El lobo no murió; simplemente se disfrazó de Caperucita Roja.
Desmembramiento de la Unión Soviética, fin de la hegemonía socialista en los países del Este, reunificación de las dos Alemanias, triunfo de la «contra» en Nicaragua, Latinoamérica en manos de los Chicago's Boys, pacificación de Centroamérica, leyes de indulto a los comprometidos en crímenes contra la humanidad, fin de las ideologías, muerte de las utopías... Cambios.
Más allá de disquisiciones escolásticas, siempre arduas y estériles, lo cierto es que el «pantha rhei» de Heráclito es mucho más que una simple opinión filosófica. Es sin duda un hecho real, concreto y comprobable: «todo fluye» en esta vida, cada instante jamás es igual al anterior. Que a este fluir constante se le procure hallar un substrato inmutable, como lo hicieron Parménides y posteriormente Platón, es cosa que no hace al caso. El hecho está ahí, frente a nosotros e implicándonos permanentemente. Todo cambia y nada se puede hacer para impedirlo. Lo cual no es obstáculo para que haya sinceros buscadores de lo absoluto. Más aún: quizás este carácter de transitoriedad existencial sea el principal acicate para esta búsqueda.
Pero no es lo mismo hurgar en el devenir para encontrar lo permanente que momificar lo perecedero para soñar que es lo absoluto.
Y esto es todavía más cierto cuando se lo aplica al mundo de la política.
En estos momentos está de moda el cambio, o al menos una forma aparente de éste: lo que en política se conoce como gatopardismo. El fenómeno tiene características compulsivas: o se está con el cambio o se es un fósil viviente. Parece que algunos recién ahora se dan cuenta de que en el mundo no todo marcha perfectamente y, lo que es aún más insólito, creen haber descubierto que hasta hoy todos hemos vivido inmersos en una modorra histórica.
En verdad, en este vapuleado planeta hay cosas que funcionan mal; el número de éstas depende del grado de sensibilidad y de la actitud más o menos conservadora o progresista de cada uno. Esto último dicho sin connotación política alguna. Lo que no es cierto desde ningún punto de vista es que hayamos estado hasta este momento padeciendo una especie de marasmo histórico. Por el contrario: tal vez ahora nos hallemos en un remanso de la Historia; momento de la misma en que nada cambia, y si hay algo que lo hace, es a consecuencia de un acto reaccionario. Aun cuando ello parezca paradójico o poco creíble, existen pruebas convincentes al respecto; cambiar algo para que todo siga igual es una vieja estrategia política.
Sin embargo, no son únicamente tales cosas las más preocupantes. Un hecho que también debe inquietar es la total falta de conciencia acerca de la extraordinaria trascendencia del acontecer contemporáneo.
Siempre hubo cambios. En lo que va del siglo éstos han sido tantos y tan calificados que superan con creces cuanto hizo el hombre desde que comenzó su hominización. La política, tomada hoy como paradigma de lo que algunos consideran ya como la Segunda Revolución Francesa, es un fiel indicador de que en ese lapso los cambios fueron numerosos y notorios.
Terminada la Segunda Guerra Mundial, se inicia un vertiginoso proceso de liberación de los países del hemisferio sur. En la Conferencia de Yalta se acordó la repartición del mundo entre las potencias hegemónicas. Éste se hizo entonces bipolar; con todo, las naciones subdesarrolladas llevaron a cabo su propio intento de liberación. En cierto modo ésta fue la nota discordante en el perfecto orden establecido por lo nuevos amos.
Los primeros en independizarse fueron India, China, Argelia y Cuba, luego —ya en plena década de los '60— el resto de las naciones colonizadas por el Norte hiperdesarrollado.
Hubo también una guerra de Vietnam y un Mayo francés, un Omar Torrijos que logró arrancarle a EE.UU., el Canal de Panamá y una Revolución Sandinista que acabó con cuatro décadas de tiranía bananera.
Que en algunos casos estos conatos libertarios terminaran en dictaduras de diverso cuño no invalida el carácter independentista que en un principio tuvieron. Mientras tanto, en el Viejo Mundo y con el consentimiento tácito de las potencias occidentales, la Unión Soviética se apoderaba de varias naciones de Europa central.
Desde aquel entonces los cambios se vienen sucediendo en forma ininterrumpida.
Ahora, debido al derrumbe del orden internacional nacido en Yalta allá por 1946, hay una gran conmoción en el mundo. Los partidarios de los cambios que se están produciendo se sienten alborozados. Éstos son en su mayoría adherentes al orden capitalista y en verdad creen que a partir de estas transformaciones sociopolíticas el mundo será uno solo y, por supuesto, capitalista; o que a lo sumo tendrá un ligero matiz socialdemócrata. Por su parte, los seguidores del socialismo, que cada día son mas escasos, hablan, y con razón, de una crisis del marxismo o bien de su rotundo fracaso. Pero en todo esto hay algo que ambas partes pasan por alto; quizás unos por exceso de alegría y otros por exceso de aflicción. Y es que tales hechos señalan que está en crisis la concepción del mundo que hasta no hace mucho tenía el hombre civilizado. A juzgar por las conductas que se observan, los verdaderos cambios todavía no están incluidos en la versión oficial de la realidad. El «establishment» los ignora sistemáticamente.
En efecto, los representantes de cada una de estas facciones se refieren a su realidad particular y olvidan, casi con candidez, que los cambios que se producen son de una magnitud tal que ya no sirven las antiguas recetas para hacerse cargo de lo que sucede. En este caso puede decirse que se verifica aquella vieja ley de Hegel, de la que tanto provecho sacó el marxismo: cuando la intensidad del conflicto supera ciertos límites considerados tolerables por el sistema, se produce la transformación de la cantidad en calidad. Tanto para unos como para otros, las categorías usadas hasta hoy para «posicionarse» en el mundo y encarar la resolución de sus problemas no sirven, caducaron definitivamente. Incluso aquéllas que los exultantes «vencedores» emplean con frecuencia desacostumbrada en estos tiempos, tales como «democracia», «libertad», «izquierda» o «derecha», ya no significan lo mismo que antes de iniciarse el presente proceso de transformación histórica. Ello es así porque están sacadas del contexto en que se originaron y para el cual fueron destinadas. Hoy esas categorías significan otra cosa, o bien ya no significan nada.
Veamos.
¿Es realmente atinado continuar usando el término «democracia» en el mismo sentido en que se lo ha hecho hasta este momento? ¿O será acaso en el sentido estadounidense de este vocablo que lo emplearemos ahora? Es decir, ¿lo entenderemos como un sistema de gobierno neoliberal, en el que la voluntad popular es reemplazada por acuerdos entre élites?
¿Proseguiremos pensando el concepto de «libertad» como un «arrégleselas como pueda»? Equivalente éste al de la famosa entelequia norteamericana del «self made man».
Y ¿qué decir de las trajinadas categorías de «izquierda» y «derecha»? Aunque siempre hubo ideas y comportamientos tanto de izquierda como de derecha, y seguramente los seguirá habiendo, pues ello —el ser conservador o renovador— es inherente a la naturaleza humana , cabe preguntarse: ¿tiene hoy algún sentido referirse a una ideología en estos términos? Es evidente que el maniqueísmo elemental que ellas encierran las hace inconducentes para el análisis del actual espectro político.
(A fin de no herir susceptibilidades conviene recordar que el corpus doctrinal de la izquierda sufrió con el correr del tiempo un proceso de simplificación negativa, hasta el punto de quedar reducido a un esquematismo inoperante. Fue una suerte de vaciamiento ideológico llevado a cabo por el estalinismo y por ciertos dirigentes que disimulan su falta de creatividad política aduciendo ser «pragmáticos». La tan denostada burocracia que le dicen. En realidad, progresar en el sentido de la liberación humana fue el principio fundacional de la izquierda.)
Y avanzando un poco más en nuestro cuestionamiento, ¿con qué actitud abordaremos el ya crónico problema de los países subdesarrollados? Quizás el subdesarrollo no sea otra cosa que la antítesis de una relación dialéctica; por tanto, la empolvada consigna «liberación o dependencia» dejaría de ser un mero concepto utópico para convertirse en un imperativo moral.
Resumiendo: ¿cómo haremos para construir una sociedad a la medida del hombre a partir de los despojos ideológicos que nos dejó el derrumbe del mundo nacido en Yalta? ¿Los incluiremos así nomás en el grandioso sueño posmodernista de Occidente? Todo esto representa una gran interrogante que no puede ser contestada con viejas fórmulas, aun cuando se disfracen de jóvenes a fin de parecer viables. Hoy tenemos ante nosotros los viejos problemas sin resolver y algunos nuevos, que sin duda hacen todavía más compleja la situación.
Nos encontramos en una circunstancia extraña y peligrosa. Los dos sectores en pugna reconocen sin ambages que la sociedad humana vive una profunda crisis, mas cada uno de ellos se obstina en evaluarla según sus propias categorías. El mundo capitalista se alegra, cree que al fin logró imponer su particular cosmovisión y asegura que el marxismo ha muerto. El mundo socialista, si es que a estas alturas queda algo de él, aún no se repone de los efectos causados por la ola de cambios, y tan solo atina a elaborar estrategias coyunturales mientras afirma que se está frente a una crisis de la ideología marxista. (Tal vez esta crisis no sea precisamente del marxismo en sí, sino de su modelo estalinista, aunque —como algunos arguyen— bien podría ser el estalinismo la única forma posible de marxismo.)
Consecuente con su interpretación de la realidad, el mundo capitalista ha emprendido una ofensiva de neto corte reaccionario a fin de acabar con los últimos baluartes del socialismo, como así también de cualquier otra manifestación ideológica de sesgo progresista.
«Pour la galerie» se habla de libertad, democracia, respeto a los derechos humanos y fin de las dicotomías ideológicas; sin embargo, en forma más o menos solapada se pergeña, y ya se lo está llevando a la práctica, un vasto plan de dominación.
Hechos conducentes a concretar este proyecto son la imposición de políticas económicas neoliberales en las naciones latinoamericanas, el cobro extorsivo de la deuda externa a través de los ya clásicos «ajustes» del Fondo Monetario Internacional, las invasiones militares a países que se «resisten» a ser libres (Jamaica, Granada, Panamá), la guerra contra las naciones que se oponen a este proyecto, convalidándola con la argumentación de que se lucha contra el terrorismo o el narcotráfico (Libia, Irak, América Latina), la penetración ideológica con el propósito de desalentar las luchas de liberación, la manipulación de los efectos psicológicos que el SIDA causa en los pueblos a fin de crear una atmósfera reaccionaria (la enfermedad sería el castigo por un pecado de desobediencia); por último, la difusión masiva de una ideología pesimista —el posmodernismo— que promueve, mediante la excusa de la libertad individual, el inmovilismo como forma de vida.
Es indudable que EE.UU. y sus aliados procuran recuperar el espacio político perdido en el transcurso de las últimas décadas.
Finalmente, lo que en el mundo socialista comenzó siendo —al menos ésa fue la excusa— un conjunto de reformas promovido por la cúpula gobernante a fin de agiornar el socialismo, terminó en un proceso de cambio radical e incontrolable; una bola de nieve que se sabe dónde se originó, pero que se ignora dónde se detendrá, y que ya preocupa incluso a algunos de los analistas políticos más lúcidos de Occidente. Mientras tanto, la alegría irreflexiva por un lado y la aflicción enervante por otro. Siempre la pertinaz recurrencia a un pasado ya caduco. Es como si pretendieran ponerle un dique sin compuertas al río de Heráclito.
Como se ve, las clases gobernantes sólo entienden los presentes cambios en función de sus triunfos y derrotas; en el estrecho ámbito de sus intereses sectoriales se agota su capacidad de comprender el aquí y el ahora de un mundo terriblemente nuevo. No pueden entender que urge edificar una nueva casa para el hombre, una nueva cultura que contemple las reales necesidades humanas. Todavía no se dieron cuenta de que estamos a la intemperie.
El panorama que se divisa desde fuera de los círculos del poder es complejo en grado sumo. Por una parte, las actuales estructuras sociopolíticas no son funcionales: la hora presente requiere más inventiva y menos lastre tecnocrático; por otra parte, las clases dirigentes se sobreviven a sí mismas en una esclerosis intelectual que pone en peligro la gobernabilidad del sistema.
No creemos que haya muchas dudas al respecto: en estos momentos la realidad pasa por otro lado. En consecuencia, si no nos hacemos cargo de lo que está ocurriendo, nos extinguiremos —como los dinosaurios— por no haber sido capaces de adaptarnos a los cambios del medio ambiente. Entonces comprenderemos que de nada nos sirven el desgarrarnos las vestiduras o los gestos exultantes que hoy se prodigan por doquier. La realidad no perdona: tarde o temprano se nos impone con su presencia inapelable.
Entretanto, las aguas del río de Heráclito fluyen sin cesar, pero el lecho del río permanece inalterado: siempre el mismo fango, siempre las mismas piedras, siempre la misma penumbra inquietante.
No olvidemos que una sociedad sin horizontes revolucionarios es siempre un excelente caldo de cultivo para cualquier aventura autoritaria. A veces, en lo que se calla está la elocuencia... y el peligro.
Miguel Ángel Rodríguez
(Una oveja descarriada)