba de un robot.
—¿Cómo te llamas muñeca?
—Bokko-Chan
—¿Cuántos años tienes?
—Todavía soy joven.
—Por supuesto, eso se nota. ¿Pero cuántos años tienes?
—Todavía soy joven.
—¿Y cuántas primaveras hace de eso encanto?
Por fortuna los clientes eran lo bastante educados como para cambiar entonces el tema de su conversación.
—Todavía soy joven.
—Llevas un vestido muy bonito.
—Llevo un vestido muy bonito.
—¿Puedo invitarte algo?
—Puedes invitarme algo.
—¿Un gin fizz?
—Un gin fizz.
Bokko-Chan nunca rechazaba un trago. Y sin embargo nunca se emborrachaba.
Muy
pronto la noticia corrió por todo el vecindario.
Había una nueva chica en el bar, encantadora,
joven, prudente; y además su conversación era
muy interesante. El número de clientes
habituales no dejó de crecer. Todos pasaban
momentos deliciosos en compañía de la dulce Bokko-Chan. Parecía que a ella le gustaba todo el mundo y todo el mundo deseaba charlar con ella y beber unos cuantos tragos.
—¿A cuál prefieres de nosotros?
—A cuál prefiero de vosotros.
—¿Me quieres un poquito
—Te quiero un poquito.
—¿Y si fuéramos al cine uno de esos días? ¿Cuándo estarás libre?
—Y si fuéramos al cine uno de esos días. Cuándo estaré libre.
—¿Cuándo será?
Cada vez que a Bokko-Chan le hacían una pregunta a la que no podía responder, hacía una señal al dueño del bar, que acudía inmediatamente al rescate:
—Vamos, vamos, señores. ¿No les da vergüenza importunar así a la pequeña?
Ante el gesto adusto del dueño del bar, el cliente olvidaba su insistencia y no le quedaba más remedio que retirarse con una mueca.
Bokko-Chan tenía un minúsculo grifo en el pie. De tanto en tanto, el dueño del bar abría ese grifo y recuperaba el alcohol bebido por la chica robot, que servía a sus clientes como cocteles. Estos, como no estaban al corriente del asunto, no hacían más que elogiar a la muchacha, ensalzando su juventud, su belleza y su estabilidad de carácter. Les gustaba que nunca les halagara demasiado, que la bebida no le hiciera efecto. Así que la popularidad de
Bokko-Chan aumentó tan aprisa como el número de sus habituales.
Entre los numerosos admiradores de Bokko-Chan había un joven que se había enamorado perdidamente de ella. Su pasión creció de tal modo que acudía al bar cada noche. Intentaba persuadirla de que saliera con él, pero en vano, puesto que ella ni siquiera se dignaba responderle. Aquella actitud de
Bokko-Chan era lo que más le hacía perder la cabeza. Para impresionarla, gastaba a manos llenas. Sus frecuentes visitas al establecimiento le salían muy caras, pero se hacía poner en cuenta todas sus consumiciones. Cuando finalmente el dueño le presentó la factura, su deuda era tan elevada que no pudo pagarla.
Entonces intentó robarle el dinero a su padre. Éste lo descubrió in fraganti y se produjo una violenta escena. Al final, el padre consintió en adelantarle el dinero para pagar su deuda condición de que prometiera no volver a poner los pies en el bar.
Excepto una vez, una sola vez: para liquidar su deuda. El joven sabía que aquella era su última visita; así que bebió más que de costumbre, y habló con Bokko-Chan.
—No volveré nunca más.
—No volverás nunca más.
—¿Estás triste?
—Estoy triste.
—¡No! ¡A ti no te importa!
—No. A mí no me importa.
—No tienes corazón.
—No tengo corazón.
—Vas a morir.
—Voy a morir.
El joven sacó de su bolsillo un frasco de veneno, echó su contenido en un vaso, y se lo tendió a Bokko-Chan.
—¿Quieres beber esto?
—Quiero beber esto.
okko-Chan se llevó el vaso a los labios y lo vació de un trago.
—¡Vete al diablo!
—dijo el joven.
—Me voy al diablo.
El joven pagó al dueño del bar, luego desapareció en la noche.
Se acercaba la hora de cerrar. Como el dueño del bar acababa de recibir mucho dinero y estaba contento, ofreció una ronda general por cuenta de la casa.
—¡Amigos, vaciad vuestros vasos! ¡Hoy soy yo quien paga! ¡Voy a ofreceros un nuevo coctel! ¡Ya me diréis qué os parece!
—Y les sirvió todo el alcohol recuperado del pie de
Bokko-Chan.
Los clientes brindaron por el dueño del bar, que aceptó el brindis bebiendo él también, contra su costumbre, un vaso.
Aquella noche, las luces del establecimiento no fueron apagadas. Nadie salió de allá, y sin embargo no se oía ninguna conversación. Tan solo la radio, muy baja… hasta que terminó la emisión y el locutor deseó buenas noches a todo su auditorio.
—Buenas noches
—respondió
Bokko-Chan, como una robot bien educada.
Y aguardó juiciosamente a que alguien le dirigiera de nuevo la palabra.
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