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 No Muertos                                    El Azote                                                     

 

Los Muertos Vivientes: El Azote
(La Historia de los Muertes Vivientes)


El chamán Ner’zhul: los orígenes del Rey Lich
Los clanes orcos, unidos al mundo de Draenor por una noble cultura chamánica durante miles de años, no sabían nada sobre corrupción o decadencia espiritual. Sin embargo, los siniestros agentes de la Legión de Fuego quisieron utilizarlos para forjar un ejército voraz e imparable. El astuto demonio Kil’jaeden, el número dos de la Legión, vio en los salvajes guerreros un gran potencial para el asesinato y el derramamiento de sangre y decidió corromper su tranquila sociedad desde dentro.

Kil’jaeden se presentó al líder más respetado de los orcos, el chamán anciano Ner’zhul, y le prometió que otorgaría a los orcos un gran poder y los convertiría en los indiscutibles dueños del mundo. Incluso ofreció al viejo chamán un conocimiento místico ilimitado si aceptaba vincular su persona y su gente a la voluntad de la Legión. Ner’zhul era calculador y ambicioso por naturaleza y aceptó la oferta de Kil’jaeden: hizo un Pacto de Sangre con el demonio. Con ese pacto Ner’zhul había sellado el destino de los orcos y los había condenado a convertirse, sin quererlo, en esclavos de la Legión de Fuego.

Pasado un tiempo, Kil’jaeden vio que Ner’zhul no tenía la voluntad o la audacia necesarias para llevar hasta el final su plan de convertir a los orcos en la Horda sedienta de sangre. Ner’zhul, que se había dado cuenta de que su pacto con Kil’jaeden significaría la aniquilación de su raza, se negó a seguir ayudando al demonio. Enfurecido por la rebeldía del chamán, Kil’jaeden juró vengarse de Ner’zhul y aseguró que corrompería a los orcos incluso contra su voluntad. Kil’jaeden encontró un nuevo aprendiz deseoso de llevar a los orcos hacia el camino de la alineación: ese aprendiz era Gul’dan, el perverso protegido de Ner’zhul.

Con la ayuda de Kil’jaeden, Gul’dan completó con éxito aquello en lo que su maestro había flaqueado. El malvado y ambicioso orco abolió la antigua práctica del chamanismo (que sustituyó con el estudio de las demoníacas magias de brujo) y unió los clanes orcos en la voluble Horda que Kil’jaeden había imaginado. Ner’zhul, impotente e incapaz de detener al que había sido su aprendiz, sólo podía mirar el dominio con que Gul’dan transformaba a los orcos en agentes de destrucción despojados de toda voluntad propia.

Pasaron los años mientras Ner’zhul reflexionaba en silencio en el rojo mundo de Draenor: observó a su gente perpetrar la primera invasión de Azeroth, oyó los relatos de la Segunda Guerra de los orcos contra la Alianza de Lordaeron y fue testigo de la traición y corrupción que parecía estar destruyendo a su pueblo desde dentro. A pesar de que Gul’dan era quien dominaba el oscuro destino de la Horda, Ner’zhul sabía que era él el único responsable puesto que había puesto todo el mecanismo en marcha.

Poco después del final de la Segunda Guerra, la noticia de la derrota de la Horda llegó hasta los orcos que habían permanecido en Draenor. Cuando supo que la Horda había fracasado en el cumplimiento de la misión de conquistar Azeroth, Ner’zhul temió que Kil’jaeden y la Legión tomaran represalias contra los orcos que quedaban. Para escapar de la inminente cólera de Kil’jaeden, Ner’zhul abrió varios portales místicos que llevaban a mundos nuevos e incontaminados. El viejo chamán reunió a los clanes orcos que quedaban y planeó dirigirlos a través de uno de los portales hacia un nuevo destino.

Antes de que pudiera poner su plan en práctica, Ner’zhul se vio obligado a vérselas con una expedición que la Alianza había enviado a Draenor para destruir a los orcos para siempre. Los leales clanes de Ner’zhul lograron mantener a raya a las fuerzas de la Alianza mientras el viejo chamán abría los terribles portales mágicos. Horrorizado, Ner’zhul se dio cuenta de que las tremendas energías de los portales desgarraban el mismísimo centro de Draenor. Mientras las fuerzas de la Alianza empujaban a los orcos a las profundidades de ese mundo infernal, Draenor empezó a plegarse sobre sí mismo. Viendo que los clanes combatientes no llegarían jamás a tiempo a los portales, Ner’zhul los abandonó egoístamente a su suerte y escapó con sus más fervientes seguidores a la zaga. El malvado grupo de orcos atravesó el portal que habían elegido justo en el momento en el que Draenor saltaba en pedazos en una explosión apocalíptica. El viejo chamán se creyó afortunado por haber escapado a la muerte …

Irónicamente, viviría lo suficiente para arrepentirse de su ingenuidad.

Kil’Jaeden y el Nuevo Pacto
Justo cuando Ner’zhul y sus seguidores entraban en el Averno Astral, el plano etéreo que conecta todos los mundos dispersos en la Gran Oscuridad del Mas Allá, cayeron en una emboscada de Kil’jaeden y sus
demoníacos secuaces. Kil’jaeden, que había jurado vengarse del orgulloso desafío de Ner’zhul, torturó sin piedad al viejo chamán descuartizando lentamente su cuerpo. Kil’jaeden mantuvo el espíritu del chamán vivo e intacto para que Ner’zhul fuera dolorosamente consciente del desmembramiento de su cuerpo. Aunque Ner’zhul rogó al demonio que liberara su espíritu y le concediera la muerte, el demonio replicó en tono oscuro que el Pacto de Sangre que habían sellado tiempo atrás aún era vinculante y que volvería a servirse de su caprichoso títere una vez más.

El fracaso de los orcos en la conquista de Azeroth, tal y como esperaba la Legión, forzó a Kil’jaeden a crear un nuevo ejército para sembrar el caos en todos los reinos de la Alianza. No se permitiría a este nuevo ejército ser presa de las mismas luchas internas y rivalidades insignificantes que habían envenenado a la Horda. Tendría que ser obstinado, despiadado e inquebrantable en su misión. Esta vez Kil’jaeden no podía fallar.

Mientras mantenía el torturado e indefenso espíritu de Ner’zhul en éxtasis, Kil’jaeden le dio una última oportunidad: servir a la Legión o sufrir un tormento eterno. Una vez más, Ner’zhul pactó temerariamente con el demonio.

Es espíritu de Ner’zhul fue colocado en un bloque especial de hielo duro como el diamante recogido en los confines del Averno Astral. Encerrado en el casco helado, Ner’zhul notó que su conciencia se centuplicaba. Envuelto por los caóticos poderes del demonio, Ner’zhul se convirtió en un ser espectral de inconmensurable poder. En ese momento, el orco conocido como Ner’zhul desapareció para siempre... y nació el Rey Lich.

También los leales caballeros de la muerte de Ner’zhul y sus seguidores brujos fueron transformados por las caóticas energías del demonio. Los malvados lanzadores de conjuros fueron despedazados y reconstruidos como liches esqueléticos. Los demonios se habían asegurado de que los seguidores de Ner’zhul lo sirvieran incondicionalmente incluso en la muerte.

Cuando llegó el momento adecuado, Kil’jaeden explicó pacientemente la misión para la que había creado al Rey Lich: Ner’zhul tenía que extender una plaga de muerte y terror por todo Azeroth, una plaga que acabaría con la civilización humana para siempre. Todos aquellos que murieran a causa de la temida plaga se alzarían como muertos vivientes y sus espíritus estarían ligados a la férrea voluntad de Ner’zhul para siempre. Kil’jaeden prometió que si Ner’zhul cumplía su oscura misión y eliminaba a la humanidad del mundo, lo liberaría de su maldición y le procuraría un nuevo cuerpo sano en el que vivir.

Aunque Ner’zhul parecía dispuesto e incluso ansioso por interpretar su papel, Kil’jaeden dudaba de la lealtad de su títere. Al mantener al Rey Lich sin cuerpo y atrapado en el arca de cristal, se aseguraba su buena conducta a corto plazo, pero el demonio sabía que tendría que vigilarlo constantemente. Con este fin, Kil’jaeden convocó a su elite de guardias demoníacos, los vampíricos Señores del terror y les ordenó que vigilaran a Ner’zhul y se aseguraran de que cumplía su terrible tarea. Tichondrius, el más poderoso y astuto de los Señores del terror, aceptó el reto fascinado por el rigor de la plaga y por el desenfrenado potencial para el genocidio del Rey Lich.

La Corona de Hielo y el Trono de Hielo
Kil’jaeden lanzó el arca de hielo de Ner’zhul al mundo de Azeroth. El cristal endurecido atravesó como un rayo el cielo de la noche y se estrelló en el desolado continente ártico de Northrend. Quedó enterrado en las profundas y sombrías galerías del glaciar Corona de Hielo. El cristal congelado, deformado y marcado por su violento descenso, parecía ahora un trono... y el espíritu vengativo de Ner’zhul se agitaba en su interior.

Desde los confines del Trono de Hielo, Ner’zhul empezó a expandir su vasta conciencia y a tocar las mentes de los habitantes de Northrend. Esclavizó con sorprendente facilidad las mentes de muchas criaturas indígenas, como trolls de hielo y fieros wendigos, y arrastró a sus malvados hermanos hasta su creciente sombra. Descubrió que sus poderes psíquicos eran casi ilimitados y los utilizó para crear un
pequeño ejército al que albergó en los retorcidos laberintos de la Corona de Hielo. Mientras el Rey Lich dominaba sus crecientes poderes bajo la persistente vigilancia de los Señores del terror, descubrió un remoto asentamiento humano en la periferia de la Tierra de los Dragones. Ner’zhul decidió poner a prueba sus poderes y también a la terrible plaga utilizando a los desprevenidos humanos como objetivo.

Ner’zhul envió la plaga de los muertos vivientes que había tenido origen en la profundidad del Trono de Hielo hacia los páramos árticos. Controlando la plaga tan solo con su voluntad, la condujo directamente hacia la aldea humana: en tres días todas las almas humanas del lugar estaban muertas, y en un periodo de tiempo sorprendentemente breve los aldeanos muertos empezaron a alzarse como cuerpos zombificados. Ner’zhul podía sentir cada uno de sus espíritus y pensamientos como si fueran los suyos propios. La agitación cacofónica de su mente hizo a Ner’zhul todavía más poderoso, como si los espíritus le proporcionaran un alimento largamente ansiado. Se dio cuenta de que controlar las acciones de los zombis y dirigirlos hacia donde él quisiera era un juego de niños. En los meses siguientes, Ner’zhul continuó experimentando con su plaga de muertos vivientes al subyugar a todos los habitantes humanos de Northrend. Con un ejército de muertos vivientes que crecía cada día, sabía que el momento de su prueba definitiva estaba cerca.

La guerra de las arañas
Durante diez largos años, Ner’zhul construyó su base de poder en Northrend. Se erigió una gran ciudadela sobre la Corona de Hielo atendida por legiones de muertos vivientes cada vez más numerosas. Sin embargo, mientras el Rey Lich extendía su influencia por la tierra, un solitario y sombrío imperio se oponía a su poder. El antiguo y subterráneo reino de Azjol-Nerub, que había sido fundado por una raza de siniestras arañas humanoides, envió a su elite guerrera a atacar la Corona de Hielo y acabar con el loco intento de dominio del Rey Lich. Ante su frustración, Ner’zhul se dio cuenta de que los malvados Nerubians eran inmunes tanto a la plaga como a su dominación telepática.

Los señores-araña Nerubian contaban con enormes fuerzas y con una red subterránea que se extendía hasta casi la mitad de la amplitud de Northrend. Sus ataques relámpago sobre las fortalezas del Rey Lich frustraban uno tras otro todos sus intentos de acabar con ellas. Al final, Ner’zhul ganó su guerra contra los Nerubians por desgaste. Con la ayuda de los furiosos Señores del terror y sus innumerables guerreros muertos vivientes, el Rey Lich invadió Azjol-Nerub e hizo caer sus templos subterráneos sobre las cabezas de los señores-araña.

Aunque los Nerubians eran inmunes a su plaga, los crecientes poderes nigrománticos de Ner’zhul le permitieron animar los cadáveres de los guerreros araña y doblegarlos a su voluntad. Como homenaje a su tenacidad y audacia, Ner’zhul adoptó el distintivo estilo arquitectónico de los Nerubians para sus propias fortalezas y estructuras. Había llegado el momento de gobernar su reino sin oposiciones: el Rey Lich empezó a prepararse para su verdadera misión en el mundo. Extendiendo su vasta conciencia hasta las tierras humanas, el Rey Lich llamaba a todas las almas oscuras que quisieran escucharle...

Kel’Thuzad y el Culto de los Malditos
Un puñado de poderosas personas, diseminadas a lo largo y ancho del mundo, oyó las invocaciones mentales del Rey Lich. La más notable de todas ellas fue el Archimago Kel’Thuzad de la mágica nación de Dalaran. Kel’Thuzad, uno de los miembros ancianos del Kirin Tor, el concilio dirigente de Dalaran, había sido considerado un inconformista durante años, porque insistía en estudiar las artes prohibidas de la nigromancia. Tuvo de aprender solo todo lo que pudo sobre el mundo mágico y sus maravillas oscuras y se sentía frustrado por lo que él veía como los preceptos obsoletos y faltos de imaginación de sus semejantes. Cuando oyó la poderosa llamada de Northrend, el Archimago concentró toda su considerable
voluntad en la comunión con la misteriosa voz. Convencido de que el Kirin Tor era demasiado remilgado para comprender el poder y el conocimiento propios de las artes oscuras, prometió aprender lo que pudiera del inmensamente poderoso Rey Lich.

Renunciando a su fortuna y a su prestigiosa posición política, Kel’Thuzadabandonó las directrices del Kirin Tor y dejó Dalaran para siempre.

Empujado por la persistente voz del Rey Lich en su mente, vendió sus amplias propiedades y guardó su fortuna. Viajó solo y atravesó muchas leguas de tierra y mar hasta que finalmente llegó a las costas heladas de Northrend. Con la determinación de llegar a la Corona de Hielo y ofrecer sus servicios al Rey Lich, el Archimago atravesó las ruinas devastadas de Azjol-Nerub. Kel’Thuzad vio el alcance y ferocidad
del poder de Ner’zhulr con sus propios ojos y empezó a pensar que aliarse con el misterioso Rey Lich no sólo sería inteligente, sino que además podía resultar muy provechoso.

Al cabo de largos meses caminando por las inhóspitas llanuras árticas, Kel’Thuzad llegó por fin al oscuro glaciar de la Corona de Hielo. Entró con audacia en la oscura ciudadela de Ner’zhul y se sorprendió mucho de que los silenciosos guardias le permitieran pasar como si se le esperara. Kel’Thuzad descendió a las profundidades de la fría tierra y encontró el camino que llevaba al fondo del glaciar. Allí, en la interminable caverna de hielo y sombras, se postró ante el Trono de Hielo y ofreció su alma al oscuro señor de los muertos.

El Rey Lich estaba satisfecho con su último conscripto. Prometió a Kel’Thuzad inmortalidad y enorme poder a cambio de su lealtad y obediencia. Kel’Thuzad, ansioso por recibir oscuros conocimientos y poder, aceptó su primera gran misión: ir al mundo de los hombres y fundar una nueva religión que adoraría al Rey Lich como a un dios.

Para ayudar al Archimago en el cumplimiento de su misión, Ner’zhul dejó la humanidad de Kel’Thuzad intacta. El anciano pero carismático mago tendría que utilizar sus poderes de ilusión y persuasión para atraer la confianza de las masas privadas de derechos y desencantadas de Lordaeron. Y una vez tuviera su atención, les ofrecería una nueva visión de sociedad... y otra figura a la que llamar rey...

Kel’Thuzad volvió a Lordaeron disfrazado y por espacio de tres años utilizó su fortuna e intelecto para crear una hermandad clandestina de hombres y mujeres de ideas afines. La hermandad, que bautizó con el nombre de Culto de los Malditos, prometió a sus acólitos igualdad social y vida eterna en Azeroth a cambio de su servicio y obediencia a Ner’zhul. Los meses pasaban y Kel’Thuzad encontraba muchos voluntarios convencidos entre los cansados y explotados trabajadores de Lordaeron. Sorprendentemente, el objetivo de Kel’Thuzad de distorsionar la fe de los ciudadanos en la Luz Sagrada y dirigirla hacia la oscura sombra de Ner’zhul fue fácil de alcanzar. Mientras el Culto de los Malditos crecía en número e influencia, Kel’Thuzad se aseguraba de mantener sus maquinaciones ocultas en todo momento a los ojos de las autoridades de Lordaeron.

La formación del Azote
Después del éxito de Kel’Thuzad en Lordaeron, el Rey Lich empezó los preparativos finales para su ataque a la civilización humana. Colocó sus energías de plaga en unos artefactos portátiles llamados calderos de la plaga y ordenó a Kel’Thuzad que transportara los calderos hasta Lordaeron, donde deberían esconderse entre las diferentes aldeas controladas por el culto. Los calderos, protegidos por los leales seguidores del culto, actuarían como generadores de plaga y la filtrarían a través de las confiadas tierras de labranza y ciudades del norte de Lordaeron.

El plan del Rey Lich funcionó a la perfección: muchas de las aldeas del norte de Lordaeron se contaminaron de manera casi inmediata. Como había ocurrido en Northrend, los ciudadanos que contrajeron la plaga murieron y se alzaron como esclavos serviciales del Rey Lich. Los seguidores del culto que dominaba Kel’Thuzad estaban deseosos de morir y ser alzados de nuevo al servicio de su señor oscuro: estaban exultantes ante la perspectiva de la inmortalidad. A medida que la plaga se extendía, los zombis que se alzaban en las tierras del norte eran cada vez más numerosos. Kel’Thuzad admiró ese ejército del Rey Lich mientras crecía y lo bautizó con el nombre de Azote, porque pronto marcharía sobre las verjas de Lordaeron y asolaría la humanidad borrándola de la faz del mundo...

Un heredero forzoso…
Aunque los Señores del terror estaban satisfechos de que por fin hubiera comenzado la verdadera misión de Ner’zhul, el Rey Lich se agitaba en los estrechos y sombríos límites del Trono de Hielo. A pesar de sus vastos poderes psíquicos y de su total dominio sobre los muertos vivientes, deseaba ser liberado de su prisión de hielo. Sabía que Kil’jaeden nunca le liberaría de su maldición y, gracias a su enorme poder, sabía que los demonios le destruirían en cuanto hubiera completado su misión.

Pero tenía una posibilidad de alcanzar la libertad, una posibilidad de escapar a su terrible destino. Si lograba encontrar un anfitrión adecuado, algún desventurado inocentón que estuviera dividido entre la oscuridad y la luz, podría poseer su cuerpo y escapar para siempre de los confines del Trono de Hielo.

Así, el Rey Lich extendió una vez más su vasta conciencia y encontró al perfecto anfitrión …

 

 

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