El Presidente paraguayo Carlos Wasmosy hizo un patético reconocimiento. Su gobierno, aseguró, tiene una tarea pendiente en la lucha contra la pobreza y la marginación de importantes sectores sociales. Este testimonio da cuenta de una realidad que toca a su país, pero evidentemente también a todas las naciones latinoamericanas, las que en su conjunto exhiben casi 200 millones de seres sumidos en la miseria. Este flagelo, como se sabe, es particularmente cruel con los niños y cada vez más despiadado con las mujeres.
De todos los menores del continente, el 60 por ciento vive afectado por agudas carencias: 6 millones padecen la desnutrición, 15 viven literalmente en las calles y al menos otros 30 millones deben trabajar en el más completo desamparo legal. Asimismo, con el aumento de la natalidad precoz, cada vez son más las mujeres que deben negarse a la capacitación educacional y convertirse, a temprana edad, en atribuladas jefas de familia.
Lo dramático es que el Continente puede exhibir tasas de crecimiento real y sostenido en los últimos años, sin que ello haya significado una disminución en el número de sus pobres o desempleados. La deuda externa latinoamericana, según cifras de la Cepal, creció el último año a la fatídica cifra de 534 mil millones de dólares, lo que deja a los países del área en situación de tener que hacer ingentes esfuerzos por cumplir con sus acreedores y restringir los gastos destinados a la superación de la pobreza. No es extraño, entonces, que América Latina sea calificada hoy como la región más peligrosa del planeta; ello según conclusión del propio Sistema Económico Latinoamericano (SELA), organismo que acaba de adjudicarnos el promedio de asesinatos más elevado del mundo: casi 20 por cada 100 mil habitantes. Cifra que prácticamente cuadruplica a la de los países industrializados.
El desafío no es ya el crecimiento, sino el de la redistribución. Hoy, más que la estrategia económica, lo que está en cuestión es la capacidad política para hacer acceder los frutos del desarrollo a los pobres, tanto como restringir el gasto de cúpulas de la población que viven, ya no con holgura, sino en el más grosero despilfarro. Otra vez es la Cepal la que advierte que en la última década, junto con el crecimiento global del ingreso, se manifiesta también un aumento en la brecha de la desigualdad. Paradojalmente son los países más exitosos del Continente los que presentan el más crítico desnivel, entre otros, de los salarios de los ejecutivos y los obreros no calificados, separándose éstos en casi 60 veces, cuando en los llamados tigres asiáticos esta diferencia no logra multiplicarse por 15.
El retroceso en materia social es lo que tiene bajo sospecha y amenaza el modelo neoliberal, cuanto que son ya los propios dirigentes políticos encandilados todavía con él los que ahora reconocen sus perversiones y la posibilidad que las mayorías oprimidas deriven de la angustia a la franca protesta. Ni en la llamada década perdida, América Latina exhibió los actuales índices de miseria y desocupación, por lo que el grado de consenso interno en el que muchos países han venido fundando su «éxito» podría quebrarse estrepitosamente. Y, con ello, llegar a convulsionar a todo el Continente.
Asimismo, es la constatación de estas prioridades sociales la que debe llevar a los países del área a lograr su cooperación, más que la competencia entre sus economías. Por ejemplo, en la adopción de condiciones comunes para la captura del capital foráneo, evitando el flujo especulativo que ha devenido en nuevos y onerosos compromisos para los países receptores. Lo más convincente parece ser la integración entre naciones que tienen un similar nivel de desarrollo y desafíos. Ya se vio, a propósito de las escaramuzas miltares entre Perú y Ecuador, que era el prestigio y la solvencia de toda el área la que ineludiblemente quedó en riesgo ante el mundo.
La experiencia de otros procesos de integración demuestra que son los niveles comunes de logros y carencias entre sus asociados los que potencian mejor dichos pactos y tratados. Aunque entre éstos no hablen el mismo idioma. Ni crean en el mismo Dios.
*Artículo periodístico extraído del libro América Latina. Democracias en penumbra, editado por Ediciones Typographic, México, D.F., febrero de 1997.