"We don´t see things as they are, we see things as we are.
Aún recuerdo el comienzo de todo. Muchos dicen
que el despertar borra los sueños de la memoria, como si la luz
del amanecer hiciera retraer las quiméricas creaciones de la
mente hacia la oscura madriguera del inconsciente; pero ésa bendición
me ha sido negada desde el final de las vacaciones de Julio de 1999.
Atravesábamos una situación muy difícil en mi hogar
(¡qué gran mentira!) y para ayudar a pagar la deuda de
mi universidad conseguí un trabajo de mesero en un bar de la
Zona Rosa. No me iba mal. Treinta mil pesos la noche más propinas,
algún insulto, unas botellas rotas de vez en cuando, y el olor
fétido a orina y cerveza mezclándose con las volutas de
humo dejadas por bocas sedientas de humedad. De los treinta mil descontaba
los ocho o diez mil pesos del taxi que me traía a casa, un apartamento
cerca de Salitre Plaza donde vivíamos mi madre, la foto de mi
padre, y el despojo viviente de mi hermana. Me la pasaba con mis amigos
en las tiendas tomando alguna cerveza, cayéndole a las colegialas
que entraban a comprar leche o algún paquete de papas para sus
hermanitos menores, hablando y riendo de la vida mientras la veíamos
pasar de largo por la avenida La Esperanza. De vez en cuando íbamos
a los video juegos del centro comercial a rompernos los dedos, retando
a cualquier desconocido que se atrevía a posar su vista sobre
nuestras máquinas. Era delicioso navegar entre mares de jeans
descaderados que ansiaban diversión y placer, y aún más
rico era planear las rumbas en la noche, fuente de los diálogos
de toda una semana y de sus risas.
Pero todo cambió al irse Alberto. Mi madre tuvo
solventar todos los problemas de la casa, un trabajo absorbente en un
banco, la anorexia y los escándalos de Gabriela, y mi ausencia
constante de la casa mientras él había comprado un apartamento
en Medellín para irse con su amante. Obviamente mi madre me tenía
que echar al ruedo del mundo laboral. "Si no consigues algo, vas
a tener que aplazar el semestre. El colegio de tu hermana es muy caro,
lo sabes." Frase mágica.
- Pues hermano, conozco un sitio en la ochenta y dos
donde están necesitando gente para meseros. Si quiere le paso
la dirección y mira a ver. - Sorbió un trago de cerveza
y me palmeó la espalda - Tranquilo, yo sé lo que se siente.
Fue así como abandoné mi pedazo de mundo
perfecto por unos billetes. Al principio fue difícil. No me gustaba
mucho escuchar chucu chucu todo el tiempo, pero mis diarios viajes en
buseta a la universidad me habían entrenado para soportar cualquier
cosa, así que me adapté. Superé día tras
día el tedio de servirle a mafiosos de poca monta y a otros universitarios
varados como yo. Al final de cada jornada recibía mi paga y contaba
mis propinas, mientras recordaba a alguna vieja buena que hubiera ido
ésa noche, para vestirla y desvestirla con mi imaginación.
Llegaba bien entrada la noche para escuchar a mi madre discutir con
Gabriela por otra llegada tarde, mientras ella vomitaba su alma sobre
el piso de la ducha. Pero el lapso entre la salida del bar y la llegada
a mi casa era un éxtasis. Aquellas vacaciones habían sido
muy lluviosas, y por la noche se formaba una niebla alrededor del humedal
cerca de la iglesia al frente de Salitre Plaza. Hundidas en ella y abrazadas
por el silencio caminaba alguna que otra pareja de novios hacia la 68,
mirando constantemente entre las sombras, tratando de hallar al ladrón
que les pudiera robar; otras veces algún tipo solitario se cerraba
la chaqueta hasta el cuello y hundía las manos para no congelarse.
Desde adentro del taxi se veían pasar los espectros helados que
copulaban en la niebla, pariendo invisibles amenazas para los incautos
que caminan por la avenida.
- Bogotá está volviendo a ser como antes
de fría, ¿no le parece? - Era el comentario general de
casi todos los taxistas que me llevaban.
- Sí. - Contestaba lacónicamente y seguía con mi
espectáculo personal.
Me imaginaba latir rápido sus corazones, mientras
sus ojos escrutaban las amorfas imágenes de las tinieblas y el
frío les horadaba los poros hasta congelarles la sangre. En mi
mente caían al suelo, y la niebla los cubría con su sudario
mortuorio para devorarlos en una muda orgía. En aquella época
no sabía que todas las noches recreaba las infinitas formas en
que yo iba a morir.
Mis mórbidos pensamientos no eran cosa nueva,
pero nunca me ha gustado hablar mucho sobre ellos hasta hoy. Desde pequeño
me gustaron las películas de terror y las de acción con
muchos muertos. Gozaba viendo caer cuerpos con el incesante tableteo
de una ametralladora, o a algún asesino cortarle el cuello a
alguna tonta desprevenida. Solía dibujar mis propios cómics
sobre rudos matones enfrentando a muertos vivientes sedientos de almas
para llevar al infierno. Luego crecí y conocí otras cosas,
otras personas, otras formas de ver la vida y pasarla rico. Mi morbo
cambió también hacia cosas más reales, hacia los
chismes de mis amigos, las viejas, las peleas sin sentido. Mi talento
en el dibujo fue la puerta de entrada a la universidad y a poder llevar
mi carrera de diseño gráfico casi sin problemas. Vi a
mi hermana crecer, cambiar de moda como yo me emborrachaba, convertirse
en un saco de piel relleno de huesos mientras se dopaba horas viendo
videos por el cable. Vi a mis padres distanciarse, a mi madre llorar
luego de un largo día de trabajo, y no alcancé a notar
en qué momento mi padre ya no venía a la casa todos los
días. Ví muchas películas en el centro comercial
y mis mesadas esfumarse en fichas doradas en los video juegos. Ahora
todo son recuerdos, fantasmas divagando en mi cabeza que raspan sus
cadenas contra mi memoria mientras la niebla entra en el cadáver
que ahora soy, celebrando su orgía en las vacías cavernas
de mis vísceras.
Con la llegada de las vacaciones de mitad de año
de 1999 soplaban vientos triunfales para mí. Ese semestre había
estado más inspirado que nunca, y mi promedio lo reflejó
con creces: 4.84. Mi cabeza se había convertido en un surtidor
de ideas como no me ocurría desde que era niño. Carlos
Lleras, la urbanización llegando a la Boyacá, se había
transformado en una ciudadela futurista y decadente, y detrás
de la miríadas de ventanas como rejas escuchaba miles de bebés
sorbiendo compotas hechas de mugre. Me reía pensando que los
muchachos que bebían frente a las tiendas de ladrillo de Sauzalito
escuchando vallenatos eran zombies borrachos, atrapados en laberintos
llenos de apartamentos multifamiliares como el mío, apilados
como bultos para conformar fortalezas. El centro comercial estaba inundado
de carnicerías, y de sus decorados mostradores corrían
ríos de sangre por los que caminaban sonrientes colegiales, que
entraban luego a ellas para cortarse los dedos y venderlos por una ficha
en los video juegos. Mis profesores en la universidad me felicitaron
por haber adquirido al fin un estilo, aunque no lo compartieran. Ya
casi ni salía con mis amigos, absorbido en plasmar las macabras
imágenes que me llegaban. Por momentos volvía a mi infancia,
a las películas. Mi barrio era ahora un inocente infierno en
el que me regodeaba, por el que podía caminar como un señor
invisible que en su cuarto retrataba la agonía de cientos de
familias destrozadas y aglutinadas en fosas de cien metros cuadrados.
Luego, el trabajo en el bar. Como ya dije me costó
un poco el vivir metido en una caverna semioscura, donde sólo
se escuchaba salsa, merengue y champeta. Es cierto, me gustaba la rumba,
pero algo más variada y en la casa de algún amigo. El
trabajo y el dinero me devolvían por momentos a la realidad limpia.
Mi mente se concentraba en llevar los pedidos a las mesas y ver bailar
a la gente, envidioso de la época en que yo estaba en la pista
de baile. Maldije muchas veces en silencio a mi padre por tener que
llevar botellas y vasos para poder permitirme un poco de libertad. Limpié
baños, saqué borrachos, discutí con los clientes
por cuentas excesivas que ellos aseguraban no habían consumido.
Las dos primeras semanas fueron el verdadero infierno, aquél
en el que ya no era un señor si no un vulgar sirviente. Luego
me adapté más al comenzar a ver el dinero y disfrutar
el viaje de regreso al barrio, donde mi imaginación se recobraba
con la niebla espesa y fría. La tercera semana ya era un cuento
muy diferente. Me "hice al ambiente", y mi madre estaba más
contenta por mí, aunque su alegría se difuminaba por la
anorexia de Gabriela.
Nunca fuimos muy unidos mi hermana y yo, pero su apariencia
física me dolía mucho. Constantemente lloraba porque se
sentía gorda, y se encerraba en su habitación por horas.
Dejaba la comida servida casi todas las veces, y sólo tomaba
agua de una botella plástica que cargaba todo el tiempo. Los
fines de semana salía de rumba con sus amigas y regresaba muy
borracha, deprimida, aburrida de la vida. Yo conozco a los hombres,
y sé qué tan crueles podemos ser por un "rumbeo"
con mujeres a las que un beso sí les importa. Pero así
como yo tuve que aprender solo a enfrentar las cosas, dejé que
mi hermana también lo hiciera. Mientras yo comenzaba a sentirme
a gusto en mi trabajo, mi hermana se sumía en su dolor. Mientras
yo era feliz en las noches de regreso a casa, ella se hundía
en el pánico de sentirse sola, abandonada. Sí, me sentía
culpable. En el taxi imaginaba toda suerte de destino perverso para
los noctámbulos transeúntes, mientras mi hermana vivía
uno propio y real. Hoy soy lo que queda de ésa ironía.
La pesadilla comenzó en mi cuarta semana de
trabajo en el bar.
No había podido dormir bien antes del fin de
semana. Soñaba con sombras en la niebla que cubría la
avenida, pero todo era difuso; no le di mucha importancia porque -pensé-
era el fruto de mi vívida imaginación. Pero en los sueños
el caminante temeroso era yo. Sentía mucho frío, y los
dedos espectrales de la niebla penetraban mi nariz, rasgándola
con sus helados filamentos. Estaba muy cansado de caminar y no entendía
porqué no había tomado un taxi para llegar a casa. El
humedal estaba silencioso, y ningún vehículo lo rasgaba.
Mi visión no llegaba más allá de los dos metros
del grisáceo sudario, e incluso la luz de los postes era como
lámparas de ámbar que señalaban el sendero al mundo
de los muertos. El aire era fétido, y una náusea crepitaba
por mi cuerpo haciendo que me contorsionara del asco al mismo tiempo
que temblaba y mis fosas nasales se congelaban. No podía sacar
las manos de mis bolsillos por el frío. Mis ojos debían
estar más abiertos que de costumbre buscando el rostro cadavérico
de la muerte, y el viento me castigaba lacerándolos con sus heladas
cuchillas. En algún momento una ráfaga cortaría
mi retina y el único calor que sentiría sería el
de mi humor vítreo derramándose por mis mejillas. Quedaría
ciego, y mis manos correrían a aferrarse a algún poste,
pero mi miedo se acrecentaba al tener la certeza de que para ése
instante ya no estarían ahí, y mis manos se congelarían
hasta sentir resquebrajarse los huesos bajo mi piel. Lentamente la niebla
entraría por todas mis cavidades, penetrándome como lo
hace un violador pero silencioso, carcomiendo mis músculos contraídos
por el olor a excremento que flotaba en el aire. Sus afiladas uñas
rasgarían mi piel lentamente, se clavarían en cada poro
y se hundirían hasta encontrarse con la náusea helada
y seca albergada en mis músculos. Como excremento seco de perro
cerca de un caño, me convertiría en una carcaza hedionda
que se reuniría con la Madre de las Inmundicias una vez la niebla
me atrapara definitivamente. No podía correr, y me estaba asfixiando.
De repente, las nocturnas luces azules de Salitre Plaza
se encendían como un faro, y escuchaba pequeñas risitas
maliciosas moverse hacia él. Sólo veía sombras
amorfas, inhumanas y pequeñas, reptar hacia la luz mientras arrastraban
pequeños bultos que también se contorsionaban y lloraban
de hambre. El pánico comenzaba a apoderarse de mi mente febril,
y casi instintivamente me dirigí hacia el centro comercial buscando
calor. Escuché ruidos de cuchillos afilarse contra piedras y
pude observar que las pequeñas formas eran los colegiales de
mis sueños despierto, que arrastraban con alambres de púas
llenos de óxido los frágiles cuerpos de unos bebés
desnudos que gritaban. El ruido paralizó mi torrente sanguíneo
y quise fallecer en el momento en que mi mirada se fijó en que
el centro comercial estaba lleno de carnicerías. El asco y la
náusea se apoderaron finalmente de mí, y mi cuerpo se
partió al vomitar pedazos de mis propias vísceras bañados
en bilis y sangre. Alcé mis ojos cubiertos de lágrimas
de dolor y ví como los bebés comenzaban a extender sus
pequeñas manos en mi dirección, rogando para alimentarse
de mis despojos. Sus esclavizadores se volvieron y comenzaron a caminar
pausadamente hacia donde me encontraba. No podía moverme del
frío y del horror. Mientras caminaban, comenzaron a arrancarse
todos la piel del rostro y decían cosas en un coro gutural de
alguna lengua desconocida. En un instante se detuvieron y comenzaron
a arrojarme aquellas máscaras de piel ensangrentada, que se pegaban
a mi ropa congelada. De repente, un grito desgarrador surgió
desde el centro comercial y fue seguido por otros gritos de los rostros
descarnados de los colegiales, que parecían no querer volver
a entrar. El grito aumentó su furia y comprendí que algo
dentro del centro comercial tenía mucha hambre. Mi mente no pudo
aguantar más. Desperté por mis propios gritos, empapado
en sudor y temblado. Así se repitió el mismo sueño
por tres días seguidos hasta el viernes.
Durante los tres días estuve muy débil,
y no salí de casa si no para hacer las compras fundamentales:
algo de leche y pan, unas papas de paquete, dos barras pequeñas
de chocolate, cosas así. Me quedé con mi hermana, y en
ésos días estuvimos más juntos que nunca. Fue extraño
sentirla cerca, consintiéndome, los dos hablando sobre música
y videos. Jamás, aún estando los dos solos en el apartamento,
nos habíamos dirigido la palabra más que para pasar al
otro al teléfono o pedirle algo al otro. Yo me la pasaba casi
siempre en las tiendas con mis amigos, y mi hermana con sus amigas del
colegio en la casa o dónde ellas. En ésos días
ninguno mencionó ni siquiera los problemas personales y mucho
menos le comenté sobre mis sueños. Simplemente le dije
que había tenido pesadillas, y ella pareció comprenderme
con sólo mirarme. En medio de mi debilidad la sentí frágil,
solitaria. No me había percatado de lo linda que se había
puesto al crecer, ni de qué tanto estaba enferma, ni lo inteligente
que era mientras yo creía que era como todas las demás
niñas que buscan novio y piensan sólo en pasarla bien.
Al caer la tarde nos propusimos cocinarle a mi madre cuando llegara
cada día, y hacíamos unas cosas realmente horribles, pero
ella entendía y lo comía con gusto. En ésos tres
días de pesadilla, las horas en que el sol bañaba mi barrio
eran preciosas. Pero la noche era el preludio a la locura, el recordatorio
de mi inconsciente enfermo.
El viernes no quería ir al bar de lo débil
que me sentía. Mi hermana tenía una fiesta y salía
tarde, y mi madre me pidió que la fuera a recoger por la noche.
Temía dormirme y no volver a despertar. Cogí fuerzas de
ninguna parte, y decidí ir a trabajar (igual era un día
movido y se conseguían buenas propinas) para luego recoger a
mi hermanita a la salida de su rumba, que era en un bar cercano al que
yo trabajaba. Durante el trayecto hasta la Zona Rosa me invadió
una sensación de asco, al verme literalmente embutido en una
buseta con una radio a todo volumen y aprisionado entre montones de
cuerpos malencarados. Para mi pesar, había un trancón
en la quince por la setenta y dos y la agonía crepitaba por mi
ser. En un instante odié a la humanidad por existir, por obligarme
a coexistir con ella en ésa buseta; odié al chofer por
su desconsideración y tener que soportar desde antes el bullicio
de la música a todo volumen, y más de una música
con la que me iba a saturar por la noche. Colgaba de una de las varillas
para pasajeros de pié respirando pesadamente el aroma a perfume
barato de alguna secretaria, recibiendo pisotones, siendo acariciado
contra mi voluntad por muchas caderas que rogaba fueran de mujer. Mi
vista hacia fuera de los ventanales estaba obstruida por el vaho de
un pasajero dormido, y casi esperaba el momento en que babeara.
- ...pero dime,¿ usas tangas amarillas para
la buena suerte? ¡Porque con ese geniecito la vas a necesitar
para conseguir marrano!
- ¡Uichs! ¿Porqué son tan indios? - Un sonido de
bocina colgando con estrépito.
- Pero qué geniecito el de la niña... A ésas son
de las que le gusta el látigo. - Un sonido de látigo chasqueando,
seguido de un gemido de mujer.
- Bueno, vamos a unos comerciales pero ¡no se despeguen! Las líneas
están abiertas, y luego tendremos más de...
La Zona Rosa. Marejadas de cuerpos buscando placer.
El verdadero mercado de la carne. A trompicones logré bajarme
y comencé a caminar rumbo al bar. Aún el sol no se había
puesto y la marea humana no había crecido. Respiré hondo
y el asco se fue disipando, lo mismo que el malestar de las noches anteriores,
pero aún me retumbaba la cabeza y no creía que fuera a
cesar en toda la noche. Entré al bar y me encontré con
Fernando, el administrador. Sin mucho preámbulo le pregunté
si podía salir veinte minutos antes para recoger a mi hermana
y me dijo que sí, que listo. Habían unos cuantos clientes
tomando cerveza, fui detrás de la barra y me coloqué el
delantal.
Continuará...
Colaboración de Baxter: The Pooka