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SONETOS SOÑADOS

por

José Benito Freijanes Martínez

Quién soy Al final A Los Sonetos de mi Vida A la Paágina Principal
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AMOROSOS

ÍNDICE DE POEMAS

Quisiera penetrar, concha marina,
en el nácar de tu arduo laberinto
y a Dédalo sonreír en tu recinto,
tras vencer de su ingenio cada esquina.

Será mi Ariadna bella alguna ondina
con rosados cabellos de jacinto,
labios que envidie el mismo vino tinto
y ojos color de incierta turmalina.

Y, al regresar mi corazón errante,
allí la encontrará aguardando, en tanto
la lágrima reprime en ese instante,

por contener de la emoción el llanto.
¡Amor! ¡Qué laberinto tan sangrante!
¡Amor! Un mar de misterioso encanto.



EL BAÑO.

A través de doradas celosías
por las que se filtraban los vapores
de mil perfumes y de mil colores,
tu figura intuí en las ansias mías.

La intenté ver completa, y no querías
permitirlo, que envuelta en los candores
de tenue seda, sorda a mis amores,
su barrera translúcida oponías.

Y hube de contentarme con la vista
de aquellas nubes que a la laquearia
ascendían en difusa y sutil pista,

cual música que, al alma necesaria,
de los dedos escapa del arpista,
como se eleva al cielo una plegaria.



Ese rostro grabado está en mi alma,
y cuanto más lo pienso, más lo veo
como el blanco perfecto del deseo
que rompe en tempestad mi suave calma.

¡Ay!, mi mirada con la suya empalma
y una prende en la otra dulce reo
que la arrastra hacia el cálido himeneo
despojándola en traje, capa y talma.

¡Oh!, no te busco, pero en ti devengo,
¡oh!, mi alma es presa tuya y en ti está.
¡Oh!, alma y cuerpo soy que en ti convengo.

Tanto te quiero que no sé si ya
fin o principio en ti del cielo tengo,
mas sé que en ti hacia allí mi nave va.



DOY FELIZ TÉRMINO A UN SONETO
QUE GÓNGORA DEJÓ INCONCLUSO.

Hecha la entrada y sueltos los leones,
el que a mejor caballo bate espuela,
la lanza, el rejón o la cañuela
le dé a la redempción de los peones;

y en altas y arriscadas ocasiones,
a vista ya de quien lo abrasa o hiela,
yelmo en cabeza, al brazo la rodela,
haga honor a su dama y sus blasones,

se enfrente a cada fiera en darle caza
y muestre voluntad tan espartana
que venza al enemigo en cada baza.

Así me encuentro yo cada mañana
cuando miro, pasando por la plaza,
hacia aquélla que sé que es tu ventana.



Esa flor que, prendida en tus cabellos,
luce para su orgullo tu belleza,
capullo fue que la Naturaleza,
amorosa, mimó para ser de ellos.

Rojo y brillante mar de ritmos bellos
encrespados en ondas de pureza
bañan la tenue luz de tu cabeza
en el crepúsculo de sus destellos.

Son dos luciérnagas de amor tus ojos
que como estrellas en el mar relumbran
sobre la arena blanca y sin abrojos

del rostro tuyo en el que se columbran.
Y, desde lo que fui hasta mis despojos,
la oscura pista ante mi paso alumbran.



Esconde vuestro pecho un corazón
pequeñito, infantil, pero muy grande:
sólo un poco de amor para que ablande
necesita, pues nada en comprensión.

Lo sé porque es de ángel la facción
aunque disimulado el rostro ande.
¿Veis?, la sonrisa pronto en el se expande
al oírme cantar esta canción.

Y ya no me decís más que me calle,
y me veis acercar con embeleso
en los ojos, y os cojo por el talle.

Y ya no es que os rindáis: queréis vos eso,
pues ya me retenéis, no tomáis calle,
y al fin... ¿cómo negaros ese beso?



Puedes cortar tus trenzas, Berenice,
y darlas ya de ofrenda en el altar
si es que a mí mismo has decidido amar
y está en tu mente cuando a la mar me hice.

Vé que ese sacrificio mucho dice
de ti y de mí a quien me ayudó a tornar:
lo prometido es deuda, y no ha lugar
a no cumplirla a aquel que nos bendice.

Y al fin, sin tus cabellos, tu cabeza
ni un ápice de hermosa perderá:
destacará tu rostro y su belleza.

Mas otro como yo no tornará
si yo no hubiese vuelto de una pieza...
y tu rojo cabello sí lo hará.



Caíste en mi jardín como una estrella
que en la altura del cielo estar temiera.
Parecías otra flor de primavera,
de entre mis rosas eras la más bella.

Resplandeciente como una centella
te hallaste allí, en el medio de mi era,
aunque amapola y trigo confundiera
con tu boca y cabello éste y aquélla.

Pero la diferencia está en que el cielo,
por caérsele al punto y de repente
aquella joya que le vino al suelo,

no la pudo dejar completamente,
cual algo pronto que es cogido al vuelo,
y se dejó dos trozos en tu frente.



Con estos ojos ávidos devoro
la fría estatua de hielo por quien muero.
Contemplo en ansia el brillo que, señero,
luce en sus despeinadas trenzas de oro.

Y en esta admiración con que la adoro
me asalta un deseo firme, fuerte, fiero...
Que ella quisiera devorarme entero,
pues, ya sin ello, entre sus dientes moro...

Ya no sé si mi mal conoce cura,
sí, este mal que me ha herido cual centella.
Pero una circunstancia es ya segura:

que no sabéis ninguno qué esa bella
causa en mi alma, por causar tortura
con el flagelo de las trenzas de ella.



Pues para poseer he sido hecho,
también lo he sido para poseído.
Pero, ¿por quién?, pregunto, confundido
en mi razón y casi en mi despecho.

Y, en meditando a quién ese derecho
le habré de adjudicar por concedido,
el día me sorprende amanecido
y tu calor percibo en nuestro lecho.

Me llega al rostro el soplo de tu aliento,
y me reprocho entonces lo pasado
robando al sueño en vano pensamiento.

¡Como un necio esta noche he derrochado
dando infructuosa caza al sutil viento,
cuando lo que anhelaba está a mi lado!



Granada abierta fue, que no manzana,
de tu tentación dulce el rojo fruto;
por tus labios bebí cada minuto
su tinto vino como en copa arcana.

Tu olor y tu sabor cada mañana
habían vencido en mí lo que hay de bruto.
Por eso no me llamo disoluto,
asomado hoy del tiempo a la ventana.

Ido y venido ha sobre su abismo
mucha marea sobre el profundo mar,
mientras por cierto, imperceptible sismo,

en mentira trocó el mutable azar
que no pueda decir ni de mí mismo
que uno es pertenecer y otro es amar.



Tú y yo duramos lo que dura el rayo
que al árbol verde trueca en seca vara,
cual si con él la vida se escapara
más fugaz que galope de caballo.

Efímera raflesia, agua de mayo
que lloviste en mis manos y en mi cara,
y tan profundo el corazón lavara
como nunca ha sondado el escandallo.

¡Cuánto quise bajar hasta su fondo
por alcanzar el oro que allí brilla!
¡Cuánto este anhelo en mi razón escondo,

como allá su tesoro sin mancilla
deja entrever cada óbolo redondo,
y por él me consumo aquí, en la orilla!



Palabras de amor dichas al oído,
susurros al son llevados del viento
que, cuando corrió, formaba mi aliento
por ese tu Edén, mi valle perdido.

Constante pasión, y en cada gemido
deleite sin fin y goce sin cuento
en rudo vaivén de mar vïolento,
de cielo en fugaz visión convertido.

Y el Ángel llegó, su espada de fuego
tu ser separó implacable del mío.
Lo que fue calor convirtiose luego

en un yermo erial, dominio del frío.
Palabras, venid, regresad os ruego:
devolved al pez de nuevo a su río.



Ya el rayo hiende duro el aire, y toca
el rígido atabal de alguna peña,
y como el crepitar de ardiente leña
tamborilea cruel lluvia en la roca.

Es ése nuestro amor: habló la boca
y pareció su ruido su gran seña,
parece la calor ser de él la dueña
mas sólo es lluvia fría que en él choca.

Y de esta forma, tristes, lo seguimos,
convirtiéndolo en sueño de ilusiones,
viendo en él ser siempre algo que no fuimos.

Pero, en cambio, se carga de emociones:
precisamente así de él conseguimos
aquello que no explican las razones.


ANHELO.

¿Do está la voz etérea de mi amada?
¿Dónde aquella expresión suya querida
que esparcía en su entorno tanta vida,
su figura por mí en vano buscada?

Tal vez ella existió, tal vez fue un hada
que inició con sus alas la partida,
y por eso la doy hoy por perdida,
mas la daré mañana por hallada.

¡Volverá, volverá, aunque el rudo muro
de la distancia intente separarnos!
¡Volveré, volveré, pues es más duro

el cabo con que el Amor dio en atarnos,
y, aunque Cronos es dueño del futuro,
no impide su capricho el ir a amarnos.



RECUERDO.

Vuelvo la vista atrás, y tal que miro
aquel tu sonreír ante mis ojos,
aquel vestido azul, zapatos rojos,
conjunto encantador por que suspiro.

Todo lo eras por mí, sin ti me inspiro
penas sin fin, mis versos son más flojos:
mis lápices y plumas están cojos
de la imaginación ante el papiro.

Vuelve a mí, por favor, ¿por qué te has ido?
Parece que aún te veo allí, a tu puerta,
diciendo del zapato: "lo he cosido".

¿Por qué dejaste en mí tu imagen muerta?
Empecemos de nuevo lo que ha sido,
que el pájaro en la vuelta siempre acierta.



Hoy te quiero pedir, palomo amigo,
puro en la primavera de que naces,
que lleves tu canción de amor, y abraces
a alguien lejos, muy lejos de tu abrigo.

Dile que en primavera el verde trigo
no puede ser aún atado en haces,
y, por ver si ella entiende y hace paces,
si hasta el cielo me voy, vaya contigo.

Lleva al aire sereno éste mi aviso,
o al vendaval con su soberbio aullido.
Síguela hasta su cielo si es preciso

o hasta su infierno, porque te lo pido.
Cuéntale mi nostalgia, claro y liso,
dile cuánto la quiero y la he querido.



Sólo por ti levantaré mi aliento
hasta del sueño eterno de mi duda
por dar el sí a tu amor; la piedra muda
ante el divino don es alimento.

Y de la oscura tumba al sentimiento
retornando, la lápida sacuda,
y que más rudo sea si ella es ruda,
mi amada, nuestro fuerte ligamento.

Y, al fin de todo, recordar procura
que no está seca de mi amor la fuente,
que el frío cerebro impone traba dura

a lo que el dulce corazón disiente;
si has de decirlo, dilo con dulzura:
no digas que estoy muerto..., estoy durmiente.



CARTA EN FORMA DE CUATRO SONETOS
A LA AMADA QUE UNA MAÑANA DEJÓ AL POETA
Y NO VOLVIÓ MÁS.

I

Hoy la mañana sabe a ti, y deseo
que renazca mi voz. Seco el aliento,
no me resta otra opción, por el momento,
que escribir lo que siento y lo que veo.

De nuevo tu postrera carta leo,
y ante ella sospecho -es lo que siento-
que son plumas llevadas por el viento
el verbo con que me hizo tu amor reo.

Y así mi soledad, que es ya segura,
lágrimas llueve en su dedicatoria.
Mas queda la ilusión, pobre ventura,

que, por volver a repetir la historia,
contigo una vez más, mi dicha pura,
bajara al suelo de la misma Gloria.



II

Desde que tú te has ido, solitario
vago por los caminos del despecho.
Ya sólo tengo la ilusión por lecho
de verte en algo más que un relicario.

¡Cuán se burló de mí, cuán, cruel sicario
que fue el querer que se clavó en mi pecho!
¡Sicario, sí, sicario, que al acecho,
con la aurora, esperando un emisario

de tu amor, sorprendiome por ausente!
Sin ti arrostrar la vida es vïolencia.
Sin ti mi vida entera se resiente.

El arco iris, mi bien, tu cruel ausencia
ha convertido en blanco y negro puente
que recuerda constante tu presencia.



III

La lejanía es triste vida en muerte
que ha coronado nuestro amor de espinas,
y el común paso precedió de minas
la ausencia de noticias de tu suerte.

Llamándote mi ser lágrimas vierte,
y separo constante mis cortinas,
o, inconsciente, te espero en las esquinas
vanamente aguardando por fin verte.

Todas las cartas por ausencia son,
pero ésta es algo más: lágrima vana
que desgrana la lira en su canción.

Sin ti me ha sorprendido la mañana,
sin ti es amargo el canto de pasión
que entona el agua fresca en la fontana.



IV

Fuera de ti cayó sobre mi alma
el negro manto de la incierta noche.
Aguardo ahora que me lleve el coche
que la Parca conduce hasta la calma.

La Muerte, maga única que ensalma
todo mal con idéntico derroche,
poniendo a cada vida oscuro broche,
vendrá a abrasarme o me dará la palma.

Mas, ya sin importarme el oneroso
trance que al otro mundo me ha llevado,
en el postrer instante doloroso,

"Adiós" -te digo-, "adiós". ¿O, enamorado,
"hasta luego" diré, casi dichoso
de que en ti amor la vida me haya dado?



DA CAPO

Arpista misterioso, que las cuerdas
tensas del mundo en singular tañido:
repite tu canción, que su sonido
oiga, y la letra que con él concuerdas.

Arpista de la vida, si te acuerdas
de aquel canto de amor desconocido,
vuelve a cantarlo aquí, junto a mi oído,
porque la voz de tu canción no pierdas.

Haz que la voz en tu cantar regrese,
porque hacia atrás retorne con mi vida
ahora que sé más sin que me pese,

y que recobre la ocasión perdida.
Haz que, por fin, sus dulces labios bese,
que ya sé cómo hacerla mi querida.




Al principio

La Palestra de Euterpe.
por
José Benito Freijanes Martínez