Shin'ichi Hoshi

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Las llaves

 

(Kegi)

 

Shin'ichi Hoshi

 

Publicado en Uchijin en 1958

Traducción de Miquel Barceló

    Todos guardamos una palabra en la memoria, Una palabra que no se debe olvidar ni decir a los demás. Aunque no tenga ningún sentido, esa palabra es muy importante, ya que sirve de llave en la propia cerradura. Un tipo de llave muy moderno ¿no es cierto? Y por eso, en aquellos tiempos no se veían agujeros en los portafolios, en las puertas, ni en las ventanas. En ningún sitio. Un objeto pequeño de forma parecida a una oreja humana los reemplaza. El propietario murmura su palabra-llave en esa "oreja" y la cerradura se abre automáticamente. Uno dirá: “El tulipán florece, otro dirá: “Hombre, ¡despierta!” Alguien muy cultivado canturreará: “Midas, el rey Midas tiene orejas de asno”.

    Se acabó la preocupación de perder las llaves y los ladrones tuvieron que cambiar de oficio; ya que incluso si intentaban probar tal o cual palabra al azar, la posibilidad de dar con la buena era casi nula. Así pues esas llaves modernas parecían mucho más seguras que las llaves convencionales. Si se guardaba el secreto, tan sólo el propietario podía abrir su cerradura.

    Algunas veces alguien olvidaba su palabra y tenía que llamar a un agente para romper la puerta, pero tales casos eran raros. Más a menudo ocurría que un hombre, borracho, tuviera problemas diciéndola a voz en grito. Pero incluso entonces, no había por qué preocuparse, ya que bastaba inventar otra palabra-llave e introducirla en la cerradura. Incluso si uno estaba realmente ansioso, hasta el punto de temer indicarla por descuido, bastaba componer una palabra secreta que fuera lo más insensata posible, como la que se puede escribir si se teclea al azar en una máquina, y llevarla consigo en lugar de aprenderla de memoria. En resumen, nadie podía entretenerse abriendo otras cerraduras que no fueran las suyas.

    Una muchacha vivía en una habitación guardada por una palabra-llave de su invención. Era joven y bonita. Incluso su encanto parecía aumentar ya que estaba enamorada. De hecho su amor iba viento en popa. Tenía cita con un joven agraciado varias veces por semana, para ir al cine, a bailar o pasear en barca en el lago…

    Sin embargo, ese día estaba triste; un enfado con su enamorado por una tontería era la causa.

    Se trataba de una tontería. Sólo había llegado tarde al salón de té.

    —No está bien que hayas hecho esperar tanto tiempo —se quejó él nada más llegar.

    —Lo siento, pero, ¿por qué te enfadas por tan poca cosa? —protestó ella.

    —Deberías saber que he dejado lo que estaba haciendo para llegar a la hora.

    —Yo también. He llegado un poco tarde sólo porque quería vestirme de forma que te gustase.

    —Eso no es una excusa. Es lo habitual, ¿no es así?

    Hasta entonces tenían una regla no escrita: aquel que mantenía la calma debía consolar al otro a fin de evitar los conflictos. La regla había funcionado de manera satisfactoria hasta la presente discusión, pero en esta ocasión no sirvió para nada.

    —Me voy a casa exclamó ella finalmente, dando media vuelta. Él se levantó apresurado y trató de sujetarla por la espalda, pero erró en el movimiento desprendiendo uno de los pendientes de la chica y tan sólo pudo decir:

    —¡Muy bien! Vete a casa ya que insistes.

    Durante el camino de vuelta, ella lamentó con amargura lo que había dicho y hecho: ¡Cuán estúpida he sido!, Lo bastante para que él me deje. Había llegado tarde a la cita, tenía razón al reñirme. ¿Por qué no le ofrecí excusas? ¿Tan egoísta soy? No he sabido excusarme, pero podría hacerlo ahora… ¿Por qué no volver? ¿Soy realmente tan egoísta? ¡Ah! No puedo hacerlo. No puedo ofrecer excusas a nadie… ni siquiera a él. Lo cierto es que, a partir de ahora, me esperan largos días de aburrimiento”.

    Realmente, como ya sabemos, para un joven el deber de excusarse es una tarea penosa.

    Muy triste, arrastrando el paso llegó hasta su puerta. Entonces se sintió aún más molesta. Debía murmurar a la oreja de la cerradura: “¡Qué feliz día he pasado!” ya que era su palabra-llave. Una frase en verdad difícil de pronunciar en aquella circunstancia, pero si retrocedía no podría entrar en su habitación. Después de una larga duda, se forzó a pronunciar las palabras de la frase sin emoción alguna como si las leyera una enferma.

    Desde el momento en que su puerta se cerró tras ella, decidió cambiar de palabra-llave. Se preguntaba cuál sería la mejor. Pero ninguna idea le parecía buena. En cualquier momento debía cambiar la palabra. Con el pensamiento ausente, se dio cuenta, mientras jugaba con una y otra frase de que había escrito, varias veces “Gomen’nasai”. (Perdóname).

    “¡Qué idiota soy al escribir esto ahora!” Pensó, “Si tan sólo hubiese dicho eso mismo hace una hora… Pese a todo quizá sería buena idea tener que repetir esa palabra todos los días. La diré hasta mi muerte. Será un castigo adecuado para lo tonta que he sido”.

 

    Al día siguiente, por la mañana, su enamorado, incómodo, se encontraba ante su puerta. Tampoco él estaba hecho para pedir excusas. Sin embargo, el deseo de ver a su amiga una vez más había sido más fuerte. Se había persuadido a sí mismo de que tan sólo iba a verla para devolverle el pendiente encontrado en el piso y no para pedir excusas.

    Hizo el gesto de tocar el timbre, pero se retuvo. No quería que se pudiera pensar que había ido a pedir excusas. Por fin se decidió a poner el pendiente en la oreja de la puerta. Luego se marcharía sin llamar. Sacó la joya de su bolsillo y empezó a acomodarla en el pequeño hueco.

    Mientras lo hacía recordó los buenos momentos que había pasado con la muchacha. Volvió a ver el rostro de su enamorada cuando le había murmurado palabras de amor sentados en un banco del parque. Pero era demasiado tarde. Lamentó de nuevo el carácter mezquino que le había impedido perdonarla el día anterior.

    Cuando el pendiente estuvo bien sujeto a la oreja de la puerta lo besó en un impulso.

    —Gomen’nasai.

    La puerta se abrió despacio. La muchacha que estaba sentada y triste en la habitación, se lanzó hacia él sin dejar de llorar. Lloraba en silencio, pero en el fondo de su corazón repetía la palabra que también era su llave.

     En la puerta abierta por completo el pendiente oscilaba en la oreja de la cerradura.

 

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Este registro se añadió el 28 de octubre 2009

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Las llaves se presentó por primera vez en Japón, en el fanzine Uchujin (Polvo Cósmico). Esta publicación nacida en 1957, fue la primera en presentar trabajos originales de escritores japoneses. En 1960 apareció la primera revista profesional japonesa. SF Magazine permitió ampliar el campo de publicación de los autores regionales.

Shin’ichi Hoshi

(6 de septiembre de 1926 – 30 de diciembre de 1997)

Escritor japonés de ciencia ficción y otros géneros. Novelista y autor conocido por sus obras cortas que con frecuencia no excedían las cuatro páginas de longitud. En 1947 se graduó en la Universidad de Tokio. En 1968 obtuvo el premio Mystery Writers of Japan Award, por Moso Ginko. Sus historias se han traducido a más de 20 idiomas. 

Shin’ichi Hoshi era comparado en 1964 con Richard Matheson; a caballo entre la CF, la socarronería y el terror, con especial predilección por los cuentos ultracortos. Bokko-Chan es un ejemplo de su estilo literario, que mereció ser incluido en las páginas de la prestigiosa Fantasy & Science Fiction estadounidense, en junio de 1963.

Bibliografía:

The Spiteful Planet and Other Stories, Japan 1978.

There was a Knock. Kodansha, 1984.

The Caplicious Robot, Kodansha International, 1986.

The Bag of Surprises, Kodansha International, 1989.


Otros relatos japoneses:

Bokko-Chan

Shin’ichi Hoshi

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Mujer de pie

Yasutaka Tsutsi

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La ciencia ficción en Japón

Yasutoshi Nakazima

 


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