Si aspiramos a reflexionar acerca de la idea de cultura en el ámbito de la civilización occidental, quienes habitamos en este lugar del mundo llamado América debemos comenzar por referirnos a un desgarramiento y a las causas que lo originaron. Esta tarea nos dará un perfil ideológico —sin duda de carácter provisorio—, con el cual podremos profundizar nuestro análisis.
En el relativamente breve período comprendido entre el arribo oficial de los primeros europeos a estas tierras y nuestros días, se desarrolló una tragedia que nos muestra los desenvolvimientos y consecuencias de la idea de cultura que la modernidad burguesa capitalista ha sostenido como uno de sus principios fundacionales. Una o más de las notas constitutivas de esta idea (universalidad filosófica de sus verdades, la democracia entendida como antropológico hallazgo realizado por Occidente a fin de diferenciar la civilización de la barbarie, el capitalismo como único paradigma válido para comprender el sentido de la Historia y la industrialización como ineludible camino para hacer la historia deseada) han puesto en marcha complejos procesos históricos de vastos alcances en el tiempo y el espacio. El descubrimiento de América es uno de estos procesos.
No hace mucho más de cuatro años que millones de seres conmemoraron alegremente un suceso que fue el desencadenante del mayor genocidio que recuerde la Historia. Los actos que se llevaron a cabo con motivo de esta celebración fueron tan extraordinarios como los argumentos que se esgrimieron con el propósito de ocultar o excusar el crimen cometido. A ambos lados del Atlántico los representantes de la cultura oficial organizaron concursos literarios y erigieron monumentos recordatorios, publicaron ensayos y efectuaron encuentros internacionales, elaboraron fatigosos panegíricos y pronunciaron discursos henchidos de pasión conmemorativa. Mientras tanto los sobrevivientes del genocidio callaban o, en el mejor de los casos, hacían oír su débil voz a través de algunos de los pocos medios de comunicación social puestos a su disposición. En fin, los vencedores festejaban el quinto centenario del Descubrimiento de América mientras los vencidos lloraban el quinto centenario de su Encubrimiento.
Es verdad de Perogrullo decir que en los últimos quinientos años el mundo ha cambiado profundamente. Sin embargo, a juzgar por los hechos que se acaban de señalar, pareciera que hay sectores de nuestra sociedad que se empeñan en mantener una visión obsoleta de la realidad. Pese a que la investigación histórica lo dejó en claro hace ya tiempo, todavía hoy se soslaya el verdadero carácter de la cuestión. Con tozudez escolástica la historiografía oficial insiste en calificar de descubrimiento y conquista lo que a todas luces no fue más que invasión armada y genocidio.
Durante los dos primeros siglos de dominación ibérica, que sin duda fueron los más duros, hubo pocas voces discordantes. Casi todos, en mayor o en menor medida, aprobaron no sólo la conquista de América, sino también los métodos empleados para consumarla. Poquísimos se mostraron contrarios a una política que, en términos actuales, era violatoria de todos los derechos humanos. Ni las famosas Leyes de Indias pudieron poner coto a la barbarie de los invasores. Por esa época, mientras en América se perpetraba el genocidio, en Europa el Renacimiento y el Barroco daban sus mejores frutos.
El hombre europeo, imbuido de un profundo absolutismo filosófico, era incapaz de comprender y aceptar la diferencia. Lo diferente —en este caso América y sus pobladores— resultaba subversivo y debía ser eliminado de raíz, pues perturbaba el orden natural del Universo. No fue la codicia, sino una concepción dogmática de la vida, la que inspiró el genocidio.
Tuvieron que transcurrir dos siglos más para que se escucharan las primeras voces verdaderamente hostiles. Cuando declinaba el poder luso-español y la hegemonía británica daba lustre a todo cuanto fuera de origen anglosajón, surgió una corriente de pensamiento —el positivismo— que en el terreno de la Historia hizo un serio esfuerzo a fin de terminar con el viejo mito del Descubrimiento de América.
Los historiadores positivistas de hace un siglo, movidos por la hispanofobia de moda en ese entonces, hicieron excesivo hincapié en los aspectos más negativos de la Conquista. Fue precisamente por esta falta de mesura intelectual que la Historia que ellos escribieron cayó pronto en el descrédito. Con todo, hubo algo que perduró más allá de las contingencias ideológicas. Al denunciar las atrocidades cometidas por los conquistadores, aunque se lo hiciera en forma tendenciosa, estos hombres dejaron en claro que la Historia Oficial de la Conquista no era tan inmaculada como se suponía. La leyenda áurea había muerto.
Sin embargo, a la vez que se ponía de manifiesto la verdadera naturaleza de ciertos sucesos ocurridos hacía mucho tiempo, se ignoraban otros hechos, tan sangrientos como aquéllos, que se estaban produciendo en ese mismo momento. Pero en este caso no eran hombres europeos sino criollos los que llevaban a cabo el genocidio. El motivo que los compelía a obrar de tal manera no era nuevo: también esta vez se invocaban los sagrados intereses de la civilización.
Después de consolidados los Estados latinoamericanos en la segunda mitad del siglo XIX, las clases dirigentes tuvieron que acabar con los últimos focos de resistencia nativa a fin de imponer en sus respectivas naciones el modelo político-económico que los países desarrollados deseaban para ellas. La segunda fase de la Revolución Industrial obligaba a producir un reordenamiento funcional de las economías nacionales. Mutatis mutandis, algo semejante a lo que está ocurriendo hoy a través de la feroz arremetida neoliberal que padece el Tercer Mundo. En ese entonces EE.UU. se veía forzado a expandir sus fronteras internas y los países latinoamericanos debían organizarse políticamente en democracias oligárquicas, ya que se requería un poder central lo suficientemente fuerte como para poner a trabajar a todo el pueblo en la producción de materias primas destinadas al Norte industrializado.
Es evidente que en tal proyecto no podía haber lugar para los aborígenes americanos; más aún: constituían una rémora de la que era preciso deshacerse prontamente. El Progreso, entelequia predilecta de los políticos e intelectuales decimonónicos, no necesitaba para nada de estos seres que, según la clasificación hecha por la sociología de aquel entonces —con Louis Morgan a la cabeza—, se encontraban en el estadio cultural del salvajismo o la barbarie. Además, ya la frenología había dictaminado que los nativos del «nuevo mundo» eran racialmente inferiores. Fue por todo esto que se emprendieron las últimas grandes campañas de exterminio, desde Alaska a Tierra del Fuego, conforme a un meditado plan de purificación étnica.
(Cabe señalar aquí una contradicción más. Por aquella misma época nacían las modernas «ciencias humanísticas», entre las que se hallaba «ese remordimiento de Occidente llamado antropología» [Octavio Paz].)
Los americanos, luego de siglos de colonización, obraban de acuerdo a una concepción europea de la realidad. El status biológico de los nativos continuaba siendo el mismo que les habían atribuido los primeros conquitadores. De aquí que ni siquiera se intentara integrarlos a la nueva sociedad.
El tiempo ha transcurrido, y no precisamente en vano. Hoy día tenemos, para solaz de escépticos y diletantes, diversas escuelas historiográficas. Cada una de ellas nos ofrece su propia versión de los sucesos americanos, lo cual no es extraño, puesto que desde Maquiavelo la tarea del historiador consiste en interpretar el pasado según los requerimientos de un presente multifacético. En este sentido, liberales, revisionistas, marxistas y otros realizan su trabajo del mejor modo posible. Tan es así que todos ellos coinciden en afirmar que la ocupación europea de nuestro continente costó entre sesenta y noventa millones de vidas humanas. En lo único que no se ponen de acuerdo es en la calificación moral del hecho. ¿Será o no genocidio esta homérica matanza?
Mucho es lo que se ha avanzado en el esclarecimiento de este controvertido asunto. Pese a la actitud reaccionaria de algunos sectores sociales, el mundo ha cambiado profundamente. Los datos históricos con que contamos en la actualidad son por demás demostrativos: en rigor, el Descubrimiento y la Conquista de América constituyen una de las mayores patrañas urdidas por Occidente. Ni hubo tal Descubrimiento, pues la existencia del continente americano era conocida desde los tiempos del Imperio Romano; ni la conquista fue una obra filantrópica, ya que el arribo de los europeos a estas tierras trajo consigo saqueos, torturas, violaciones, esclavitud, enfermedad, aculturización y muerte. Algo similar puede decirse acerca de la autoría del genocidio: ante las pruebas incontrastables del mismo, algunos pícaros procuran encontrar una solución de compromiso afirmando que fue responsabilidad exclusiva de los conquistadores. ¡Como si la Conquista del Oeste norteamericano o las Campañas del Desierto patagónico sólo hubiesen sido guiones cinematográficos!
La ocupación de América por los europeos fue tan avasallante que tornó borrosa, cuando no irreconocible, la imagen de los vencidos. Inspirados en una filosofía de neto corte autoritario, los conquistadores montaron un complejo y eficaz aparato de represión cultural. Con metódica dedicación destruyeron primeramente los elementos materiales de las civilizaciones aborígenes (templos, palacios, acueductos, carreteras, códices), y luego se abocaron a la tarea de hacer desaparecer sus fundamentos espirituales (idioma, artes, religión, vida familiar). Una vez logrado este objetivo, aplicaron una rigurosa política de marginación social, la que —en forma más o menos solapada— continúa vigente en nuestros días. A América no sólo se la sometió con hombres armados, sino también mediante la enajenación de su identidad.
A poco más de cinco siglos de iniciado este proceso de aculturización, América es hoy un continente mestizo que se niega a reconocerse como tal. He aquí una de las consecuencias más nefastas de la política de ocupación puesta en práctica por los conquistadores y sus descendientes. Esta esquizofrenia cultural es la que nos lleva a festejar los aniversarios del genocidio de nuestros antepasados o a celebrar el quinto centenario del descubrimiento de nuestro propio continente o a dar un tratamiento de seres infrahumanos a los aborígenes actuales, que son —quiérase o no— nuestros compatriotas más acendrados. Lo cual, pongamos por ejemplo, no hacen los franceces, que por cierto no festejan la muerte de Vercingetórix ni tampoco celebran la llegada de Julio César a las Galias.
En otras palabras, pensamos a América y su problemática con categorías europeas. En ello está el fundamento de nuestra dependencia secular. Somos el producto de un mestizaje tanto biológico como cultural, pero en lo recóndito de nuestro ser nos sentimos conquistadores europeos que esperan hallar la ciudad de Eldorado y regresar presto a su terruño. Al menos para las clases dirigentes, América es la tierra del desarraigo.
Tan es así que incluso eminentes intelectuales, como el antropólogo Darcy Ribeiro o el filósofo Rodolfo Kusch, muestran en su reflexión en torno a la cultura este estigma ideológico. El primero afirma rotundamente la inexistencia de un substrato cultural indígena en los pueblos latinoamericanos (véase de este autor Las Américas y la civilización). El segundo opta por una desesperada defensa de lo nativo, que en este caso es sinónimo de barbarie, según propia aseveración explícita en su libro La negación en el pensamiento popular. Ni uno ni otro encuentran una alternativa que gnoseológicamente no esté acotada por las categorías culturales de la modernidad.
En verdad, el problema que nos ocupa no consiste en probar que América era conocida y frecuentada por europeos mucho antes de su descubrimiento oficial, tampoco radica en demostrar que conquistadores y criollos dieron muerte a varios millones de aborígenes. De una u otra forma, todo esto ya lo sabemos. El auténtico problema consiste en tomar conciencia de que las vidas que se perdieron eran de personas como nosotros y que las civilizaciones que se destruyeron tenían tanta importancia como la nuestra.
En fin, el problema de marras no es otro que la incapacidad occidental de respetar la diferencia o, más específicamente, la imposibilidad filosófica de hallar un idéntico status óntico en la alteridad. Incapacidad ésta que lleva a ejercer el imperialismo ideológico, labor que Europa viene realizando concienzudamente desde que Sócrates descubrió la Razón y que ha llegado a constituir parte de la estructura mental del hombre occidental merced al cartesianismo y al hegelianismo.
Pensar la cultura en Occidente es, ante todo, una constatación de contradicciones: las que se generan entre su humanismo y las condiciones materiales para la reproducción de la vida de los hombres. Y pensar ese mismo objeto desde uno de los territorios devastados por la civilización eurocapitalista es, además de aquello, parte de una búsqueda de la identidad propia.
Miguel Ángel Rodríguez